Antes de la crisis de balanza de pagos que disparó al dólar en abril de 2018 el Fondo Monetario Internacional (FMI) tenía una visión bien diferente de lo que era la marcha de la economía argentina. La última vez que el organismo auditó la economía local fue en diciembre de 2017 y en ese momento esperaba que la economía creciera tres años consecutivos hasta marcar un avance del 3,1% en 2020 y que la inflación desacelerara hasta el 10% anual. Con todo, los técnicos señalaban inconsistencias en el mix de políticas y alertaban sobre la apreciación del peso.
“De cara al futuro, se espera que el crecimiento del PIB se consolide, que la inercia de la inflación disminuya lentamente y que el déficit fiscal se reduzca gradualmente. Se espera que el consumo privado se fortalezca en 2018-19 a medida que los salarios reales se recuperen del descenso de 2016”, detallaba el comunicado del organismo.
Desde aquellas optimistas proyecciones previas a la crisis que se desató en 2018 las caras de los funcionarios del FMI a cargo de la relación con la Argentina cambiaron. La directora gerente del Fondo en ese entonces, Christine Lagarde, tuvo una salida más que elegante al conseguir la presidencia del Banco Central Europeo. En cambio el que ese momento fue jefe de la misión argentina, Roberto Cardarelli, directamente fue reemplazado por Luis Cubeddu, ahora a cargo de las conversaciones con el país. El director del Departamento del Hemisferio Occidental del organismo, Alejandro Werner, continúa en su silla, pero a la hora de reunirse con el ministro de economía Martín Guzmán su segunda en esa área, Julie Kozack, ganó protagonismo.
Se espera que el crecimiento del PIB se consolide, que la inercia de la inflación disminuya lentamente y que el déficit fiscal se reduzca gradualmente. Se espera que el consumo privado se fortalezca en 2018-19 a medida que los salarios reales se recuperen del descenso de 2016
Es que las esperanzas del FMI respecto de la Argentina no podrían haber estado más erradas. El 18 de diciembre de 2017 el equipo liderado por Cardarelli terminó su “consulta del artículo IV”, la auditoría de las cuentas fiscales, monetarias y externas del país. En ese momento, la Argentina y el FMI no tenían un programa acordado ni se había desembolsado un sólo dólar: todo eso vino después.
Para fines de 2017 el Gobierno de Mauricio Macri estaba en su mejor momento. Acababa de ganar unas duras elecciones legislativas, incluso en la provincia de Buenos Aires y con Cristina Fernández de Kirchner en frente. Era el momento de acelerar el paso, lo que se tradujo en una muy conflictiva reforma del mecanismo de actualización de jubilaciones y en una asonada contra el entonces presidente del Banco Central (BCRA), Federico Sturzenegger, para que baje las tasas y relaje la política monetaria, el “28-D”.
Sólo cuatro meses más tarde, en abril de 2018, el dólar se disparó y se inició la crisis que generó dos acuerdos diferentes con el FMI para alcanzar el paquete de ayuda más grande de la historia del organismo. Y aún así, la economía entró en dos duros años de recesión al tiempo que la inflación saltó a su mayor nivel desde 1991.
A fines de 2017, el FMI proyectaba que en 2018 siguiente el PBI de la Argentina crecería un 2,5% y que en 2019 ese avance aceleraría al 2,8%. En realidad, la economía se contrajo 2,5% en 2018 y 2,1% en 2019. Para este año 2020, mientras tanto, el, Fondo esperaba una expansión del 3,1%, que según las expectativas del mercado va a terminar siendo una contracción del 1,5% para cerrar tres años consecutivos de recesión.
Las expectativas del FMI para la marcha de la inflación no estuvieron más cerca de dar en el blanco. A pesar de alertar respecto a una inercia mayor a la esperada que impedía una desaceleración del ritmo de avance de los precios que se pareciera a las metas del Banco Central, la fe en una gradual baja de los datos anuales se mantenía. Proyectaba, en ese entonces, que la inflación desacelerara a 16,3% en 2018, al 11,8% en 2019 y quedara en 10% este año. Los números, finalmente, fueron del 47,6% para 2018 y del 53,8% para 2019, mientras que para 2020 se prevé que ronde el 42%.
Escenarios alternativos
Con todo, el optimismo del Fondo en 2017 era un escenario base, aquél al que los funcionarios del organismo otorgaban las mayores probabilidades de ocurrencia. Al mismo tiempo que mantenían esas proyecciones, los auditores señalaban toda clase de riesgos a los que asignaban una probabilidad de ocurrencia menor frente a las chances que asignaba a sus proyecciones. Riesgos que se terminaron materializando y que dieron por tierra con las previsiones más positivas.
En ese entonces, remarcaban tres riesgos principales: el endeudamiento externo, la apreciación cambiaria y la inercia inflacionaria.
“El sistema financiero interno relativamente pequeño significa que las necesidades de financiamiento externo del gobierno federal seguirán siendo altas hasta bien entrado el mediano plazo (Anexo II). Por lo tanto, cualquier endurecimiento de las condiciones financieras mundiales externas podría resultar perturbador. En el peor de los casos, las restricciones de financiación externa podrían obligar a una mayor consolidación fiscal y dar lugar a una menor inversión privada, lo que provocaría una nueva recesión”, alertaba el informe del FMI respecto al riesgo que suponía la dependencia de los mercados de deuda.
También el precio del dólar, o si se quiere del peso, preocupaba a los analistas. Calculaban que la moneda argentina estaba apreciada entre 10 y 15% para ese entonces. ″El mantenimiento de la fortaleza del tipo de cambio real podría ser un obstáculo para la recuperación de la inversión, lo que deprimiría el crecimiento y la creación de empleo. Un riesgo más problemático sería que los mercados percibieran que la moneda está significativamente fuera de línea con los fundamentos a mediano plazo. Esto podría desencadenar un ajuste repentino y brusco del tipo de cambio nominal que complicaría los esfuerzos de desinflación y, dada la dolarización de los pasivos públicos, daría lugar a un aumento paulatino de la relación entre la deuda pública y el PIB", decía el informe en una descripción casi exacta de lo que pasaría pocos meses después.
Los técnicos del Fondo temían también por la inflación: “Una inercia mayor de la esperada tanto en la inflación como en las expectativas de inflación podría hacer necesaria una postura de política monetaria más estricta (es decir, tasas de interés reales más altas y un peso más apreciado) para reducir la inflación a un solo dígito. Esto afectaría a las perspectivas de crecimiento futuro”.
Los riesgos, señalaba el informe, se relacionaban con inconsistencias en el mix de políticas que se traducían en debates entre los propios directores del organismo internacional. En particular, alrededor del ritmo de reducción del déficit fiscal: “muchos directores apoyaron un reequilibrio fiscal más acelerado, que permitiría reducir las tasas de interés, disminuir las presiones alcistas sobre el peso y limitar las vulnerabilidades a un endurecimiento repentino de las condiciones de financiación externa. Otros directores, si bien coincidieron en la necesidad de reducir el déficit fiscal, también señalaron el potencial de crecimiento económico y el impacto social de una consolidación más rápida".
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