El 24 de diciembre de 1971 partió del Aeropuerto Internacional de Lima el vuelo comercial 508 de LANSA -una aerolínea peruana que ya no existe, con destino a Pucallpa, otra ciudad del Perú.
El vuelo sería llevado a cabo por un avión turbohélice Electra L-188A, de Lockheed. En el asiento 19F, junto a la ventanilla, viajaba Juliane Koepcke junto a su madre. Juliane había nacido en Lima el 10 de octubre de 1954, tenía solo 17 años. Sus padres, dos zoólogos alemanes, se habían instalados en Perú para estudiar la fauna salvaje del país. María, la madre, era una ornitóloga reconocida. El padre, Hans-Wilhelm Koepcke, un zoólogo de renombre mundial.
Las figuras de los progenitores de Juliane son centrales en esta historia, pues tuvieron mucho que ver en que la joven de 17 años sobreviviera a una de las situaciones más desafiantes que puede enfrentar un ser humano, una de vida o muerte.
Juliane se había graduado de la escuela secundaria días antes del viaje. Al igual que sus padres, pensaba en seguir estudios de zoología. Mientras ella finalizaba sus estudios en Lima, Maria y Hans-Wilhelm trabajaban en un puesto de investigación en el corazón de la selva Amazónica.
El día anterior al vuelo, María había ido hasta Lima para encontrarse con su hija. Ambas viajarían en avión para encontrarse con Hans y celebrar las fiestas en familia.
Aquel 24 de diciembre el aeropuerto estaba repleto de gente. Madre e hija estaban contentas de tomar el vuelo antes de la Navidad, pero tenían sentimientos encontrados. LANSA había registrado dos accidentes fatales en los años 1966 y 1970. Además, a María no le gustaba volar; era una situación que la ponía nerviosa.
Cuando se presentaron en el mostrador les informaron que el vuelo estaba atrasado. Sin más explicaciones ni preguntas, madre e hija se sentaron a esperar. Poco después vieron aproximarse por la pista un turbohélice Electra. El avión estaba listo y los pasajeros comenzaron a subir para despegar rumbo a Pucallpa.
El vuelo tendría una duración de una hora. Juliane eligió el asiento 19F porque le gustaba viajar al lado de la ventana y observar el paisaje aéreo y terrestre. El viaje fue de lo más normal durante la primera media hora, en la que las azafatas sirvieron sándwiches y bebidas. Pero pasados 30 minutos el ambiente comenzó a ponerse raro. Las nubes eran cada vez más oscuras y el avión comenzó a sufrir pequeñas turbulencias, que se hicieron cada vez más bruscas.
El avión volaba a unos 6.400 metros cuando se encontró con un área de tormentas eléctricas y turbulencias fuertes. Los comandantes decidieron seguir su rumbo, a pesar del peligro que se avecinaba, aparentemente debido a la presión de cumplir con el calendario de vacaciones.
Según la Torre de Control y los informes posteriores al accidente, alrededor de las 12:36 horas un rayo incendió el tanque de combustible en el ala derecha del avión. Normalmente, un avión no debería verse afectado por un rayo, pero el Electra no estaba diseñado para volar con turbulencias severas debido a que sus alas eran extremadamente rígidas.
Lo más probable es que en el instante en que el rayo impactó a la aeronave, ésta se desintegrase. Los restos del avión, los pasajeros y la tripulación se esparcieron por la selva amazónica. Este es el peor accidente aéreo con un rayo involucrado.
Luego de varios días de búsqueda, las autoridades peruanas anunciaron la muerte de todos los viajeros, un total de 92 personas, incluidos 86 pasajeros y 6 integrantes de la tripulación. El Electra de la catástrofe fue el último avión de LANSA ya que la empresa perdió el permiso para volar unas semanas después de la tragedia.
Sin embargo, por la alta dificultad que significaba rescatar todos los cuerpos que habrían sido despedidos desde una altura de 3.000 metros -altitud a la cual se cree que el avión se rompió en miles de pedazos- el anuncio se realizó sin haber encontrado a la totalidad de los fallecidos.
Sobrevivir de una caída al vacío
Si volvemos a situarnos en el avión, en el momento en que Juliane y María estaban comiendo el sándwich ya había transcurrido una media hora de vuelo y justo allí el avión comenzó a entrar en la tormenta. A medida que el cielo se ennegrecía las turbulencias aumentaban su fuerza y comenzaban a verse relámpagos que iluminaban el interior desde las ventanillas.
En ese momento la gente empezó a reaccionar y, como en una película, comenzaron a escucharse gritos desesperados mientras los relámpagos no cesaban de verse alrededor del avión. “Entonces vi una luz brillante en el ala derecha” contó Juliane en una entrevista. “El rayo impactó el motor, pero el ala no explotó. Mi madre me dijo: ‘Es el final’. Después de eso, todo fue muy tranquilo”.
“El avión se partió en dos delante de mí y al instante estaba todo tranquilo, increíblemente tranquilo comparado con instantes atrás. Sólo podía escuchar el viento en mis oídos y todavía seguía atada a mi asiento -continuó relatando la sobreviviente- mi madre y el hombre que estaba sentado en el pasillo habían sido expulsados de sus asientos. Estaba en caída libre, veía el bosque debajo de mí cada vez más cerca. Luego, perdí el conocimiento”.
A la mañana siguiente Juliane se despertó aturdida. Miró su reloj de pulsera que aún funcionaba y marcaba las 9:00 horas. La conmoción cerebral más el shock traumático sólo le permitían saber algo: había sobrevivido a un accidente aéreo.
Ya han pasado más de 50 años del hecho y todavía no se encuentran factores exactos que expliquen cómo sobrevivió Juliane, una serie de acontecimientos afortunados permitieron que fuese la única sobreviviente de la tragedia del vuelo 508 de LANSA.
Juliane había sobrevivido a una caída de miles de metros pero su calvario estaba lejos de haber terminado. Se encontraba en medio del Amazonas, en una zona alejada de toda civilización. Durante las siguientes 19 horas Juliane recobró y perdió la conciencia en varias ocasiones, y en algún momento que ella misma no recuerda logró salirse de su asiento y meterse debajo de este, quizás, ha razonado con los años, para protegerse de las intensas lluvias de aquellos días.
Sobrevivir en el Amazonas
Pasadas esas horas Juliane, un poco más consciente, miró la hora e hizo un balance de la situación: estaba tirada en el suelo, vestida con un vestido sin mangas, le faltaba una de sus sandalias y había perdido sus lentes. Además tenía una clavícula rota, una herida profunda en la pantorrilla, un ojo inflamado que no le permitía ver bien, una vértebra estirada en el cuello, un brazo fisurado y varias lastimaduras en brazos y piernas.
De repente la adolescente recordó a su madre y comenzó a llamarla a gritos. No obtuvo respuesta alguna. Un día entero estuvo buscándola hasta darse cuenta de que estaba completamente sola.
Esa primera noche fue clave para los días que siguieron. Juliane recordó el consejo de su padre: “Si alguna vez te perdés en la selva, tenés que buscar una corriente de agua y seguirla”. La joven sabía que el más mínimo curso de agua la conduciría hacia un arroyo, luego a un río. Y que así encontraría ayuda.
Cuando dio con un arroyo, comenzó a seguirlo. En ocasiones, caminaba y por momentos debía meterse en el agua para poder avanzar. En el cuarto día de su travesía para sobrevivir, Juliane encontró restos del avión, tres butacas con sus pasajeros aún atados. Se acercó temerosa, creyendo que una de las pasajeras podría ser su madre, pero era otra persona. Al ver que ninguna de los 3 estaba con vida continuó su camino.
“Me fue fácil huir porque no encontré ningún superviviente en el lugar del accidente. Si hubiera encontrado a alguien que estaba herido, entonces probablemente me hubiera quedado y eso hubiera significado la muerte para los dos”, relató Juliane.
Entre los pasajeros fallecidos encontró una bolsa con caramelos y golosinas que fueron su única fuente de alimento durante el resto de sus días en la selva. En ese momento Juliane vio aviones y helicópteros de rescate pero sus intentos de llamar la atención fueron en vano.
“El primer hombre que vi parecía un ángel”
El accidente del vuelo 508 dio lugar a la búsqueda más importante en la historia de Perú; sin embargo, debido a la densidad del Amazonas los rescatistas no pudieron detectar todos los restos de la aeronave ni localizar a todas las víctimas. Después de un tiempo, Juliane dejó de escuchar los aviones y helicópteros y se dio cuenta de que había sido dada por muerta.
Juliane sabía que las serpientes se camuflaban debajo de las hojas secas, por ello, a medida que avanzaba iba lanzando su única sandalia hacia adelante en busca de detectar víboras peligrosas. Sin embargo, esta no era la única amenaza, los ruidos que escuchaba desde que cobró conciencia revelaron su origen.
Se trataba de buitres rey, una especie de ave carroñera que ella supo reconocer tras el año y medio que había vivido en la estación de investigación junto a sus padres antes de acudir a la escuela en Lima. Este tipo de aves sólo aterrizan cuando hay carroña alrededor, por lo que la joven pensó que se estaban comiendo los restos de otros pasajeros o estaban esperando que ella desfalleciera.
Juliane estaba en una situación tan extrema que no hacía caso a sus heridas y continuaba a paso lento pero firme su camino siguiendo la corriente del agua. La única herida que le preocupaba, según recuerda, era una que estaba ubicada en la parte superior de su brazo. No era una herida grande ni muy grave, pero las moscas habían depositado sus huevos allí y los gusanos se incubaron debajo de su piel. Ante el miedo de una posible amputación pensó: “Tengo que hacer algo al respecto, tengo que sacarme estos gusanos del brazo”.
Pero esta tarea no era nada sencilla, intentó hacerlo con un anillo que estaba abierto de un lado, presionando la piel pero el agujero era muy profundo, intentó con una rama pero tampoco tuvo éxito y continuó su camino.
En el noveno día desde el accidente Juliane vio el primer signo humano, un bote. Creyó estar alucinando pero al acercarse lo pudo tocar y se dio cuenta de que era real. Al lado, descubrió un camino que la condujo hasta una cabaña, vacía en ese momento, pero donde encontró un motor fuera de borda y un poco de combustible diesel en un contenedor.
En ese momento recordó que en una ocasión su padre había desinfectado una herida con gusanos a un perro vertiendo en ella un poco de queroseno. Con un tubo extrajo un poco de diesel e hizo lo propio con su herida. Si bien el método fue muy doloroso, también fue efectivo y logró que una buena parte de los gusanos saliesen a la superficie. Más aliviada, decidió descansar en esa cabaña. Esa noche pensó que en aquella selva terminaría su vida. Pero al rato escuchó voces.
En un principio Juliane no sabía si estaba alucinando producto de la deshidratación, el hambre, el cansancio y su crítico estado de salud. Sin embargo, las voces eran reales. Se trataba de tres misioneros peruanos que vivían en aquella cabaña.
“El primer hombre que vi parecía un ángel”, diría Juliane. Pero cuando ellos salieron del bosque y la vieron no sabían qué pensar. “Cuando me vieron estaban bastante asustados. En esta zona creen en todo tipo de fantasmas, y al principio pensaron que yo era uno de esos espíritus de agua llamados Yemanjá. Son rubias, supuestamente. Así que eso fue lo primero que pasó por sus mentes, como me dijeron más tarde”, contó.
Luego que Juliane les explicó su situación, los misioneros actuaron rápidamente, la alimentaron y sanaron sus heridas como pudieron. Después, la llevaron río abajo en un viaje de unas 7 horas en bote hasta un pueblo que tenía un pequeño hospital.
Allí, un piloto que sabía de la tragedia la llevó a reunirse con su padre en el mismo puesto de investigación en el Amazonas al cual se dirigía con su madre hacía 10 días para pasar la Navidad en familia.
Semanas más tarde, Juliane ayudó a localizar los restos del avión y los cuerpos de los pasajeros y tripulantes. El 12 de enero hallaron el cuerpo de su madre que, al igual que Juliane, habría sobrevivido a la caída, pero a causa de sus heridas no pudo moverse y habría fallecido pocos días después. El destino era diabólico, pensaba Juliane, si hubiese encontrado a su madre viva probablemente ambas hubiesen muerto en el Amazonas.
Juliane Koepcke desarrolló un profundo miedo a volar y durante muchos años sufrió recurrentes pesadillas sobre la tragedia. Posteriormente se graduó en biología en la Universidad de Kiel, en Alemania y recibió su doctorado.
Fue recién en 1998, 27 años después de la tragedia, que volvió al Amazonas. Lo hizo acompañada del cineasta alemán Werner Herzog para filmar el documental “Wings of hope” que cuenta y revive su increíble historia. Durante su vuelo con el director, Juliane tuvo el valor de volver a sentarse una vez más en la butaca 19F.
Aquella experiencia, dijo, fue terapéutica. Era la primera vez que se forzaba a sí misma a volver al lugar del accidente y, de cierta forma, tener una sensación de cierre que jamás había logrado. En 2011 escribió sus memorias sobre su increíble experiencia de supervivencia en un libro titulado Cuando caí del cielo.
Juliane es hoy una zoóloga especializada en el estudio de los mamíferos y trabaja como bibliotecaria en la Colección zoológica del Estado de Baviera, en Munich.
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