Entre el 10 de diciembre, cuando Alberto Fernández asumió la presidencia, y el 20 de marzo, cuando se inició la cuarentena para contener la pandemia de coronavirus, la deuda de la Argentina con el FMI disminuyó de USD 43.994 millones a USD 43.048 millones.
No fue nada que hizo o dejó de hacer la gestión del nuevo Gobierno, sino que la pandemia impactó primero en Asia y Europa y fortaleció al dólar respecto del euro, el yuan, el yen y la libra esterlina, divisas con las que integra la canasta que determina el valor del “Derecho Especial de Giro” (DEG), la “moneda” del Fondo. Y como la deuda con el FMI es en DEGs (exactamente, 31.913,7 millones), su valor en dólares disminuyó.
Pero, de igual modo, entre el 20 de marzo y el jueves 6 de agosto, a medida que el virus hizo estragos en EEUU, el dólar se debilitó respecto al resto de las divisas que componen el DEG, y determinó que la deuda con el FMI se elevara al equivalente a USD 45.089 millones, más de USD 1.000 millones que el día que asumió Fernández y de USD 2.000 millones que el primer día de cuarentena.
Escenario para el reperfilamiento de vencimientos con el Fondo
Los datos describen el intrincado mundo geopolítico, económico y financiero con el que el Gobierno deberá lidiar cuando termine de restructurar la deuda de USD 66.000 millones con los acreedores privados. El Fondo no es sólo el principal acreedor: también una burocracia rígida y rigurosa, una estructura gerencial de control y un directorio en el que se sientan 24 directores en representación de 189 países. Sólo 7 de ellos representan pura y exclusivamente a su gobierno y no deben rendir cuentas ante nadie más: EEUU, China, Japón, Alemania, Francia, el Reino Unido y Arabia Saudita, que concentran el 38,8% del poder de voto.
El Fondo no es sólo el principal acreedor: también una burocracia rígida y rigurosa, una estructura gerencial de control y un directorio en el que se sientan 24 directores en representación de 189 países
Los otros 17 directores, incluido el argentino, Sergio Chodos, representan grupos de países con los que deben coordinar posiciones al momento de votar. Allí, por ejemplo, Rusia lleva la representación de Siria, y Brasil, no Portugal, suma a la africana Cabo Verde, de habla portuguesa.
Además, en la Asamblea Anual conjunta que realiza con el Banco Mundial, los propios ministros de Finanzas y presidentes de Bancos Centrales de los países más poderosos, medidos por su aporte de capital, confirman o cambian directivas políticas en nombre de sus gobiernos.
Cuando Alberto Fernández asumió la presidencia, la deuda argentina representaba el 44% de los créditos desembolsados por el Fondo y pendientes de repago y cerca de 4,4% de su capacidad prestable total, próxima al billón (millón de millones) de dólares. La primera proporción se redujo a fin de junio a 33,9% y bajará a medida que el FMI desembolse los USD 87.842 millones en créditos de “emergencia Covid-19” aprobados los últimos meses a otros países miembros, incluidos USD 51.000 millones a países de América Latina (USD 23.930 a Chile, USD 11.000 a Perú y USD 10.800 millones a Colombia, entre los más importantes).
El Fondo no es sólo el principal acreedor: también una burocracia rígida y rigurosa, una estructura gerencial de control y un directorio en el que se sientan 24 directores en representación de 189 países
Con todo, en el directorio la principal cuestión con la Argentina no es la deuda, sino su condición de deudor “prolongado” e incumplidor serial, una lista en que lo clasificó un documento de la “Oficina de Evaluación Independiente” del FMI, en el que listó a un total de 44 “repetidores”, mayormente de África y América Latina, más algunos del este europeo y del sur de Asia:
El próximo acuerdo que se prepara a negociar el ministro de Economía, Martín Guzmán, será el número 22 desde que en 1956 la Argentina se sumó al FMI, con un historial de dos defaults en 90 años. Desde entonces, sumó otros siete, incluido el actual, del que saldrá en septiembre si, como se espera, una mayoría holgada de acreedores acepta la última oferta acordada con los grandes fondos.
Como puede verse en el cuadro siguiente, los cinco primeros acuerdos se hilvanaron, con intervalos de apenas días, entre diciembre de 1958 y octubre de 1963. A eso siguió un interregno de cinco años sin acuerdos (incluida toda la presidencia de Arturo Illia) hasta que dos nuevos “Stand-by” se sucedieron entre mayo de 1967 y abril de 1969, durante la dictadura de Onganía. Siguió otro interregno de 8 años hasta que, 14 meses después del “rodrigazo” que había hecho estallar la economía del tercer gobierno peronista y cinco meses después del golpe de marzo de 1976, la dictadura del “Proceso de Reorganización Nacional” acordó el octavo Stand-by, que empalmó con el noveno, hasta 1978.
Ya en democracia, el gobierno de Raúl Alfonsín firmó su primer Stand-by con el Fondo un año después de asumir, en diciembre de 1984, plena “década perdida” y “crisis de la deuda latinoamericana”. Los acuerdos se sucedieron casi sin respiro, hasta principios de 2006. Este período incluyó la novedad del primer programa largo, el “Crédito extendido” de 1992 a 1996, e innovaciones como el préstamo “suplementario de reservas” con el que el gobierno de Fernando De la Rúa buscó extender la vida del uno-a-uno entre el peso y el dólar que marcó los años de la “convertibilidad”.
A lo largo de esas décadas y hasta principios del siglo XXI, nombres como los de los franceses Jacques de Larosiere y Michel Camdessus, titulares del Fondo, ganaron los titulares de los medios, y miembros del “staff”, como el catalán Joaquín Ferrán, el argentino Claudio Loser, la italiana Teresa Ter Minassian y el indio Anoop Singh se volvieron figuritas repetidas en las crónicas sobre la economía, antes de ser defenestradas por el fracaso de los sucesivos programas.
En 2002, el norteamericano Michael Mussa, ex economista-jefe del Fondo (y antes, miembro del Consejo de Asesores Económicos del gobierno de Ronald Reagan) publicó una exposé (Argentina y el Fondo, del triunfo a la tragedia) a propósito del apoyo que en la época de Camdessus el FMI le había dado a un régimen monetario (el de Convertibilidad) y a un Gobierno (el de Carlos Menem) en los que –dijo- el staff no creía.
La crisis del sudeste asiático había llevado a que el gobierno de EEUU y los entes multilaterales, en su Asamblea Anual de 1998, mostraran a Menem, jefe de un gobierno muy sospechado de corrupción, como ejemplo mundial. Flanqueado por los titulares del FMI y el Banco Mundial y el entonces presidente norteamericano, Bill Clinton, Menem aconsejó a Japón, cuya economía flaqueaba por la crisis asiática, adoptar la convertibilidad argentina. No le cobraría derechos de autor.
Nueva etapa
El derrumbe de la convertibilidad y la grave crisis 2001/2002, al cabo de una larga recesión, abrieron una etapa de mutua recriminación. La renegociación de la deuda tras el default de diciembre de 2001 y los dos programas durante el gobierno de Néstor Kirchner tuvieron, sin embargo, su cuota de ortodoxia. En 2004, después de perjurar que la Argentina no se pasaría un céntimo del 3% de superávit fiscal, como pedía el FMI, el gobierno de Kirchner registró un superávit de 4,2%, esto es 40% más que el supuesto límite. La megadevaluación de 2002, la licuación de salarios y jubilaciones y el vuelo que iniciaron los precios de las commodities le permitieron al kirchnerismo inicial, del que el hoy presidente era jefe de Gabinete, exhibir superávits gemelos (presupuestario y externo) sin transpirar la camiseta fiscal ni devaluar el peso.
El minué de las relaciones con el Fondo en la presidencia de Kirchner tuvo como contrapartes al alemán Horst Köhler y su segunda, la norteamericana Anne Krueger, y después al español Rodrigo Rato, aunque el peso de la relación lo llevaban el entonces ministro de Economía, Roberto Lavagna, y su secretario de Finanzas, Guillermo Nielsen, que también negociaron la deuda en default.
Cuando en enero de 2006 la Argentina le pagó al FMI los poco menos de USD 10.000 millones que le debía, estaba libre de “condicionalidades” del organismo. Le hubiera sido más barato pagar de a una las cuotas que faltaban, a bajas tasas, que cancelar en un sol pago y luego recurrir a acreedores más caros, como la entonces petrodolarizada Venezuela.
Pero el gesto fue políticamente rendidor, al punto que aún se habla del “desendeudamiento” de un ciclo que entre marzo de 2005 (al cabo del primer canje de deuda) y diciembre de 2015 llevó la deuda pública de USD 120.000 millones a USD 254.000 millones, aumentó el stock de Lebacs (deuda del BCRA) en 5.300% desde mayo de 2003 y dejó de herencia un costoso arreglo con el Club de París, el pago a Repsol por la expropiación de YPF y el “dólar-futuro”, amén de los litigios de “buitres” y holdouts en Nueva York y juicios como el derivado de la expropiación de YPF.
Ese legado, más una política fiscal relajada, un gradualismo ingenuo, un equipo económico financierista, una sequía y el abrupto corte del crédito externo hicieron que en abril de 2018, amenazado por una fuerte devaluación, el gobierno de Mauricio Macri, que había rechazado esa posibilidad al inicio, recurriera al auxilio del FMI. A un primer acuerdo por USD 50.000 millones en junio siguió en septiembre una yapa que elevó el monto a USD 57.000 millones, de los que el Fondo desembolsó USD 45.000 millones (al valor actual del DEG) hasta junio de 2019.
Pese a varios ajustes operativos (sobre todo de la política cambiaria) el programa no estabilizó el dólar ni los precios, pero sí derrumbó el nivel de actividad. Así se llegó a las PASO de agosto 2019, en que lo que quedaba del programa se hizo añicos con la corrida cambiaria del día después. La suerte estaba echada. En septiembre, el Fondo se negó a desembolsar un nuevo tramo del préstamo, pese a una gestión de Macri en Nueva York, en el marco de la Asamblea General de la ONU. Aunque su gobierno había reducido el déficit fiscal primario (el número que más mira el FMI) a menos de medio punto del PBI, el historial de acuerdos anotaba otro fracaso, agravado por la magnitud de la apuesta, el más grande crédito en la historia del Fondo.
Aunque el gobierno de Mauricio Macri había reducido el déficit fiscal primario (el número que más mira el FMI) a menos de medio punto del PBI, el historial de acuerdos anotaba otro fracaso, agravado por la magnitud de la apuesta, el más grande crédito en la historia del Fondo.
En una reunión con funcionarios del organismo, Alberto Fernández, quien ya era visto como “presidente electo” después de las PASO reprochó al Fondo la cuenta del nuevo fracaso y hasta corrió el rumor (luego desmentido) de la inquietud del organismo por un “vacío de poder” en la Argentina.
Relaciones con el actual Gobierno
Lo demás es historia reciente: el nuevo Gobierno rehusó recibir los millones pendientes del acuerdo de Macri y decidió negociar primero no con el FMI, sino con los bonistas privados. La nueva directora del Fondo, Kristalina Georgieva, emitió señales amables, desplazó del “caso argentino” a funcionarios cercanos al acuerdo caduco, como el italiano Roberto Cardarelli, y se allanó a un pedido expreso del ministerio de Economía argentino: la publicación de un “Análisis de Sostenibilidad de la Deuda”, que Guzmán empezó a exhibir cual mandato bíblico, pero al final dejó de lado para lograr el sí de los Comités de Acreedores y despejar el camino del canje, cuyo resultado se conocerá el 24 de agosto. Tras la liquidación, el 4 de septiembre, ese mismo mes podría empezar la negociación con el Fondo, como adelantó el jueves el representante argentino ante el organismo, Sergio Chodos. En principio, el gobierno no pediría “fondos frescos”, sino un acuerdo de refinanciación.
Georgieva se allanó a un pedido especifico de la Argentina: la publicación de un “Análisis de Sustentabilidad de la Deuda” que Guzmán empezó a exhibir como un mandato bíblico ante los acreedores, hasta que al al final dejó de lado para alcanzar un acuerdo con los Comités de bonistas
A favor del planteo oficial puede jugar la necesidad del Fondo de mejorar su reputación tras el fracaso de un programa como el firmado en 2018 del que -suele repetir Héctor Torres, representante argentino ante el FMI durante las gestiones ministeriales de Roberto Lavagna y Alfonso Prat Gay- se cumplieron todas las metas pero no se alcanzaron ninguno de los objetivos.
En contra juegan el cronograma y los plazos necesarios para acomodar las cargas financieras. El acuerdo con los acreedores privados, según cálculos de Gabriel Rubinstein & Asociados, reduce los pagos del período 2020-2023 en casi USD 36.000 millones, brinda entre 2024 y 2027 un alivio sustancialmente menor (USD 8.159 millones) y se vuelve sobrecarga en el período 2028-31, en el que los pagos de capital e intereses aumentan USD 13.422 millones respecto del calendario previo.
El propio Presidente buscó ocultar esto en una entrevista televisiva en la que dobló el papel que tenía en sus manos para mostrar la reducción inmediata (que abarca básicamente su gestión), pero no la evolución posterior. La prioridad que tuvo el gobierno al negociar se evidencia en un dato que destacó Jorge Vasconcelos, economista del Ieral de la Fundación Mediterránea; “en el quinquenio 2020-2024 el país deberá pagar un total de USD 5.600 millones, la mitad de ellos en 2024, esto es, después de la gestión de Alberto Fernández”.
La cuestión será cómo acomodar en esa planilla las cuentas con el FMI. Según el cronograma actual, la Argentina debe pagarle al organismo poco más de US 5.900 millones hacia fines de 2021, pero los pagos se empinan en 2022 (unos USD 20.200 millones) y 2023 (poco más de USD 23.200 millones).
De las cinco líneas crediticias de que dispone actualmente el Fondo, resumidas en el siguiente esquema por la consultora Quantum, la Argentina podría optar por el clásico Stand-by, un programa de hasta 3 años, al cabo de los cuales quedarían dos o tres más para saldar la deuda, o un “Extended Fund Facility” (EFF o “Crédito Extendido”) que implicaría un programa de hasta cuatro años y otros tantos de repago.
Es muy difícil que las sumas que debe refinanciar la Argentina entren en un Stand-by sin más “condicionalidades” que las financieras, como querría el gobierno. Acomodar la carga conjunta de pagos a bonistas privados y al Fondo requeriría un programa “largo” de modo de distribuir los flujos financieros hasta cerca del año 2030, para no “atorar” a la economía.
El Gobierno buscará repactar los vencimientos de poco más de US 5.900 millones hacia fines de 2021, y suben en 2022 a unos USD 20.200 millones y en 2023 a poco más de USD 23.200 millones
Si así fuera, el Fondo pedirá a cambio un paquete de reformas “estructurales”, dentro de un menú más o menos conocido: reformas impositiva, previsional, laboral, regulatoria, del Estado, etc. Su lógica es que esas reformas hacen más competitiva a la economía y “pagan dividendos” a mediano y largo plazo.
En cualquier caso, el consenso de los consultores privados considera que el Gobierno necesitará un programa económico, un conjunto de metas y de medidas que las apuntalen para presentar al Fondo. Es cierto que el Presidente le dijo al Financial Times, vidriera de las finanzas globales, que no cree en los planes. Pero también lo es que la oferta de Martín Guzmán delineó flujos financieros hasta el 2041.
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