La historia del dinero y los medios que la humanidad ha usado para intercambiar bienes y servicios es reducto de historiadores capaces de relacionar hechos y fenómenos a menudo espacial y temporalmente distantes. Uno de ellos, el italiano Carlo Cipolla cuenta esa evolución desde el “denario” de Carlomagno, a fines del siglo VIII, hasta el “Real de a Ocho” de plata español acuñado en Toledo a fines del siglo XVI y origen del dólar, la obsesión argentina ya entrada la tercera década del siglo XXI.
El uso del metal –principalmente, oro y plata- llevó a que las monedas valieran por su peso, origen de denominaciones que perviven en la Argentina, México, Gran Bretaña (la “libra”, pound, es una medida de peso). Incluso Italia retuvo, hasta la creación del euro, la lira, cuya denominación nació como ligera variación de la libra británica. En el caso del dólar, su nombre se remonta al descubrimiento de yacimientos de plata en Joachimstahl (“Valle de Joaquín”, en alemán), a mediados del siglo XVI. Los príncipes del lugar acuñaron monedas que tomaron, abreviado, el nombre del lugar. De Tahl derivó “Tahler”, que pasó al español como “Tálero”.
Medio siglo después, cuando los españoles descubrieron los yacimientos de plata en México y Perú, la Corona decidió acuñar piezas de plata que fueran múltiplos del hasta entonces extendido real, o moneda del rey, y que igualara en peso al “tálero” alemán.
Nació así el “real de a Ocho”, primera moneda mundial, según Cipolla, muy usada en América. Por su parecido con el “tálero” alemán, los habitantes de las colonias del norte anglificaron su nombre y llamaron “dólar” a lo que los españoles llamaban ya coloquialmente “duro”. Luego, tras la rebelión e independencia de Londres, lo adoptaron como moneda oficial y en 1792 la Casa de la Moneda creó el “dólar de EEUU” y adoptó el signo $, manteniendo su valor en metal.
Desde el primer gobierno patrio y la independencia,, durante más de un siglo los argentinos no tuvieron ninguna “obsesión” con el dólar o cualquier otra moneda extranjera, pues gozaban de estabilidad monetaria. Según el estudio “200 años de economía argentina”, de Orlando Ferreres, entre 1810 y 1940 el país tuvo una sola década de inflación anual promedio de dos dígitos: 1831-40, cuando fue del 16 por ciento.
Ya en el siglo XX, la inflación era bajísima: 1,8% anual promedio en la primera década, 7,5% en la segunda, - 3,3% en la tercera, - 0,2% en la cuarta, estas dos últimas afectadas por la crisis iniciada en 1929. La cosa empezó a desmadrarse en los 40s, cuando la inflación promedió 13% y saltó en los 50s al 30% anual.
Las reservas de divisas acumuladas durante la segunda guerra menguaban y el dólar empezó a ser visto como una moneda con mayor retención de valor. En 1948, el presidente Juan Domingo Perón dijo en un discurso a la multitud: “dicen algunos traficantes que no tenemos dólares. Yo les pregunto a ustedes, ¿han visto alguna vez un dólar?”. Pero a principios de 1952, cuando la inflación desbordó el 50% anual, decidió enfrentarla con el muy ortodoxo “plan Gómez Morales”, que la historiografía peronista prefiere olvidar,
El promedio de inflación bajó a 21,6% anual en los 60s, pero se desmadró después: 141,6% en los 70s, 789% en los 80s, 21,4% promedio en los 90s (aunque se estabilizó desde mediados de 1991, con la convertibilidad uno-a-uno entre el peso y el dólar), 12,9%, pero acelerando y adulterando cifras, en la primera década de este siglo. Y cada vez más desde entonces: en sus primeros 22 meses los sucesivos gobiernos acumularon una inflación de 52,8% (segundo de Cristina Kirchner), 70,1% (Mauricio Macri) y 93% (Alberto Fernández). Con el dato de octubre, la actual gestión acumuló 99,8% en 23 meses.
Moneda e hidráulica
Algunos conceptos de la economía monetaria, de llamativo parecido con los de la ingeniería hidráulica, sirven para arrimar la cuestión. Palabras como “liquidez”, “flujo”, “canales” (de crédito, monetarios, cambiarios), “inyección” o “velocidad de circulación” describen sistemas cuya dinámica tiende a la nivelación.
En hidráulica, el nivelador es el agua, por su tendencia a colarse en todos lados hasta alcanzar un equilibrio que, salvo para sistemas aislados, es “el nivel del mar”. En los sistemas monetarios, el “nivel del mar” es el de la moneda más fiable, aquella en que los agentes pueden, de modo razonable, comparar precios, decidir consumos y mantener sus ahorros. En la Argentina, desde hace décadas, esa moneda es el dólar. El peso argentino tiene, por su condición legal, curso forzoso y preserva la función de “medio de cambio”, pero perdió en parte la de “unidad de cuenta” (¿alguien piensa en pesos el valor de una propiedad?) y totalmente la de “reserva de valor”
No es una tara cultural, sino la consecuencia de décadas de erosión de la moneda propia. Los cepos y controles cambiarios, aunque cada vez más estrechos, son diques de madera buscando represar cientos de miles de millones de pesos que buscan el “nivel del mar” del dólar.
Tampoco se trata, como argumentan algunos voceros del gobierno, de que “faltan dólares”. De hecho, como precisó recientemente el economista Nicolás Gadano, los argentinos detentan unos USD 200.000 millones, el 10% de los dólares en circulación en el mundo, a razón de USD 4.400 por habitante, contra USD 3.081 en EEUU. El reparto, claro está, no es parejo. Pero más desequilibrado aún es que sobran en el sector privado y faltan en el sector público (Tesoro y Banco Central), por lo que siempre está latente el temor a un manotazo.
Desechar hábitos, motivos y temores es pura hipocresía. En noviembre de 2011, a poco de instaurar el “cepo al dólar” días después de ser reelecta con el 54% de los votos, Cristina Kirchner condenó por enésima vez la tenencia de dólares y la entonces titular del BCRA, Mercedes Marcó del Pont, dio una charla ante los “intelectuales” de Carta Abierta explicando que la demanda de dólares era una perversa manía de ricos, especuladores y egoístas.
Por esos mismos días se conocía, en base a las DDJJ a la Oficina Anticorrupción, que diez miembros del gobierno de entonces (la propia presidente, su vice, Amado Boudou, los ministros Julio De Vido, Julio Alak, Carlos Tomada y Héctor Timerman, los número uno y dos de la SIDE, Héctor Icazuriaga y Francisco Larcher, el titular de la AFIP, Ricardo Echegaray, y el de Aerolíneas Argentinas, Mariano Recalde); tenían en conjunto USD 4.520.000 de su riqueza en dólares, a razón de USD 452.000 por cabeza. Asumiendo que 1% de la población ahorrara una suma similar y nadie del 99% restante tuviera un solo dólar (en el banco, en el colchón o en el exterior), hacían falta USD 180.000 millones para enjugar tanto ahorro en dólares.
Tampoco se trata de dar falsas seguridades. Frases como el “¿han visto alguna vez un dólar?” de Perón, “el que apuesta al dólar pierde” (Lorenzo Sigaut, sucesor de Martínez de Hoz, antes de aplicar dos devaluaciones del 30% cada una), “les hablé con el corazón y me respondieron con el bolsillo” (Juan Carlos Pugliese, devaluación e hiperinflación de 1989), o “el que depositó dólares recibirá dólares” (Eduardo Duhalde, tras la devaluación de 2002) quedaron en la historia como una burla (involuntaria, pero burla al fin) a la población.
Pasada la elección, más que seguir repitiendo que no habrá devaluación (es obvio que no puede decir lo contrario), Martín Guzmán debería presentar un programa y explicar claramente cómo piensa detener el proceso inflacionario, en vez de dejar el tema en manos de Roberto Feletti. Sería la mejor forma de -como le gusta decir- “tranquilizar la economía”.
La Argentina ha tenido cinco monedas diferentes desde 1881 y la actualmente vigente perdió en los últimos 20 años el 99,5% de su valor. El problema no es que falten dólares, sino que falta una moneda propia de verdad.
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