Es posible que luego de este acuerdo entre el Gobierno y los bonistas algunos protagonistas puedan invocar la frase “Ni vencedores, ni vencidos” que quedó rubricada luego de la Batalla de Caseros en 1852.
Ambas partes tuvieron que ceder respecto de sus pretensiones originales, cuando, a principios de año, el Gobierno ponía sobre la mesa una oferta con un valor menor a los 40 centavos y los bonistas pretendían cerca de 70.
Tuvieron que pasar varias rondas y hasta un primer canje que cerró el 8 de mayo con la adhesión más baja a una propuesta soberana, cercana al 13 por ciento.
Claro está que el Gobierno se corrió de su postura original y no serán pocos los que cuestionarán esta actitud, recordando que, como decía el presidente Néstor Kirchner, hay que mirar lo que hace y no lo que dice el kirchnerismo cuando negocia con los acreedores externos.
Pero, a la vez, este pragmatismo tardío debe ser elogiado, aunque en el medio se hayan perdido varios meses de discursos estériles, porque un acuerdo con los bonistas permitirá que las empresas y las provincias se puedan refinanciar a tasas más razonables en un contexto de alta liquidez mundial y esto permitirá que el Estado tenga menos presión sobre sus hombros en el plan de recuperación de la economía posterior a la pandemia del Coronavirus.
A su vez, debería quitarle un peso relevante al Banco Central en su estrategia de intervención cambiaria que, con cepo recargado y todo, lo obliga a perder cada vez más reservas.
Pocos países en la región han desaprovechado esta lluvia de dólares vinculada a las montañas de dinero que pusieron los principales bancos centrales del mundo para compensar la caída del PBI global.
Pese al oscuro presagio de académicos importantes como Joseph Stiglitz o Jeffrey Sachs, los países emergentes por ahora no se encaminan hacia una cadena de default en masa y por lo tanto la Argentina con este deal se alinea con aquellos gobiernos que podrán recibir más crédito para volver a crecer luego de esta tragedia global.
En el olvido quedará la intención grandilocuente del equipo económico de plantear esta renegociación como una lección para el sistema financiero internacional.
La Argentina no es un país relevante como para proponer cambios en la estructura financiera mundial y, en las últimas décadas, más bien fue protagonista por sus crisis y no por sus aportes positivos en términos de innovación a la economía global, salvo por algunas honrosas excepciones del sector privado.
Los acreedores, por su lado, podrán decir que lograron que el Gobierno se corriera varias veces de su discurso de negativa a dar un paso más y que la oferta llegara casi al punto al cual el mercado descontaba que habría acuerdo: 55 centavos.
Pero tampoco pudieron aplicar en forma plena su “castigo”, ni correr a Martín Guzmán como negociador, como le manifestaron a varios funcionarios del Gobierno. “Quisieron jugar un rol demasiado grande y perdimos 2 semanas por una diferencia de 0,75%”, expresó una fuente desde Wall Street.
Pero todos saben, de un lado y del otro, que este es apenas el primer paso, porque con una recesión casi continua durante los últimos 10 años, la capacidad de pago del país deberá reconstruirse con un sólido plan para recuperar aquel eje que hizo tan fuerte al kirchnerismo entre 2003 y 2010: los superávits gemelos, acompañados por un contexto de abundancia que ahora no existe.
Sin embargo, la licuación fiscal generada por el ajuste en las jubilaciones y salarios, superávit comercial, alta capacidad ociosa y un tipo de cambio real competitivo, son buenos puntos de partida para comenzar una recuperación que será dolorosa por los niveles de pobreza y desempleo. En este marco de recuperación, la liquidez internacional puede ser una buena aliada, si se utiliza en forma responsable.
Por delante, queda otra compleja negociación, la de deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI) para postergar el pago de los USD 44 mil millones. Pese a los discursos amables de la directora gerente del organismo multilateral, Kristalina Georgieva, que el Gobierno tomó como un aval para arrinconar a los bonistas, no podía haber un nuevo programa con el Fondo si no se llegaba a un acuerdo con los bonistas. Así lo marca la propia letra del organismo y las convicciones de sus principales accionistas, que ya renegaron cuando la Argentina estuvo en default desde 2001 hasta 2016.
De todos modos, el muy breve lapso en el cual el país pudo volver al mercado hasta fines de 2017 también dejó un sabor amargo entre aquellos inversores y actores clave de la política internacional que pensaron que con el gobierno de Mauricio Macri la Argentina iba a dejar atrás sus problemas.
Nada de eso ocurrió y si desde 2018 el país no cayó formalmente en default simplemente fue por el respirador artificial del FMI.
Sin embargo, la lección debe ser aprendida básicamente por quienes deben tomar decisiones puertas adentro: aumentar el superávit cuando la economía se recupere y trazar un camino de crecimiento, modesto pero sostenible, ya que los acreedores, como ha sido siempre en la historia, solo buscarán un buen retorno y buenas oportunidades. Con pocos pagos por delante, el país puede ser una “buena historia” para los inversores. Resta saber si el Gobierno va a querer tomar esa chance o no.
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