Parafraseando la canción de Los Redonditos, dado que “todo préstamo es político”, el Gobierno no debería repetir demasiado este argumento para criticar el crédito otorgado por el Fondo Monetario Internacional (FMI) en 2018 o para sacar ventaja en la negociación actual.
Básicamente, por tres razones: porque el FMI es un organismo esencialmente político, porque la Argentina ha logrado postergar el pago de su deuda en el pasado por cuestiones más diplomáticas que técnicas y porque el Gobierno también podría requerir de la política internacional para cerrar el acuerdo que necesita antes de abril de 2022 si no lograra un consenso con el staff del organismo.
El caso más claro, antes del préstamo multimillonario otorgado al gobierno de Mauricio Macri por el apoyo de la administración Trump, fue el acuerdo de fines de 2002.
En aquellas circunstancias, el staff técnico que dirigía la subdirectora gerente, Anne Krueger, consideraba que no estaban dadas las condiciones para que el Fondo postergara el pago de su deuda con el principal organismo de crédito multilateral.
Krueger, doctorada en la Universidad de Wisconsin y profesora en Minnesota de alumnos como José Luis Machinea, no quería cargar con el peso de otro programa fallido, como había ocurrido con el concedido por el FMI en el 2000, en el marco del “blindaje” al gobierno de la Alianza.
Luego de la explosión del 2001, la académica promovió el desplazamiento del jefe del caso argentino, Thomas Reichmann y de su jefe, el director del Departamento del Hemisferio Occidental, Claudio Loser.
Sus reemplazantes serían el indio Anoop Singh y el británico John Dodsworth, un team que había cumplido un cuestionado rol en el manejo de la crisis asiática de 1997 y que no conocía la realidad de América latina.
Así, Krueger y el director gerente, Horst Köhler, se tomaban revancha puertas adentro del organismo efectuando una “limpieza”, luego del fracaso del salvataje de agosto de 2001 otorgado en la gestión de Domingo Cavallo y, al mismo tiempo, brindaban una señal sobre la actitud distante que planeaban asumir en las futuras negociaciones con el país.
En el gobierno de Duhalde, Krueger le hizo saber al entonces secretario de Finanzas, Guillermo Nielsen, que colocaría todo su esfuerzo en que el directorio que conducía Köhler no aprobara la postergación de los vencimientos del país, pese a que no le pedía “dinero fresco”.
Pero el Departamento del Tesoro de la administración Bush, conducido por Paul O’Neill y John Taylor, consideró que el país ya había sufrido demasiado desde el estallido de la crisis de la convertibilidad a fines del 2001.
Además, Washington creía que con la aparición de Lula Da Silva en Brasil y Hugo Chávez en Venezuela, era mejor contener a la Argentina entre sus aliados.
Krueger se fastidió con la gira del ministro Roberto Lavagna por Europa para convencer a los accionistas del FMI y lo llamó a Nielsen para expresarle su disgusto. “Yo me opongo al acuerdo y por lo tanto no va a salir”, le advirtió la dura funcionarla, mientras el secretario de Finanzas realizaba complicadas maniobras con su automóvil en el barrio de Belgrano, para eludir una manifestación de protesta del movimiento piquetero y poder llegar a la casa del ministro con la intención de festejar la Nochebuena. En ese entonces, la deuda soberana se ubicaba en USD 137.320 millones.
Luego de sufrir en el año 2002 una inflación del 40%, un aumento de la pobreza del 35,4% al 54,3% y una recesión del 11% -que en términos acumulados se estiraba al 20% desde 1998- la amenaza de Krueger se cumplió a medias.
Un año entero después de renegar y patalear, el directorio del FMI aceptó salir de sus cánones tradicionales y firmar un programa de ocho meses con la Argentina para refinanciar USD 6.870 millones a cambio de metas poco ambiciosas en materia fiscal y de reformas estructurales.
En un caso que parece no registrar otros antecedentes en la historia del organismo, la aprobación —que se logró con el voto de la mayoría de los directores y la abstención de Holanda, Bélgica, Suecia y Australia, entre otros países— se produjo, aunque el staff formalmente le propuso al director gerente que recomendara al board la decisión opuesta.
Más aún, el informe que Krueger preparó para el encuentro sentenciaba que la bendición le permitiría a Duhalde obtener “ventajas” para perpetuarse en el gobierno, una premisa que resultó ser incorrecta.
¿Por qué un “club” que se jactaba de ser tan estricto alteró sus principios para rescatar a un país que supuestamente no cumplía con sus reglas?
Acaso la respuesta más clara haya surgido desde sus entrañas: el acuerdo se firmó por el temor a lo desconocido. Frente a un gobierno como el de Duhalde que aseguraba haber cumplido con todos los requisitos para aspirar a una nueva refinanciación de su deuda y a un staff que, con extrema rigidez, planteaba lo contrario, los miembros de la “comisión directiva” de la entidad, los países del G7, se preguntaron qué podía llegar a ocurrir si la Argentina se desprendía por completo del lazo de los organismos multilaterales de crédito. ¿Qué consecuencias provocaría para el país y para la matriz de las instituciones surgidas de Bretton Woods?
En 2002, en plena crisis, la Argentina pagó unos USD 4.500 millones al FMI, el Banco Mundial y al BID, aunque acumuló un nivel total de atrasos de USD 11.842 millones por el default parcial.
El principal organismo auditor de cuentas del mundo no estaba dispuesto a que la tercera economía latinoamericana siguiera acumulando facturas impagas y generara un fuerte incentivo en otros miembros para seguir el mismo camino de rebeldía. Y, por esta razón, más política que económica, aceptó cerrar un acuerdo de emergencia, que podría servir como ejemplo para la negociación que el Gobierno debe cerrar en los próximos tres meses.
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