La única constante en la historia humana es el cambio, dice el historiador israelí Yuval Noah Harari, para quien la pregunta central a hacerse en torno del conflicto en Ucrania y la tensión entre Rusia y la OTAN, la alianza militar occidental liderada por EEUU, es si una eventual invasión rusa llevará a la humanidad de vuelta a la ley de la selva, en que el más fuerte somete al más débil, o si podrá preservar el avance de los últimos 70 años, período en que no hubo guerras entre potencias y el azúcar se volvió más letal que la pólvora.
En un texto escrito “por invitación” del semanario inglés The Economist, Harari, autor de best sellers globales como “De animales a dioses”, “Homo Deus” y “21 lecciones para el siglo XXI”, recapitula las tesis centrales de dos grandes escuelas históricas: una que niega la posibilidad del cambio, afirma que el mundo es una jungla y que lo único que impide que un país engulla a otro es la fuerza militar, y otra que dice que la guerra no es una fuerza de la naturaleza y que su existencia e intensidad dependen de factores tecnológicos, económicos y culturales y cambian con éstos.
Las minas de oro, los campos de trigo y los pozos petroleros fueron las fuentes de riqueza del pasado. Ahora la fuente el conocimiento, que no se puede adquirir por la fuerza, por lo cual la rentabilidad de la conquista ha declinado, dice Harari
En principio, Harari es optimista y recuerda numerosas evidencias de cambio. En las últimas generaciones, dice, las armas nucleares hicieron impensable –o un acto de locura y suicidio colectivo- la guerra entre potencias y las forzó a buscar modos menos violentos de resolución de conflictos. Eventos como las Guerras Púnicas o la Segunda Guerra Mundial, dice, jalonaron gran parte de la historia, pero desaparecieron en los últimos 70 años, período en el cual la economía global pasó de basarse en las materias primas a basarse en el conocimiento. Las minas de oro, los campos de trigo y los pozos petroleros fueron las fuentes de riqueza del pasado. Ahora, en cambio, es el conocimiento, que no se puede adquirir por la fuerza, por lo cual “la rentabilidad de la conquista ha declinado”.
También hubo cambios fundamentales en la cultura. Mientras las elites del pasado –caudillos hunos, guerreros vikingos, patricios romanos- veían positivamente la guerra, pensadores como Homero y Shakespeare le daban una pátina gloriosa y el cristianismo la consideraba inevitable, durante las recientes generaciones, por primera vez en la historia, el mundo pasó a ser dominado por elites que ven a la guerra como un mal evitable.
“Incluso George W. Bush y Donald Trump, por no mencionar las Merkels y Arderns del mundo” -refiere el historiador a dos “halcones” norteamericanos, la excanciller alemana y la primera ministra neocelandesa- no se parecen en nada a guerreros del pasado y a menudo acceden al poder con promesas de reformas internas, no conquistas externas. Creadores como el pintor Pablo Picasso o el cineasta Stanley Kubrik describen el horror de la guerra antes que glorificar a sus arquitectos. Todo lo cual hizo que los gobiernos dejaran de ver la guerra como un modo aceptable de avanzar sus intereses. No es solo la fuerza militar, ejemplifica Harari, lo que impide que Brasil conquiste Uruguay o que España invada Marruecos.
El autor sustenta su afirmación con datos. Desde 1945, ha sido raro que una frontera cambie debido a una invasión y ningún país con reconocimiento internacional ha sido borrado del mapa por conquista externa. Ha habido conflictos, guerras civiles, insurgencias, pero en lo que va del siglo XXI la violencia humana causó menos muertes que los suicidios, los accidentes automovilísticos o enfermedades relacionadas con la obesidad. “La pólvora se volvió menos letal que el azúcar”, resume Harari. Incluso, dice, cambió la idea de “Paz”: ya no es solo ausencia de guerra, sino implausibilidad de la misma.
La guerra, la paz y los presupuestos
Como habitante de Medio Oriente, Harari reconoce excepciones a la regla, pero subraya la tendencia, reflejada en los presupuestos de los gobiernos del mundo, que en las últimas décadas se han sentido seguros como para asignar, en promedio, 6,5% del presupuesto a sus fuerzas armadas, y asignar mucho más dinero a educación, salud y programas sociales. Es algo que se da por sentado, dice Harari, pero es toda una novedad histórica, pues durante milenios los gastos militares fueron por lejos el principal ítem de los presupuestos de príncipes, sultanes y emperadores, que no gastaban un centavo en educación o salud para las masas.
La declinación de la guerra, recuerda el autor, no resultó de un milagro ni de un cambio en las leyes de la naturaleza, sino de mejores decisiones humanas, que considera uno de los grandes logros políticos y morales de la civilización moderna. Pero, como toda decisión humana, es reversible. Mientras tanto, la tecnología, la economía y la cultura siguen cambiando, con el surgimiento de armas cibernéticas y la Inteligencia Artificial, por lo cual una nueva cultura militarista podría resultar en una era de guerras mucho peor de las conocidas hasta ahora. Para disfrutar de la paz –dice- es necesario que casi todos tomen buenas decisiones; pero una mala decisión de una sola parte puede llevar a la guerra.
Preocupación para todas y todos
De allí, observa, que la amenaza rusa de invadir Ucrania debería preocupar a todos los habitantes de la tierra. “Si vuelve a ser norma que un país poderoso engulla a un vecino más débil, cambiará el modo en que los pueblos se sientan y comporten”, razona el historiador. El resultado será la vuelta a la ley de la jungla, con un consecuente salto en gastos militares a expensas de lo demás. “El dinero que debe ira a maestros, enfermeras y trabajadores sociales, irá en cambio a tanques, misiles y armas cibernéticas”.
Un cambio así, a su vez, socavaría la cooperación global en temas como la prevención del cambio climático y la regulación de tecnologías disruptivas -Inteligencia Artificial, Ingeniería Genética- cuyo avance, a su vez, agravaría el riesgo de un conflicto armado, creando un círculo vicioso que “amenazaría a nuestra especie”.
Según Harari, si uno cree que el cambio humano es imposible, le queda elegir entre ser predador o presa, lo cual obviamente hará que la mayoría de los líderes opten ser predadores alfa. En cambio, dice, la ley de la selva es más una elección que una inevitabilidad, y cualquier líder que arruine “nuestro más grande logro” (por la paz) más que ser recordado con gloria, lo será por habernos vuelto a la selva.
El historiador israelí confiesa lo obvio al decir que desconoce qué sucederá en Ucrania, pero reafirma su fe en el cambio, “la única constante en la historia humana”. Y cierra elogiando a los ucranianos, que durante generaciones sufrieron tiranía y violencia: autocracia zarista, breve intento de independencia sofocado por el Ejército Rojo, Holodomor (muerte por hambre) bajo el stalinismo, ocupación nazi y décadas de dictadura comunista. La implosión de la Unión Soviética -reflexiona- bien podía llevarlos a guerras y tiranía, lo único que conocían. Pero pese a la pobreza y los obstáculos establecieron una democracia de alternancia y ante riesgos de autocracia, se rebelaron en defensa de su libertad. La democracia ucraniana, concluye, es tan nueva como la “nueva paz”, ambas son frágiles y podrían no perdurar. Pero son posibles y podrían echar raíces. Todo depende de decisiones humanas.
Otros análisis
En tanto, en el Consejo de las Américas, ante el que este viernes expuso el director de Hemisferio Occidental del FMI, Ilan Golfjan, el analista Chase Harrison, expuso la “subtrama latinoamericana” del conflicto entre Rusia y Ucrania, recordando que Vladimir Putin, el presidente ruso, advirtió sobre la posibilidad de enviar topas a Cuba y Venezuela (algo que Jake Sullivan, consejero de seguridad nacional del jefe de la Casa Blanca, Joseph Biden, tildó de “fanfarronada”) y mantuvo reuniones de alto nivel con líderes de la región, como el argentino Alberto Fernández y –este mismo viernes- el presidente brasileño, Jair Bolsonaro.
Fanfarronada o no, a raíz de la advertencia de Putin a dos senadores de EEUU, el republicano Marco Rubio y el demócrata Bob Menéndez, introdujeron un proyecto para responder a la influencia rusa en la región mediante un aumento de la cooperación regional en seguridad. Además, Washington espera contrarrestar la iniciativa china de la nueva “Ruta de la Seda”, a la que recientemente adhirió la Argentina, con su proyecto de Build Back Better (Reconstruir mejor) regional que presentará a los gobiernos de la región en junio, en la próxima “Cumbre de las Américas”, en Los Ángeles.
Según Harrison, Moscú ya envió topas a Venezuela en 2019, en apoyo al régimen de Nicolás Maduro, que le compró 36 aviones de combate, en una operación de USD 10.000 millones, a cambio de la cual recibió USD 1.100 millones en inversiones rusas en áreas petroleras y otros USD 4.000 millones en otros sectores. NIcaragua es otro aliado regional de Rusia, dice Harrison, que también subraya la diplomacia rusa de las vacunas y el agradecimiento de Fernández a Putin en la reunión del 3 de febrero pasado. El propio Fernández recibió 3 dosis de Sputnik y Argentina es uno de los pocos países que aprobó la “Sputnik light”, recuerda, y las demoras rusas en cumplir los contratos no impidieron que en Moscú se hablara de aumentar el comercio bilateral, que antes de la pandemia involucraba intercambios por USD 1.200 millones anuales.
El oso y el dragón
Del otro lado del Atlántico, en Madrid, sede del Real Instituto Elcano, un centro de estudios español, Carlos Malamud, Rogelio Núñez Castellano y Mira Milosevich Juaristi, señalaron que América Latina es “un convidado de piedra dentro de la estrategia de la Rusia de Putin”.
A diferencia de Beijing, que recurre a inversiones y lazos comerciales, dicen, la política latinoamericana de Moscú está vinculado al liderazgo personalista y autoritario de Putin , quien desde su llegada al poder, en 1999, se propuso resituar a Rusia como potencia global. Para hacerlo, dicen los autores, el líder ruso buscó nuevas áreas estratégicas, pero sin condicionamientos ideológicos y con un modo pragmático de diversificación de relaciones exteriores que –afirman- tiene raíces en la “Doctrina Primakov”, el canciller ruso entre 1996 y 1999 que criticó la idea de Boris Yeltsin de “abandonar” regiones, como América Latina, en las que Rusia había ejercido gran influencia durante la Guerra Fría.
Si bien desapareció el factor ideológico, dice el escrito, se mantiene la pugna geopolítica con EEUU y el deseo de ser una potencia mundial. Moscú utiliza a América Latina, insisten los autores, para contrarrestar la influencia de EEUU en otras áreas. Si Washington pretende ganar presencia en zonas de influencia rusa, como Ucrania, Rusia aumentará su presencia militar en el Caribe, pues Putin, en tanto líder “revisionista”, cuestiona la existencia de un “mundo unipolar” liderado por EEUU con apoyo de la Unión Europea.
El arma económica rusa
De vuelta en el lado occidental del Atlántico, en el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS), Ben Cahill, un experto en los mercados energéticos, evaluó el poder ruso en materia petrolera. Los mercados mundiales –dijo- en una entrevista publicada por ese think tank con sede en Washington, no pueden suplir un eventual retraimiento de la provisión rusa, que podría llevar los precios del petróleo bien arriba de los USD 100 el barril. Por eso, señaló, es improbable que la Casa Blanca esté dispuesta, en una primera instancia, a imponer sanciones que apunten directamente al petróleo y en caso de invasión de Ucrania, probablemente opte primero por sanciones financieras, control de inteligencia artificial, computación quántica y exportaciones de defensa y aeroespaciales.
SEGUIR LEYENDO: