El desafío que la aparición y expansión del coronavirus (Covid-19) está planteando a la población y a la economía mundial, lejos de ser algo novedoso, es una vieja y recurrente lucha que se libra sobre la faz de la tierra.
Desde que, hace unos 11.000 años, Homo Sapiens logró domesticar un creciente stock de animales y plantas e inició la agricultura y la producción más o menos sistemática de alimentos, cumplió un prerrequisito para el desarrollo de “Armas, gérmenes y acero”, los tres elementos a través de los cuales, en el libro homónimo, el fisiólogo, biólogo e historiador Jared Diamond explica el devenir de la humanidad y la divergencia de fortunas entre diferentes sociedades a lo largo de la historia.
Entre los “factores últimos” que Diamond identifica para explicar esas diferencias está la disposición de especies vegetales, mamíferos domesticables y el eje este-oeste de Eurasia, principal masa continental del planeta, que facilitó la imitación, adaptación y propagación de técnicas de producción a lo ancho de climas y estaciones similares, versus el eje norte-sur de África y las Américas, con climas y estaciones divergentes, amén de la existencia de accidentes naturales difíciles de superar milenios atrás, como el desierto del Sahara en África y el mar Caribe en las Américas.
'Armas, gérmenes y acero’ son los tres elementos a través de los cuales el fisiólogo e historiador Jared Diamond explica el devenir de la humanidad y la divergencia de fortunas entre diferentes sociedades a lo largo de la historia
Europa, el oeste de Asia y el norte de África contaron con 33 especies vegetales de grandes semillas, el este de Asia contó con 6, el África subsahariana con 4 y las Américas con 11, y mientras la masa eurasiática tuvo a su disposición 72 mamíferos “candidatos” a la domesticación, el África subsahariana contó con 51, las Américas con 24 y Australia con 1, y la diferencia fue más importante aún en “grandes mamíferos domesticables”: caballo, oveja, cerdo, cabra, vaca y unas cuantas especies más en Eurasia, contra llama y alpaca en la zona andina de las Américas y el “camello arábigo" en África.
Lo cierto es que la agricultura y producción de alimento en Eurasia pudo soportar una mayor población que, luego, fue capaz de respirar y soportar gérmenes más malignos y contar con superior tecnología.
Y aunque muchos españoles habían muerto en el trayecto (el escorbuto fue, durante siglos, un gran enemigo de las travesías oceánicas), unos pocos cientos se impusieron a millones de nativos americanos porque no sólo contaban con caballos, armaduras y armas de fuego, sino también con resistencia a los gérmenes que habían traído del viejo continente y fueron decisivos para subyugar a incas y aztecas.
Willliam H. McNeill, autor de “Plagues and Peoples” (Plagas y pueblos) sostiene incluso la hipótesis de que la rápida aceptación de la fe católica entre los nativos sobrevivientes puede haber sido producto del impresionante efecto de ver cómo sus congéneres morían masivamente de viruela y sarampión mientras los españoles seguían en pie, como si nada. Debían estar protegidos por un Dios superior.
Por cierto, Europa había ya soportado la más grande plaga de la historia de la humanidad, la peste bubónica, que en la primera mitad del siglo XIV mató casi la mitad de la población europea de entonces, algo de lo que le costó un par de siglos recuperarse.
En definitiva, la lucha entre el hombre y los gérmenes (principalmente en forma de virus) ha sido una constante en la historia, un comer o ser comido en el que la humanidad se anotó indudables victorias (inmunización natural, vacunas, antídotos, tratamientos) y los virus formidables contraataques.
En 1976, la Organización Mundial de la Salud (OMS) decretó la erradicación mundial de la viruela, tal vez el punto más alto en la historia del organismo creado en 1948 para, fundamentalmente, combatir las enfermedades infecciosas, cuyo fin creía casi 30 años después vislumbrar, gracias al poder de antibióticos y vacunas. En la conclusión de su libro, editado ese mismo año, McNeill era escéptico: los virus no se quedarían quietos, mutarían, atacarían de nuevas formas, y el avance del hombre sobre especies y ecosistemas lo expondría además a gérmenes desconocidos.
Cinco años después se identificó el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA), que desde entonces se cobró entre 25 y 35 millones de vidas y al que a la ciencia le llevó dos años encontrar el virus causante (HIV), y aparecieron nuevas variedades de tuberculosis, malaria y gripes letales.
Las pestes como “niveladores”
¿Qué efectos han tenido esas epidemias o pandemias sobre la economía mundial y sobre la Argentina?
Walter Scheidel, historiador de la Universidad de Stanford, ubica a la peste (junto a la guerra, la revolución y el colapso del Estado) como uno de los cuatro grandes “niveladores” de la historia. Sólo después de eventos así, dice, la humanidad (o partes de ella) achican diferencias de ingreso y riqueza.
Así pasó, señala, con la peste negra de fines de la Edad Media en Europa, cuando la escasez de mano de obra cambió el balance entre dueños de la tierra y trabajadores. Del mismo modo, la primera y segunda guerra mundiales dejaron naciones y fortunas devastadas, pero legaron también, entre 1915 y fines de los 70s, el mayor proceso de nivelación (o achicamiento de diferencias) de riquezas en Occidente, que se revirtió en las últimas cuatro décadas.
En la Argentina, sin embargo, la peste no tuvo efecto “nivelador”.
Los primeros registros confiables refieren una oleada de enfermedades letales entre 1856 y 1886, principalmente cólera y fiebre amarilla, que se extendió por toda la campaña bonaerense y 10 de las entonces 14 provincias argentinas y mató al vicepresidente de la Nación, Marcos Paz, que estaba a cargo del Ejecutivo, en ausencia de Bartolomé Mitre, al frente de la guerra del Paraguay. Una de las oleadas de fiebre amarilla llegó a matar 13.614 porteños en apenas 4 meses.
Estos hechos, cuenta el investigador Maxiliano Fiquepron, produjeron gran conmoción política y golpearon la fe liberal en el progreso. Es arduo medir el “impacto económico” de esas epidemias sobre un país que crecía a ritmo inusitado. Según la obra “Dos siglos de economía argentina”, de Orlando Ferreres, en esos 30 años el PBI argentino creció nada menos que 350%.
El impacto principal y más duradero fue que de esas epidemias nacieron instituciones y reformas en materia de Salud y Obras Públicas: nuevo cementerio, cierre de saladeros y establecimientos similares y aumento de los presupuestos de salud e higiene. Surgieron así la “Comisión de Salubridad Pública” (integrada, entre otros, por Manuel Argerich y Mariano Billinghurst) y el área de “Asistencia Pública” (a cargo de José María Ramos Mejía), se desalojaron y demolieron inquilinatos y edificios en “malísimas condiciones de higiene”, se construyeron grandes Hospitales, como el Muñiz (1882, para enfermedades infecciosas) y los “de agudos" Pirovano (1896) y Argerich (1897), amén de iniciativas como el “Hospital Vecinal de Flores” (actual Hospital Álvarez). También se “importó” al ingeniero irlandés John Coghlan para estudiar el sistema de drenaje de la ciudad y se realizaron grandes obras de cloacas y agua potable (el “Palacio de las Aguas”, sobre Avenida Córdoba, se inauguró en 1894).
También, cuenta el historiador sanitario Ricardo González Leandri, los profesionales médicos fueron escuchados o llegaron a la esfera estatal, como los argentinos Guillermo Rawson y Eduardo Wilde, y el químico catalán Manuel Puiggari, que impulsó la Sociedad Nacional de Farmacia y convenció al gobierno porteño de participar por primera vez en Conferencias Sanitarias Internacionales,
Esas obras, más las de del puerto de Buenos Aires y la extensión de los ferrocarriles tuvieron también que ver con el aumento de la deuda, la explosión de una burbuja financiera y la gran crisis que estalló en 1890 y por la cual el default argentino casi llevó a la quiebra a la banca Baring Brothers, rescatada por e Banco de Inglaterra. En el bienio 1890/91, el PBI argentino, según la obra de Ferreres, cayó 13,2%.
La gripe española
Con todo, la infraestructura y capacidades sanitarias tan costosamente ganadas no habían llegado al interior del país, como se hizo evidente en la siguiente pandemia que asoló al mundo y a la Argentina: la “gripe española" que en todo el planeta mató unas 50 millones de personas entre 1918 y 1919, luego de la primera guerra mundial (el virus resultó de la conjunción de tres cepas diferentes y se esparció por el mundo con la desmovilización de las tropas al fin de la guerra).
Aunque no hay cifras ni estudios sobre el impacto económico local de esa pandemia, el investigador del Conicet Adrián Carbonetti registró algunas particularidades políticas y culturales: el virus ingresó a la Argentina en la primavera de 1918 y se expandió inicialmente por las provincias más avanzadas y del centro del país: Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, Entre Ríos, Mendoza y San Luis.
Las medidas iniciales fueron el cierre de las escuelas por 10 días, la limpieza del Riachuelo, la internación en lazaretos (uno de ellos en la isla Martín García) de quienes llegaban de Europa, la “desinfección” de inmigrantes chilenos, el consejo de evitar las aglomeraciones públicas, en especial en las iglesias, la inspección de establecimientos fabriles y el cierre de espectáculos públicos, lo que generó un fuerte lobby de los empresarios del sector, que resistieron tenazmente la medida del gobierno de Hipólito Yrigoyen, que había asumido en 1916, el mismo año de la inauguración del Instituto Malbrán.
La estela más destructiva de la pandemia llegó en el invierno de 1919 y golpeó a las provincias más pobres y atrasadas del norte, donde las tasas de mortalidad por gripe escalaron de manera pavorosa: mientras en la Capital Federal el aumento fue de 2,7 a 4,3 y en la provincia de Buenos Aires de 2,1 a 7,1 muertos por cada 10.000 infectados, en Catamarca la tasa pasó de 0,3 a 40, en Jujuy de 7,4 a 97,7 y en Salta de 10 a 121. También Santiago del Estero (0,7 a 40,6, Tucumán (1,4 a 40,9) y otras provincias norteñas, como precisa el cuadro adjunto, de una investigación de Carbonetti, sufrieron saltos abruptos de mortalidad por gripe, que los conocimientos de la época no llegaban a clasificar como A/H1N1 (del mismo tipo que volvería a atacar el mundo 90 años después). Es una incógnita histórica hasta qué punto esa pandemia consolidó o aumentó la brecha de desarrollo entre el centro y el norte del país.
La Argentina vivía aún una intensa inmigración (más de un cuarto de la población había nacido fuera del país) y, tras la recesión durante los años iniciales de la Guerra (el PBI, siempre a estar de las cifras de Ferreres, había caído 11% entre 1915 y 1917), el fin de la contienda le permitió retomar, mediante el restablecimiento del comercio pleno con Europa, un sendero de crecimiento que se mantendría sin interrupciones hasta el “crash” mundial de 1929.
En las décadas posteriores, la Argentina siguió las visicitudes de la economía mundial, pero con un crecimiento inferior al de los países europeos y otros que, a fines del siglo XIX, le iban a la zaga en los rankings de PBI per capita, la adopción de políticas de autarquía y sustitución de importaciones durante la segunda guerra y un envión compartido de 30 años de expansión, aunque con creciente inflación, con los llamados “países centrales”, entre 1945 y 1975, etapa que el economista francés Jean Fourastié bautizó “los gloriosos 30”, coincidente con la segunda mitad de la última "gran nivelación” que describe Scheidel.
Pandemias recientes
De las últimas pandemias sí hay registros más ajustados de impacto económico, aunque la inicialmente llamada Gripe Porcina (a posteriori identificada como A/H1N1, iniciada en México en 2009) ocurrió a posteriori y fue eclipsada en ese aspecto por el pánico financiero desatado por la quiebra de Lehman Brothers (septiembre 2008) y la crisis de las hipotecas subprime en EEUU, que luego se extendió por toda Europa y provocó una fuerte caída del crecimiento mundial (Gráfico).
En la Argentina, el virus A/H1N1 dejó algunos datos llamativos.
Declarado por la OMS el 11 de junio de 2009 como pandemia, a la que puso fin el hallazgo de una vacuna, el virus infectó a 6,7 millones de personas y mató a poco menos de 20.000 en el mundo (tasa de mortalidad de 0,3%), pero registró 626 muertes sobre 11.458 infectados en nuestro país (5,5%). Un año después, científicos del Instituto Malbrán y de la Universidad de Columbia (EEUU) señalaron que la altísima mortalidad del virus en la Argentina se debió a una coinfección con la bacteria del neumococo.
Antes, en la etapa inicial, el gobierno de la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner había adelantado las elecciones cuatro meses, al 28 de junio, pleno invierno, agolpando millones de adultos en las escuelas del país. Los updates que regularmente publicaba la OMS, marcaban 1.213 casos y 7 muertos en nuestro país al 24 de junio, cuatro días antes de las elecciones, y 2.485 casos y 60 muertos el 6 de julio, ocho días después. Luego, los datos se dejaron de publicar con frecuencia semanal.
La otra curiosidad fue que en medio del vendaval financiero global, en el que la economía mundial pasó de crecer 4% en 2007 a caer 2% en 2009, el PBI argentino todavía creció medio punto del PBI, con las importaciones y exportaciones desplomándose 30%. Era la época de la estadística fantástica del intervenido Indec que años después, bajo la dirección de Jorge Todesca, reconstruyó las series de “volumen físico” de producción y halló que ese año ésta había caído nada menos que 6% (Gráfico).
Desafío a la globalización
Y así se llega al temible Covid-19, un virus nuevo y altísimamente contagioso que tiene al mundo en vilo y que en menos de dos meses desde que fue informado públicamente por China (aunque cuatro desde que apareció en un ser humano) va camino de superar los 220.000 casos confirmados y los 9.000 muertos en 160 países del mundo, con especial virulencia inicial en China y actual en Italia, Irán y España y 97 casos confirmados y 3 muertos en la Argentina.
El epicentro inicial en China, motor del crecimiento mundial de los últimos 40 años, y la amplificación del pánico por los desacuerdos políticos que llevaron a una caída catastrófica de los precios del petróleo y al derrumbe de Wall Street más rápido e intenso desde el Crack del ’29, ya derivaron en estimaciones alarmantes sobre el impacto económico de la crisis. Instituciones como Naciones Unidas y el Foro Económico Mundial señalan ya la pérdida de no menos de dos billones (millones de millones) de dólares del PBI mundial y de 25 millones de empleos, amén de futuro incierto para una “globalización” cada vez más cuestionada incluso en los países centrales (Trump, Brexit, nacionalismos xenófobos y otras variantes populistas en Europa, América Latina e incluso Asia).
Para peor, los países centrales tienen la pólvora mojada: sus estímulos fiscales y crediticios no son muy eficaces ante un problema “de oferta” (parálisis productiva y abrupto cese de la circulación de bienes, servicios, trabajo y capital) y están limitados por el híperapalancamiento mundial debido a la bola de deuda con que respondieron a la crisis de 2009. El Instituto de Finanzas Internacionales, lobby y centro de estudios de la gran banca privada, estima que a septiembre de 2019 la deuda global de familias, corporaciones y estados soberanos equivalía a 253 billones de dólares, o 323% del PBI global.
En ese contexto, y mientras intenta reducir al máximo la circulación del virus y evitar una crisis sanitaria y humana como las que atraviesan Italia y España, la Argentina enfrenta un múltiple desafío en materia económica: salir de la recesión, reducir una pobreza tercamente estacionada hace décadas en más de un cuarto de la población, con picos bien por sobre el 30%, vencer una inflación abrumadora y lograr una inserción positiva en una economía global en riesgo de devastación. La restructuración de la deuda, la prioridad que se había autoimpuesto el gobierno de Alberto Fernández, parece a esta altura una minucia. Pero una minucia sin la cual no será posible resolver lo demás.
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