Bajar la espuma tras la crisis sanitaria
Cuando nos preguntamos qué hay que hacer de acá en adelante, surgen distintas respuestas en función del plazo de análisis. En el muy corto plazo se debe bajar la espuma, es decir, salir de la crisis sanitaria evitando saltos de precios, de salarios y de algunas variables que generan dinámicas complejas a futuro, en particular la emisión monetaria. El camino hacia adelante debe plantear un esquema que permita bajar la tasa de inflación en forma permanente hasta llegar al rango de un dígito en cinco años, a partir de 2021. En un plazo aún más largo, hay que pensar en un enfoque que evite volver a caer nuevamente en una crisis como las que vivimos tantas veces en el pasado.
A partir de esto, conviene discutir inicialmente sobre la dinámica posible y los esquemas de políticas requeridos a partir de este nuevo estadio planteado por la pandemia. En ese sentido, estamos transitando un sendero que trae aparejado un nuevo conjunto de desafíos que son difíciles de resolver. Si bien resulta necesaria la corrección de los desequilibrios fiscal y externo es preciso que no generen senderos inestables para el nivel de actividad, la inflación y la deuda.
En el muy corto plazo se debe bajar la espuma, es decir, salir de la crisis sanitaria evitando saltos de precios, de salarios y de algunas variables que generan dinámicas complejas a futuro, en particular la emisión monetaria
Más específicamente, la transparencia cambiaria y tarifaria trae beneficios en tanto evita entrar en trayectorias de atraso que en un futuro terminarían en crisis. Pero también contiene riesgos y costos que la política pública debe administrar. En particular, en materia de precios de servicios se advierte la necesidad de plantear un sendero relacionado a la capacidad de pago de los usuarios.
Los beneficios son los siguientes: por un lado, tenemos la ventaja de mejorar el perfil de las cuentas fiscales, evitando subas aceleradas de la deuda pública. Por otro lado, un tipo de cambio competitivo permite una mejora de las cuentas externas: genera mayores ingresos de dólares por exportaciones e incentiva la sustitución de importaciones. Con ello se reduce la probabilidad de una crisis de balance de pagos. Así, la mejora de las cuentas fiscales y de las cuentas externas es el principal beneficio de la corrección de precios relativos.
¿Cuáles son sus riesgos? Varios de ellos los conocemos de primera mano, aunque haremos foco en tres. Primero, la suba acelerada de las tarifas y del tipo de cambio puede dar lugar a una nueva estructura contractual y de comportamientos en la cual la economía se “acostumbra” a tasas de inflación más altas que las previas. En este caso, los shocks inflacionarios tienen efectos no solo transitorios sino también permanentes. Segundo, la mayor frugalidad fiscal implica al final del día una menor demanda del mercado de bienes, lo que pronuncia el impacto negativo de la devaluación sobre el gasto privado. Desde las experiencias de las últimas décadas, la caída pronunciada debida a que tanto el sector público como el sector privado están contrayendo el gasto se conoce como sobreajuste (overkill). El tercer riesgo se asocia con la fragilización de la situación financiera de áreas clave de la economía en particular, el sector público y el sector bancario. Este riesgo no se relaciona con el ajuste tarifario sino con los saltos bruscos en el valor de la divisa, que en el caso del sector público siempre derivan en una crisis de deuda soberana. En el caso del sector bancario puede incumplir con sus depositantes y en una situación extrema derivar en una crisis bancaria.
Si bien resulta necesaria la corrección de los desequilibrios fiscal y externo es preciso que no generen senderos inestables para el nivel de actividad, la inflación y la deuda
Estos tres factores de riesgo pueden alterar el sendero predeterminado para la corrección de precios relativos. Si se está cerca de entrar en un régimen de alta inflación, es aconsejable hacer más gradual el ajuste cambiario y tarifario. Igualmente, si el costo interno de la corrección de los desequilibrios es muy alto en términos económicos, tal vez sea conveniente hacer un plan más pausado de ajuste de los precios relativos. Por último, si la hoja de balance del sector público o de los bancos entra en un sendero de insolvencia o de iliquidez, conviene moderar la corrección cambiaria, pero, a pedido de los acreedores externos, acelerar la consolidación fiscal. Por lo tanto, en referencia a la corrección de los precios relativos, los beneficios y los costos no van por carriles separados, sino que operan en un esquema de interacción entre cada una de las variables mencionadas. En suma, el ajuste de precios relativos va a avanzar en la medida que no desestabilice severamente a la macroeconomía, esto es, que no implique un cambio en el régimen inflacionario que nos acerque a la hiperinflación, que no sobreajuste a la economía y que no genere crisis financieras.
Los beneficios de un plan de estabilización van más allá. Una inflación acelerada, por ejemplo, puede mejorar las cuentas fiscales por la vía de aumento de la recaudación tributaria y la recolección del impuesto inflacionario, de manera de hacer más gradual el ajuste tarifario. Sin embargo, en el marco en que una porción importante del gasto se rige por algún tipo de indexación a la inflación pasada, el resultado puede no ser tan positivo como se piensa. También impacta en el sendero de corrección del frente externo: si su fuente es la suba del tipo de cambio (y, más en general, el precio de los bienes comerciables internacionalmente), se ganará competitividad; pero si la suba se relaciona con una aceleración inflacionaria en los sectores de servicios, entonces se habrá perdido competitividad externa.
Si la economía entra en un sobreajuste, ello va a empeorar las cuentas fiscales: por un lado, desacelera la caída en la recaudación y, por otro, porque se demandará más gasto público de contención (política anticíclica). Pero la recesión mejora las cuentas externas porque al contraer la demanda se reducen también las importaciones y, por lo tanto, la economía se mueve hacia un superávit comercial más alto. Una mayor fragilidad financiera, por último, puede tener un fuerte efecto en el sendero de consolidación fiscal, ya que frente a un problema de deuda soberana los acreedores suelen demandar una corrección aún más acelerada. Una mayor fragilidad financiera tiene un efecto ambivalente sobre el sendero de corrección del desequilibrio externo: obliga a la autoridad monetaria a ralentizar la suba del dólar, pero al mismo tiempo dispara dinámicas de cambios de cartera de los acreedores externos a través de venta de títulos argentinos y posterior salida de divisas. Todo esto desemboca en subas abruptas del tipo de cambio.
Dado el presente contexto de un fuerte impulso monetario para sostener la demanda durante la pandemia, nos enfrentamos en 2021 a un riesgo prioritario: la espiralización de la inflación. Cuando se observa su recorrido se advierte que, a partir del salto cambiario, desde la mitad de 2018 se aceleró marcadamente y duplicó los registros previos a aquel momento. ¿Hemos entrado en un nuevo régimen inflacionario? Por ahora no: la tasa de inflación se acelera frente a un shock en la moneda, pero luego se desacelera en los meses donde no hay sorpresas.
Si la hoja de balance del sector público o de los bancos entra en un sendero de insolvencia o de iliquidez, conviene moderar la corrección cambiaria, pero, a pedido de los acreedores externos, acelerar la consolidación fiscal
Dicho esto, hay tres factores que deben llamar la atención de aquí en adelante. Primero, que la inflación núcleo —es decir, aquella que no computa ni ítems de naturaleza estacional ni los precios regulados— se movió en el pasado en registros muy por debajo de la inflación minorista, particularmente en los períodos de sorpresas inflacionarias. Esto da una idea de que los saltos cambiarios y tarifarios no impactan únicamente en los sectores más relacionados —por ejemplo, transporte o alimentos—, sino en buena parte del sector productivo. Segundo, si bien la inflación revierte luego de cada sorpresa, este fenómeno es parcial: difícilmente se retorna a los registros previos. No es casual entonces que la recurrencia de shocks desde mediados de 2018 haya borrado toda posibilidad de que en algún mes sin sorpresas la inflación mensual fuera menor al 2%, algo que era usual en los meses previos, salvo durante la cuarentena. Tercero, una emisión monetaria de la magnitud realizada durante la crisis sanitaria, en un contexto de una demanda de dinero débil, nos enfrenta a la posibilidad de huida del peso si no se plantea un sendero claro para las principales variables, brindando así un horizonte de certidumbre y confianza. Si esos pesos no terminan depositados en los bancos o recomprados por la autoridad monetaria, o si no surge demanda de dinero de otras entidades públicas, se alimentará a la inflación, principalmente por la vía de una mayor presión sobre el tipo de cambio.
Pasemos ahora al segundo riesgo: el impacto en el nivel de actividad. Lo primero que se observa es que la economía está en crisis. Los efectos más pronunciados se dan en el consumo. Buena parte de la corrección se vincula con modificar la relación entre el ingreso de la economía y su nivel de gasto. Estamos en presencia de una fuerte reducción del gasto de los argentinos, incluso mayor a la caída de los ingresos. En el escenario actual, se espera hacia adelante que reaccione muy lentamente, de manera que los sectores productivos asociados al consumo que han sufrido severamente esta crisis —al igual que los que allí trabajan— tengan una recuperación que demande un mayor impulso. Esta contracción del nivel de actividad —y el fuerte impacto en el bienestar, debido a que el consumo cae más que proporcionalmente— está detrás del aumento en la tasa de pobreza, que pasó de 25% en el segundo semestre de 2017 a cerca de 40% en la actualidad.
Por último, nos encontramos frente al problema de la fragilidad financiera. Aquí lo primero que se observa es que no aparece un problema severo en la hoja de balance de los bancos. Si bien es cierto que los depósitos en dólares se derrumbaron, ello no afectó al patrimonio de las entidades financiera, debido a que del lado de los activos tienen pocos prestamos en divisas. Si los depósitos en dólares siguen cayendo, el panorama será más sombrío, aunque es prácticamente imposible revivir lo ocurrido en 2001 o en 1981, ya que nuestro sistema financiero se curó en salud a través de regulaciones que se establecieran en nuestra gestión al frente del BCRA. De hecho, se sobrecumple con lo que se conoce como Normas de Basilea III (los más altos estándares internacionales), y no se presenta un descalce de monedas. En efecto, los bancos, a diferencia del pasado, solo prestaron en moneda extranjera a aquellos con capacidad de repago en dólares. Incluso luego de una muy importante caída de los depósitos privados en dólares (-42,7% entre julio y noviembre de 2019), los ratios de liquidez se sostuvieron elevados.
En materia de deuda se ha decidido abordar su complejidad con la expectativa de generar una solución sustentable en el tiempo. Con un alto porcentaje de las obligaciones nominadas en moneda extranjera, las sucesivas devaluaciones incrementaron la relación entre la deuda pública y nuestra producción: de 56% a fines de 2017 a casi 95% a fines de 2019. En este caso, no se trata de los niveles observados en la crisis de 2001 (160%) o durante la hiperinflación de 1989 (120%).
Hace falta una estrategia de política económica que atienda a los dos objetivos principales: el primero es lograr la normalización de los precios y el segundo es moderar sus riesgos
La fragilidad soberana tiene otros condimentos que la diferencian del pasado. Ello se debe a varias razones, siendo la más obvia el fuerte peso de otras agencias del sector público del lado de los acreedores. De esta forma, la deuda con privados externos representa un 40% del total. Grosso modo, otro 20% está en manos de organismos multilaterales como el FMI, la CAF o el Banco Mundial, y el 40% restante en la cartera de otras agencias del sector público (principalmente en el Fondo de Garantía de Sustentabilidad de la ANSES). Si se toma la deuda pública neta de operaciones intrasector público, entonces el ratio de deuda pública sobre PIB se encuentra cerca del 60%, un valor que, si bien es alto, no se asocia a situaciones de default como las que la Argentina vivió en el pasado.
Las dificultades se relacionan más con problemas de liquidez que de solvencia. Esto es, hay mucha incertidumbre sobre el cumplimiento de los vencimientos de capital e intereses en el corto plazo, en particular, dada la fuerte caída en el stock de reservas en poder del Banco Central. De hecho, el total de obligaciones en divisas con el sector privado para 2020 se encuentra en valores similares al stock de reservas brutas del Banco Central; si se toma como indicador las reservas líquidas, esto es, descontando entre otras cosas el swap con China, la situación es aún más apremiante (los dólares en poder del Banco Central cubrirían apenas la mitad de los vencimientos). Una vez resueltos los vencimientos con los acreedores privados, el otro foco de tensión a enfrentar será con los vencimientos del FMI.
Si se toma la deuda pública neta de operaciones intrasector público, entonces el ratio de deuda pública sobre PIB se encuentra cerca del 60%, un valor que, si bien es alto, no se asocia a situaciones de default como las que la Argentina vivió en el pasado
En conclusión, cuando se analiza lo ocurrido hasta ahora en este estrecho sendero de estabilización y corrección de precios relativos, aparecen algunas conclusiones que vale la pena remarcar para proyectar el futuro. Por un lado, se observan importantes avances en el balance externo (aunque con bases endebles) a situaciones similares a las observadas en otros países de la región, con los matices que comentamos antes. Con respecto a los riesgos, en las tres dimensiones analizadas contienen factores que serán decisivos y por lo tanto deberán ser incluidos en la estrategia de política monetaria. En el plano de la inflación, los riesgos de un episodio de salto inflacionario y de entrada a un régimen nuevo, con registros permanentes más altos, están a la vuelta de la esquina. En el plano del nivel de actividad, la economía se encuentra en una profunda recesión y la visión de más largo plazo apunta a un producto por habitante sin grandes variaciones. Por su parte, el consumo se encuentra en niveles muy inferiores a los observados en 2017. Por último, la fragilidad financiera y las opciones para despejar la incertidumbre sobre el servicio de la deuda pública tanto con acreedores privados como con organismos internacionales dominarán la agenda del resto del año.
El ingreso hacia un sendero de estabilización
Tras la pandemia, hace falta una estrategia de política económica que atienda a los dos objetivos principales: el primero es lograr la normalización de los precios y el segundo es moderar sus riesgos. Podemos ordenar la discusión sobre ese plan de estabilización en las siguientes dimensiones.
En un primer nivel de análisis, resulta necesario un dispositivo de coordinación que efectivamente pueda administrar a un tiempo todos los factores mencionados, descubriendo las tensiones y los espacios de cooperación que se necesitan para lograr este propósito. Solo a través de la convergencia plurianual hacia un mismo objetivo nominal en la política fiscal, monetaria y de ingresos se logrará la estabilización. Estas variables deberán mostrar un sendero decreciente, simultáneo y compatible entre sí, en un plazo que abarque todo un período de gobierno. El compromiso debe ser efectivo por parte de toda la administración pública, junto con un mecanismo legislativo de rendición de cuentas. A este enfoque será necesario sumarle el sector privado, las empresas y los sindicatos para transitar el mismo sendero de nominalidad.
Al respecto, el nuevo esquema de política macroeconómica debe pensar qué combinación de políticas fiscal, monetaria y salarial de subsidios y financiamiento permite transitar el sendero de estabilización sin que se materialicen riesgos de desvíos. Debe asegurarse lo siguiente:
- Generar una agenda de competitividad para el sector privado.
- Establecer un sendero de sustentabilidad en los subsidios económicos del sector público.
- Evitar la espiralización de la inflación y la entrada a un régimen de alta inflación.
- Atender a las necesidades de los más perjudicados por la crisis: los pobres estructurales y la clase media empobrecida en estos años.
- Evitar una nueva crisis de deuda.
El primer paso entonces es reconocer que las políticas macroeconómicas específicas, como la monetaria y la fiscal, no operan con independencia de las demás, sino que están conectadas y entrelazadas. Por ello, hay que pensar y ejecutar la política en conjunto, de manera que incorpore en forma explícita todas las dimensiones en un mismo esquema, que nos revele las tensiones, las interacciones y los efectos cruzados que existen entre ellas.
La política monetaria, en tanto, impone condiciones: el sesgo de tasa de interés determina los espacios de financiamiento, al igual que los movimientos en el tipo de cambio también pueden afectar la estructura de la deuda
Una situación de déficit fiscal persistente impone condiciones a la política monetaria: demanda recursos para su financiamiento, es decir “monetización del déficit”, como lo ocurrido durante la cuarentena, pero también, más indirectamente, influye en la determinación de variables clave para la autoridad monetaria, como la tasa de interés o el tipo de cambio. La política monetaria, a su vez, impone condiciones a la política fiscal. Como es bien conocido por diversos ejemplos regionales como el de Brasil, la política de tasas de la autoridad monetaria genera impactos en las erogaciones del sector público. Algo similar ocurre con la política cambiaria que decide el Banco Central: suele ser clave no solo en la estructura de ingresos y gastos del sector público, también es determinante en la demanda de recursos para lidiar con las tensiones presupuestarias.
De manera similar están conectadas la política fiscal y la política de endeudamiento, porque el nivel de ingresos y gastos determinan la necesidad de financiamiento del gobierno y, por lo tanto, le impone condiciones a la agencia encargada de administrar la deuda pública. Como contrapartida, la estrategia crediticia suele afectar a la política fiscal, porque su estructura va a determinar los costos financieros y los riesgos de sostenibilidad hacia adelante. Por ejemplo, una estrategia de endeudamiento orientada a minimizar los 50 gastos de corto plazo puede sesgar las obligaciones con los acreedores externos, en particular los organismos multilaterales. Ello disminuye, por cierto, los riesgos de corto plazo, pero aumenta la incertidumbre de mediano y largo plazo, que los mercados pueden trasladar al hoy, presionando a un mayor ajuste de las cuentas fiscales.
Hay que pensar y ejecutar la política en conjunto, de manera que incorpore en forma explícita todas las dimensiones en un mismo esquema, que nos revele las tensiones, las interacciones y los efectos cruzados que existen entre ellas
También hay vínculos entre la política monetaria y la política de deuda, pues puede restringir el margen de acción de cada una. En este caso, si bien el enfoque del Banco Central puede anunciar que tiene un régimen cambiario totalmente flexible, en la práctica deberá contener las subas para evitar un problema de crisis de deuda soberana (de aquí surge el “miedo a flotar” la moneda). La política monetaria, en tanto, impone condiciones: el sesgo de tasa de interés determina los espacios de financiamiento, al igual que los movimientos en el tipo de cambio también pueden afectar la estructura de la deuda.
A todo lo mencionado hay que agregarle un último eje de política macroeconómica: la política salarial. Aquí hay que manejar un delicado equilibrio: los salarios constituyen el principal ingreso para buena parte de la población, y al mismo tiempo se trata de uno de los principales determinantes de los precios en el sector servicios. Resulta claro que el tipo de paritarias que se llevan a cabo, la duración de los convenios y el tipo de cláusulas que se incorporan son clave en este proceso.
Una vez que entendemos los dispositivos institucionales requeridos y la coordinación y convergencia de política macroeconómica que hace falta, resta pasar al tercer nivel de análisis: las políticas específicas.
Primero, la fiscal. Hacia adelante, se requiere la búsqueda de la frugalidad. Al mismo tiempo, hay muy poco espacio político para moverse a un superávit —y menos en medio de una recesión—. ¿Cómo conjugar estos dos objetivos? La respuesta está en la fijación de una regla fiscal de carácter contracíclico: contiene el sesgo hacia el ahorro y permite matizar los impactos de la crisis sobre los más vulnerables. La autoridad fiscal tiene que avanzar también en otros ejes que son clave, como la baja en la rigidez fiscal asociada a la indexación de todas las variables en mano de la administración pública. Es decir que es preciso un presupuesto plurianual, a cuatro años, con la desindexación de todas las variables del gasto público. En particular, será necesario actualizar las partidas presupuestarias con la inflación proyectada para cada período en curso, en un sendero que marque los parámetros de, al menos, todo el mandato presidencial.
La autoridad fiscal tiene que avanzar también en otros ejes que son clave, como la baja en la rigidez fiscal asociada a la indexación de todas las variables en mano de la administración pública
Sobre la política de deuda, ya se han atacado varios frentes, algunos inmediatos y otros de mediano plazo. No hay economía que crezca en el medio de pujas entre acreedores y deudores. Hacia adelante será necesario fomentar la expansión y profundización de los mercados financieros domésticos. Para todo esto se requiere jerarquizar a la agencia a cargo del manejo de la deuda pública, de manera de darle más visibilidad y “voz” frente al resto de las autoridades económicas.
En materia monetaria, un primer eje es que no está dado el contexto para seguir un esquema muy rígido, y menos aún si su objetivo principal es la tasa de inflación de corto plazo. En cambio, se necesita un régimen monetario y cambiario relativamente flexible, que reconozca objetivos múltiples y que no se limite a una regla que luego será de difícil cumplimiento. Ese esquema debería evitar utilizar al dólar como ancla para estabilizar los precios, y debería asegurarse que el tipo de cambio real se mantenga en niveles competitivos. Por último, provisiones para asegurar la estabilidad financiera son clave tanto para desincentivar la entrada de capitales especulativos como para evitar salidas bruscas del sector privado.
Acerca de la política salarial, será clave que su actualización se mueva en sincronía con el resto de las variables nominales. A partir de 2021 será necesario trabajar en recomposiciones basadas en adicionales por productividad y la inflación futura.
El esquema de política macroeconómica de estabilización que aquí presentamos nos permite concentrarnos en el crecimiento sostenido. Responde a las lecciones aprendidas de los países de la región de América Latina que lograron bajar la inflación de manera sostenida y evitar la recurrencia de crisis como las que tiene la Argentina. Allí se implementaron esquemas de política macroeconómica análogos a los aquí planteados, adaptados a la idiosincrasia argentina, y la inflación bajó, lentamente pero sin reversiones de magnitud. Esta vez tenemos la oportunidad de hacer lo correcto y sumarnos a los países que dejaron atrás la alta inflación junto a la erosión del salario y las crisis recurrentes.
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