El anuncio del descongelamiento de tarifas a partir de junio realizado ayer por el jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, aportó un indicio respecto de la agenda económica del Gobierno para el segundo semestre, una vez superado el trance de la reestructuración de la deuda al que se mantienen supeditadas todas las decisiones macroeconómicas de mediano plazo.
Sin lugar a dudas, junto con el valor del dólar y el control de cambios, la recomposición del cuadro tarifario es una de las tres ollas a presión a destapar, sin generar altos impactos en la inflación.
Para mediados de año, las tarifas llevarán más de un año de congelamiento, lo que según las empresas del sector implica un retraso superior al 50% desde que recibieron la última actualización en abril de 2019. Está claro que no está previsto que el Gobierno otorgue este año un aumento de esa magnitud. De hecho, en una reunión que mantuvieron la semana pasada el ministro de Producción, Matías Kulfas, y el subsecretario de Hidrocarburos, Juan José Carbajales, con representantes del sector, el mensaje fue que las subas correrían por debajo de la inflación.
Para mediados de año, las tarifas llevarán más de un año de congelamiento, lo que según las empresas del sector implica un retraso superior al 50% desde que recibieron la última actualización en abril de 2019
El objetivo es doble: por un lado, minimizar el costo político, para lo cual habría una ampliación de la tarifa social que, en el caso del gas por ejemplo, cubre a 20% de los usuarios pero cuyo alcance quedó muy restringido en los últimos seis meses a raíz de una menor flexibilidad de los requisitos a cumplir para acceder al beneficio. De acuerdo a los datos de las distribuidoras, casi 80% de los usuarios originalmente bajo la tarifa social pasaron al régimen común por la mayor rigurosidad de las condiciones.
Por el otro lado, resulta esencial para el Gobierno amortiguar el impacto en la inflación, cuya evolución a la baja se da, en gran medida, precisamente por el congelamiento de las tarifas. Y también gracias al dólar quieto.
El tipo de cambio estable desde agosto, en un marco de fuertes restricciones en el mercado, es la otra gran variable que permitiría, en estos meses, mantener la tendencia a la desaceleración de la suba de precios. Sin embargo, subsisten aún con los controles actuales presiones cambiarias que, se asume, una renegociación medianamente exitosa de la deuda con los acreedores privados ayudaría a descomprimir. En ese escenario, el desafío para el Gobierno, pasará por administrar la suba del tipo de cambio para evitar un atraso y, a la vez, evitar un correlato de ese ajuste en los precios.
La postura del Banco Central es aún confusa: en la entidad se minimiza el riesgo de atraso cambiario pero también se remarca que la política monetaria y cambiaria implementada mientras se avanza en la resolución de la deuda responde a “un período de transición” después del cual habría modificaciones.
Por eso, las posibilidad de recaer en un atraso cambiario que desaliente el nivel de exportaciones, ergo el ingreso de dólares, es un temor que se mantiene latente en muchos sectores productivos. Esto a pesar de que el Banco Central habilitó en las últimas semanas un leve movimiento. "El principal riesgo para la economía en el segundo semestre, resuelta la renegociación de la deuda en términos razonables, es el atraso cambiario”, afirma un analista de uno de los principales bancos internacionales que, como sus competidores, siguen de cerca las instancias de la reestructuración y el proceso de elección de las entidades asesoras y colocadoras en el futuro canje. “Se están dando señales de ajustes, aunque sean menores, en la cuestión de las tarifas. Ahí ya no se habla de aumentos de 150%, por lo que el impacto en la inflación es relativo. El riesgo, en cambio, es que se enamoren del dólar quieto y lo dejen como principal y único ancla inflacionaria”, afirmó.
La postura del Banco Central al respecto es aún confusa: en la entidad se minimiza el riesgo de atraso cambiario pero también se remarca el comunicado de mediados de enero, en el que se explicitó que la política monetaria y cambiaria implementada mientras se avanza en la resolución de la deuda, responde a “un período de transición” después del cual, eventualmente, habría modificaciones. Esa definición abre la puerta no sólo a permitir que suba el precio del dólar sino también a cambios en el esquema de controles cambiarios vigentes.
Despejado el panorama de la deuda, el formato que tendrá el set de restricciones que mantiene acotada la demanda de divisas es el otro de los embrollos urgentes que se deberán resolver en pos de normalizar el funcionamiento de la economía y allanar el camino, eventualmente, a nuevas inversiones desde el exterior. El caso de las petroleras en Vaca Muerta es el ejemplo más visible del impedimento que generan los controles actuales al ingreso de dólares frescos pero no es aislado sino todo lo contrario. Sin posibilidad de girar dividendos al mismo tipo de cambio al que traería sus dólares desde el exterior, difícilmente una compañía extranjera decida hacerlo.
Al mismo tiempo, una liberalización de esta restricción, lo mismo que las que pesan para la importación de servicios, permitiría clarificar cuál sería el nivel de tipo cambio y si, eventualmente, ese valor resulta compatible con las necesidades fiscales y de superávit comercial para volver al principio de la película: pagar la deuda y crecer. O a la inversa, como dice el presidente Alberto Fernández y repite su ministro de Economía, Martín Guzmán.
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