Cada persona tiene derecho a llamar las cosas como prefiera. El ministro Martín Guzmán, por ejemplo, lógicamente afirmó que el principio de acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) no implica un ajuste. Es un término irritante, aunque en los hechos el Gobierno lo aplique cuando las jubilaciones y buena parte de los salarios exhiban una caída en términos reales desde fines de 2019.
La inflación, maldito problema, es a la vez la solución en este sentido. Lo dijo Guzmán: como la inflación fue mayor que la prevista previamente (50 contra 29 por ciento en 2021), el déficit se pudo controlar mejor. Hubo un ajuste, a cargo de la sociedad, que ahora continuará.
Este acuerdo –principio de acuerdo, ya que todavía falta completar en las próximas semanas el memorándum de entendimiento con todos los detalles del programa y la aprobación del directorio en Washington- implica aceptar los lineamientos que quería el Fondo: la inflación tiene como raíz, entre otras, la emisión monetaria.
Por esta razón, el ministro se comprometió a reducir la asistencia del Banco Central al Tesoro y a aumentar las tasas de interés al terreno positivo en términos reales; esto es: más tasa, menos crédito, para lograr mayor estabilidad cambiaria, si el mercado responde.
La palabra “acuerdo” mencionada tanto por el presidente Alberto Fernández como por el ministro también requiere aclaraciones: faltan varios aspectos por discutir entre el staff y el equipo económico; por ejemplo, si el aumento de tarifas del 20% que propuso Guzmán es suficiente con una inflación esperada del 50% al menos este año –un aspecto que también revisa el Banco Central-; cómo se llega a las metas de reducción del déficit fiscal comprometidas por el Gobierno; qué reformas estructurales habrá –porque las habrá, ya que se trata de un programa de facilidades extendidas a 10 años y el Gobierno, por ejemplo, no quiere discutir el tema de las jubilaciones-, entre otros ejes.
El Gobierno podrá festejar, claro está, varios logros: primero, no se disparó el proceso de default que hubiera sido muy costoso en términos de estabilidad cambiaria y financiera; segundo: postergó la reducción del déficit fiscal hasta 2024, cuando haya un nuevo presidente, o Alberto Fernández sea reelegido.
El Fondo también puede celebrar que su mayor deudor no comenzó un proceso de atrasos, en un contexto en el que ningún país está en mora con el organismo multilateral. De allí la frase de la nueva mujer fuerte del Fondo, Gita Gopinath, cuando dijo que se trabajaba con un enfoque “pragmático y realista” para llegar a un principio de acuerdo. En Washington, algunos observadores se preguntan si el Gobierno tendrá el mismo enfoque para cumplir con lo que promete, porque para el staff tan importante como los compromisos resulta su implementación, sobre todo después del mal resultado del programa del 2018.
Mientras tanto, los pagos importantes le quedarán al próximo Gobierno, ya que en el próximo mandato presidencial comenzarán a aumentar en forma sustancial tanto los vencimientos con el FMI como los acordados con los bonistas en la renegociación de la deuda con los bonistas en 2020. Que pague el que sigue, se podría expresar en términos callejeros.
¿Y si el que sigue es del mismo signo político? Pues entonces habrá que negociar un nuevo acuerdo, tal vez con otra configuración política dentro del oficialismo de turno, que implique decisiones más verticales y unificadas.
Por ahora, el Gobierno evitó otro abismo que hubiera acelerado más la inflación con la brutal corrección cambiaria de los últimos días –antes ya se estimaba que la inflación de enero habría rozado el 4%- pero no logró el plazo que pretendía para refinanciar la deuda con el FMI en un plazo mayor. Hace no demasiado tiempo, la vicepresidente exclamaba que quería un plazo de 20 años para pagar. Alguien le explicó que, a mayor plazo, mayores exigencias. ¿Por qué la Argentina iba a querer tener al FMI revisando sus cuentas cada tres meses en Buenos Aires durante las próximas dos décadas?, se preguntó un ex técnico del organismo multilateral.
La política no siempre requiere explicaciones técnicas; si una parte del oficialismo se resistía (o se resiste) a firmar el acuerdo era porque entendía que, luego de haber perdido las elecciones del 2021, un ajuste severo podría asegurar una derrota en 2023. Eso es todo. La respuesta del ala moderada ha sido que sin acuerdo no había 2023. “La suerte del 2023 se juega en la firma del acuerdo, también la de Cristina y Máximo”, expresó a Infobae una encumbrada fuente oficial.
Duro dilema: ajustar para que, en algún momento, la economía rebote y baje la inflación –con un salto de los precios previo- antes de las próximas elecciones, o que el ajuste lo haga el mercado en forma desordenada y un dólar en un valor indeseable. Por ahora, se dio el primer paso en favor de la primera opción; falta un largo trayecto, dentro del oficialismo en el Congreso y en Washington, con todos los reclamos que harán los países más relevantes del directorio, más allá de la buena voluntad que permitió llegar a este viernes con final feliz.
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