“Ningún individuo en los últimos 2000 años ha sido la solución milagrosa”, advirtió Claudio Loser, el funcionario argentino que más alto llegó en el poder del Fondo Monetario Internacional (FMI) con un impecable esmoquin, mientras ingresaba a la velada de gala de la asamblea del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) del 2001.
El mendocino estaba contrariado por la renuncia forzada de Ricardo López Murphy e hizo esta aclaración en voz alta para que nadie cayera en la tentación de comparar a Domingo Cavallo, el tercer ministro de Economía del gobierno de la Alianza, con Jesús de Nazaret.
La crisis de la Argentina estaba jugada desde 1998, cuando el país entró en recesión, pero sobre todo cuando un año después Brasil abandonó el tipo de cambio fijo y dejó al gobierno de Carlos Menem en off side. Los shocks del Tequila, Asia y Rusia ya habían hecho lo suyo para debilitar un sistema que requería el permanente ingreso de capitales para subsistir y permitir que el país creciera.
El gobierno de Fernando de la Rúa asumió con un cheque en blanco de la sociedad en materia de mejorar la calidad institucional, pero no para abandonar el uno a uno; de hecho, cuando su contrincante Eduardo Duhalde lo planteó en la campaña de 1999, fue relativizado por su propio equipo económico.
En el año 2000, la Alianza recibió un impresionante apoyo externo del FMI y otros organismos en el denominado “blindaje”, que se pudo haber utilizado para reestructurar la deuda en forma amigable con el mercado, pero ni el gobierno ni los organismos multilaterales se animaban a finalizar un sistema que había generado el aplauso de los líderes del mundo occidental por haber derrotado a la inflación.
Pero la renuncia del vicepresidente Carlos “Chacho” Alvarez terminó de sepultar las posibilidades de éxito de aquella gestión política. Cuando José Luis Machinea tuvo que renunciar y López Murphy ni siquiera duró un día luego de anunciar su plan de ajuste fiscal, el último bastión de confianza dentro del Poder Ejecutivo para los mercados financieros era el titular del Banco Central, Pedro Pou, quien mantuvo un feroz enfrentamiento con Cavallo desde el primer día de su gestión en 2001. Dada la crítica situación de las finanzas públicas, Pou consideraba que el gobierno debía inmovilizar los depósitos del sistema financiero, sin afectar los medios de pago. Se trataba de una versión anticipada del “corralito” que Cavallo implemento nueve meses después.
Cuando López Murphy renunció, el último bastión de la confianza de los mercados era el presidente del BCRA, Pedro Pou, quien mantuvo un fuerte enfrentamiento con Cavallo hasta que fue desplazado
Pou no ocultó su planteo ante el poderoso asesor ministerial Horacio Liendo:
— A las convocatorias se va con dinero.
Con una buena parte de los ahorros congelados, según el polémico funcionario, la Argentina estaría en condiciones de plantear en términos civilizados una reestructuración de su deuda antes de que el mercado la obligara a llevarla a cabo en forma caótica, como ocurrió en diciembre del 2001.
Liendo le dijo que la idea era “un delirio” porque el país tenía la mayor parte de su deuda en bonos y un 50% estaba en manos de argentinos. Pou le replicó que las altas tasas que pagaba el país hacían insostenible el pago de los compromisos asumidos con el exterior.
Cavallo no toleraba a Pou, porque se resistía a acatar sus órdenes. El ministro quería flexibilizar algunas de las rígidas normas adoptadas por el Central porque creía que atentaban contra la reactivación del nivel de actividad, pero la conducción de la entidad monetaria no estaba dispuesta a arriesgar su prestigio internacional.
El 7 de abril, Liendo le presentó a Pou un proyecto de decreto para reformar la carta orgánica del Banco Central que reducía las exigencias para constituir los requisitos de reserva o efectivos mínimos, dándoles a los bancos la posibilidad de remunerarlos y de contabilizarlos en moneda local o extranjera para reducir la masa de dinero. Al día siguiente, salió la norma, pero el directorio del Banco Central todavía se resistía a reglamentarlo.
Para salvar a la convertibilidad, se adoptaron la convertibilidad ampliada con la canasta de monedas y el factor de empalme y, más tarde, el déficit cero, entre otras fuertes señales para mostrar la voluntad de ajuste
El ministro llamó al teléfono del automóvil que trasladaba al titular del Central a una clase de su amada carrera universitaria de Filosofía.
— O hacés la política que yo quiero o te vas —lo presionó.
El diálogo se extendió lo suficiente como para que Pou perdiera la hora de clase mientras discutía en la puerta de la UCA y se decidiera a volver a la sede de la entidad monetaria oficial. La reforma quedó en stand by hasta su conflictivo alejamiento del Central, cuando fue acusado de ser complaciente ante maniobras de lavado de dinero.
Sin Pou, Cavallo se sintió “empoderado” y empezó a desplegar una serie de medidas para tratar de salvar al sistema que se había transformado en su “hijo pródigo”, pero que terminaron de alterar al mercado, que a esa altura de los acontecimientos ya creía que el desenlace fatal era inevitable.
Así, pasaron la convertibilidad ampliada con la canasta de monedas y el factor de empalme y, más tarde, el déficit cero, entre otras fuertes señales para mostrar la voluntad de ajuste.
Frente a las críticas, el ministro tenía que defenderse en soledad por la pasividad extrema del Presidente. Así, se enfrentó a Brasil, a Wall Street y a todo aquel que osara a enunciar que el uno a uno ya no se podía sostener. Como resultado de esta situación, el “megacanje” que encaró para evitar que la Argentina cayera en default, resultó ineficaz, como cualquier operación financiera que se realiza sin credibilidad.
En realidad, a fines de 1999 se perdió la oportunidad de realizar una reestructuración ordenada de la deuda soberana cuando la Reserva Federal de Nueva York hizo llegar a los oídos del equipo económico del saliente gobierno de Menem la ambiciosa propuesta de reestructurar unos US$ 30.000 millones de la deuda soberana.
Fiel a su particular estilo, Machinea también se sentía más a gusto con un camino más “gradualista” y el primer intento de realizar el megacanje quedó archivado
El esquema comenzó a debatirse con dos importantes bancos norteamericanos, el Citibank y el JP Morgan, que competían entre sí sin saberlo, con la intención de romper el agudo pesimismo del mercado. El Fed de Nueva York obtuvo un apoyo informal del Tesoro, que lideraba Larry Summers, y de las principales agencias de riesgo crediticio para apoyar este proyecto de “megacanje”, cuando el riesgo país rondaba los 600 puntos básicos.
Cuando triunfó la Alianza, Machinea consultó con Daniel Marx la conveniencia de avanzar con este “megacanje”, quien sin dudar le bajó el pulgar al considerar que el país “asustaría” a los inversores si anunciaba una operación de semejante magnitud.
El futuro secretario de Finanzas tampoco confiaba demasiado en el compromiso de las agencias de rating soberano de mejorarle la calificación al país. Fiel a su particular estilo, Machinea también se sentía más a gusto con un camino más “gradualista” y el primer intento de realizar el megacanje quedó archivado.
En cambio, la versión 2001 del megacanje no contaba con el apoyo del gobierno norteamericano ni con el guiño de las calificadoras de riesgo. Tras haber mantenido un cierto romance con el equipo de Roque Fernández y una actitud equidistante con José Luis Machinea, Standard & Poor’se y Moody’s le advirtieron a Marx, eterno secretario de Finanzas, que, si la Argentina forzaba a los inversores a canjear sus bonos, se verían obligadas a colocar la calificación del país apenas un peldaño por encima del default.
Los analistas del JP Morgan que habían elaborado la propuesta rechazada por Machinea se mudaron al CSFB que comandaba el ex subsecretario del Tesoro David Mulford en busca de negocios más jugosos y, en abril de 2001, lograron convencer al flamante ministro de las bondades del “megacanje”, cuando el riesgo país ya rondaba los mil puntos básicos sobre el rendimiento de los bonos del Tesoro de los Estados Unidos.
El gobierno de la Alianza inauguró su gestión con un riesgo de 586 puntos básicos. Un año más tarde, a pesar del blindaje, la sobretasa llegó a 803 puntos básicos y, en marzo de 2001, cuando la Argentina cambiaba dos veces de ministro de Economía en menos de un mes, se estiró hasta los 850 puntos básicos.
“Ya habíamos raspado muchas ollas, muchas más que las deseadas”, confesaría uno de los tantos funcionarios del equipo económico desencantados con el modelo 2001 de Domingo Cavallo
Con estas amenazantes nubes sobre su cabeza, Cavallo negoció con Mulford la postergación de los vencimientos más importantes de la deuda por un quinquenio, hasta que declinaran los pagos que el Estado debía realizar por las jubilaciones como resultado de la reforma previsional.
Liendo le advirtió a Cavallo que, para que este canje tuviera éxito, requería del apoyo explícito del peronismo. Pero cuando el jefe de gabinete, Chrystian Colombo, intentó negociarlo, entendió que, luego de haber perdido a su vicepresidente, De la Rúa no estaba dispuesto a forjar nuevas alianzas. En realidad, a 17 meses de haber asumido el gobierno, el presidente ya no sabía qué rumbo debía tomar.
La tasa resultó del 16% y fue muy cuestionada en términos técnicos y políticos. Con la guardia en alto, Cavallo se enojó. “No podemos pensar en esos términos, porque estamos evitando un mal intolerable que era el default”, afirmó, seis meses antes de que se produjera efectivamente la cesación de pagos.
Liendo le advirtió a Cavallo que, para que este canje tuviera éxito, requería del apoyo explícito del peronismo
Después de tomarse un pequeño descanso en las semanas posteriores al “megacanje”, en agosto de 2001 el riesgo país se ubicó en 1.500 puntos básicos, frente a 1.000 de Brasil y a 350 de México.
El spread argentino treparía a 1.843 el 15 de octubre (cerca del nivel actual) y a 2.664 un mes después. A esta altura del año, el seguimiento del índice de riesgo país ya había dejado de ser un objeto de análisis exclusivo de los economistas, para transformarse en un termómetro social tan trascendente como resultó el precio del dólar en los ‘80.
Para completar el cuadro de desastre, las calificadoras Moody’s y Standard & Poor’s cumplieron con su amenaza al reducir la calificación de la deuda argentina de B2 a B3 y de B a B-, respectivamente, cada vez más lejos del grado de inversión soñado por De la Rúa.
El spread argentino treparía a 1.843 el 15 de octubre (cerca del nivel actual) y a 2.664 un mes después
El panorama no podía ser más desolador para el ministro de Economía, ya que los mercados comenzaban a ganarle la pulseada en forma irreversible luego de protestar por el descontrol fiscal, la renuncia de Pedro Pou y por los intentos de ampliar la convertibilidad con la incorporación del euro.
“Ya habíamos raspado muchas ollas, muchas más que las deseadas”, confesaría uno de los tantos funcionarios del equipo económico desencantados con el modelo 2001 de Domingo Cavallo, que tuvo que terminar su gestión con el corralito y sin el apoyo de nadie: el FMI ya había decidido no hacer más desembolsos y el radicalismo quería, de la mano de Raúl Alfonsín, que el presidente dejara el poder. El abismo había llegado y nadie había hecho nada para evitarlo.
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