Este libro terminó de ser escrito a pocos días de conocerse los resultados de las PASO del 11 de agosto. La elección determinó hasta allí un claro triunfo de la oposición encabezada por el candidato a presidente Alberto Fernández. El Frente de Todos obtuvo 48% de los votos totales y se transformó en una clara posibilidad de ser gobierno en la elección presidencial de octubre. Primó la regla histórica hasta ahora inviolable de que un oficialismo solo es reelecto cuando la economía anda bien.
Los próximos serán cuatro meses de transición largos y muy complejos, hasta el 10 de diciembre. Primero, porque se sabía desde un primer momento que la asistencia del FMI y un plan de emergencia (el Picapiedras) tenían como objetivo evitar un default con un mercado cambiario y el financiamiento del sector público al límite, una tasa de inflación no espiralizada pero muy alta y un corsé monetario y crediticio extremo, que ahogó la actividad y sumó desempleo y pobreza. Segundo, porque en este contexto de fragilidad macro la elección primaria contrastó la continuidad de un oficialismo con rumbo económico capitalista pero malos resultados económicos versus el retorno de una oposición sin una hoja de ruta definida (y con antecedentes populistas e intervencionistas de su gestión anterior). La combinación de fragilidad macroeconómica y una hoja de ruta incierta de la oposición que ganó las PASO dio pie a una transición política y económica que tiene probabilidad de ser desordenada. Habrá que ver si surge un oficialismo pragmático y una oposición constructiva que hagan que el desorden medianamente se encauce y no se espiralice.
No será un proceso lineal. Un ejemplo de transición desordenada ocurrió en 1989 con Alfonsín y Menem. Un ejemplo de transición más ordenada se dio en 2002 en Brasil, con Cardoso y Lula. Un escenario posible es uno volátil, no lineal, con idas y vueltas, donde la clave será la duración medida en días de este proceso. Por supuesto que otro factor central de la transición será el papel que asuma el FMI (y por su intermedio, el gobierno de Estados Unidos) en términos de apoyo político y, fundamentalmente, financiero.
Pero de nuevo, son cuatro meses, que en la Argentina representa una eternidad. Por lo tanto, en las líneas que siguen me centraré (como fue pensado desde un primer momento) en la tarea que hay por delante a partir del 10 de diciembre próximo.
Como hemos señalado a lo largo de este texto, el presidente Macri recibió el país en un estado frágil en varios frentes. En materia económica, con una crisis que no explotó, casi asintomática, y lo peor, un país totalmente descapitalizado. Para todo aquel que haya estado aunque fuera al frente de un negocio de barrio, la descapitalización es un fenómeno muy complicado. Es un grave problema dado que, si uno decide resolverlo, significa empezar obviamente un período de acumulación, lo que a su vez, para ser exitoso, exige ser generoso con las oportunidades a la inversión y precios competitivos que otorguen una rentabilidad adecuada a esa inversión. Durante el proceso, se generará una indiscutible postergación de cualquier iniciativa sobre mejoras de la distribución del ingreso. Por eso, capitalizar un país y ponerlo de nuevo de pie implica para las futuras generaciones, en la mayoría de los casos, un proceso traumático. No bien asumió Macri, tenía este problema. Es conocida hasta el cansancio mi postura original respecto de que al menos por un tiempo, sin elecciones por dos años, era el mejor momento para poner en autos a la sociedad señalando cómo eran las cosas. Y estaban las bases de un programa macroeconómico integral y consistente. No se quiso, no se pudo, etc., etc. Pero eso no pasó.
Sobre esto, y más allá del correcto rumbo-país que decidió y condujo el Presidente, que debería continuar cualquiera sea el que gane las elecciones presidenciales, hemos señalado también que un rumbo correcto, el mejor, no es de ninguna manera sustituto de un buen programa macroeconómico. Por lo tanto, esta subestimación y la mala praxis completaron el esquema que condujo directamente al FMI, al Plan Picapiedras y a la crisis de la transición. Una vez más, resultó exitoso para lo que fue diseñado: estabilizar el mercado cambiario, evitar la espiralización inflacionaria y alejar el default. Llegar al proceso electoral con la mayor tranquilidad financiera posible duró hasta las PASO. Ha sido el mayor aporte en la emergencia, a un enorme costo económico, social y político, dado que —como también fue señalado— se trata de una emergencia y de un «programa» que no estaba hecho para que «crezcan flores en el jardín». Hasta que llegó el resultado de las PASO y se volvió a complicar. No hay plan que pueda contener una incertidumbre generalizada de raíz política y económica. Lamentablemente, producto del primer error de no atestiguar la herencia, todo se «mezcla» en la pregunta sobre quién es el responsable. Así estaban las cosas al momento de cerrar este capítulo.
Por lo tanto, el futuro presidente que se haga cargo de la Argentina en 2020-2023 tendrá una tarea compleja con la economía desde el primer día de asunción del cargo. No es una novedad histórica; en mayor o menor medida sucede habitualmente en cada traspaso de mandato.
No cabe ninguna duda de que la economía tiene que salir lo más rápido posible de la recesión, quebrar el estancamiento en que está sumergida desde hace ocho años y empezar a superar el retroceso que lleva décadas. No es una novedad que crecer ayuda a resolver los problemas, pero hay que decir cómo se hace, e implementarlo. El resto es puro bla, bla, bla, y por supuesto, récord de bla, bla, bla en medio de un acto electoral.
Así, el presidente Macri completa su mandato de cuatro años con tres en contracción económica: el primero (2016) y los dos últimos (2018 y 2019). O sea, tres de cuatro. El PBI acumula en el cuatrienio una caída del orden del 3,5%. Intercalado entre los tres negativos, hubo una única suba aislada de 2,7% en 2017. Con este retroceso, más lo ocurrido entre 2012 y 2015, el PBI per cápita de la Argentina en 2019 es 9% inferior al de 2011, retrocediendo al de diez años atrás (2009). En este mismo período, economías latinoamericanas como Chile, Colombia, Perú o Paraguay registraron una suba acumulada del PBI per cápita promedio del orden del 20%. Aun creciendo en 2020-2023 al 3% promedio anual en forma constante, al final del próximo mandato presidencial no se volvería al PBI per cápita de 2011. Esto muestra con claridad el proceso estanflacionario argentino que, como novedad, ha venido a sustituir el tradicional stop and go histórico del país.
La estanflación saca a la luz problemas, discusiones, riesgos y posibles soluciones que no se dan cuando el país se cae como un piano pero sobre el pucho resurge como el ave fénix (la hiperinflación de 1989, el colapso de 2001-2002). Salir de una crisis rebotando al 8 o 9% anual aliviana todos los problemas y se sigue para adelante pese a la grotesca caída previa. Es muy distinto salir en medio de la paz de los cementerios. Es un evento nuevo, una enfermedad nueva, que inquieta.
El programa económico que se termine adoptando en 2020 tendrá que contemplar la "necesidad" de volver a crecer. Esto no significa montarse a la recurrente frase política, vacía de contenido, sobre que "el camino no es el ajuste sino el crecimiento" o que "con el crecimiento se arreglan todos los problemas". Más que una expresión de deseo, una frase hecha o querer ir en contra de la realidad y las posibilidades económicas, implica forjar un programa cuyos contenidos, dinámicas fiscales y monetarias, prioridades, instrumentos y timing tengan en cuenta que no se podrá forzar la máquina de la convergencia macroeconómica por la fatiga social que se arrastra. Quiérase o no. Con un gobierno o con otro. Y aun con el FMI detrás como telón de fondo.
Habrá que aspirar a un plan completo, con nombre y apellido, integrado, con peso específico propio. El hábito o la decisión política de los últimos tiempos fueron lo contrario: eludir los programas integrales e ir por medidas parciales sectoriales, más micro que macro, aisladas en el tiempo, desarticuladas. "Como si no hubiera ningún plan", como si el objetivo explícito fuera que el Ministerio de Economía "no se notara" y pasara desapercibido, sin hacer olas. Fue la manera de subestimar la política macroeconómica: que no hubiera un plan articulado ni un ministro articulador.
Del mismo modo que no es posible insistir en la obvia frase referida al "crecimiento" para solucionar los problemas, con el neoliberalismo, el Consenso de Washington y no se cuántas otras cosas como responsables, con un "no plan" tampoco podemos insistir en que «el rumbo es el adecuado, no hay más atajos, estamos frente a un único camino», y que la nueva política y el "cambio cultural" han descubierto la pólvora.
Ha llegado la hora de que la clase dirigente argentina —políticos, gobernadores, sindicatos, empresarios— y la propia sociedad como un todo estemos a la altura de las circunstancias para cambiar los dilemas del último siglo de este país y salir adelante. Tarea que —como siempre he señalado— excede a una persona, a un partido, a una camiseta.
No hay, por lo tanto, margen para entrar otra vez en falsos dilemas. El último falso dilema fue "shock versus gradualismo" del 10 de diciembre de 2015. Aquella vez, como he señalado en reiteradas oportunidades en este libro, la esencia no era shock versus gradualismo, sino "consistencia versus inconsistencia" del programa económico aplicado. Independientemente de los timings y las restricciones políticas y de gobernabilidad de aquel momento. Bien podría haberse anunciado un programa de shock, consistente pero simultáneamente de aplicación gradual.
En la actualidad, hay dando vueltas dos falsos dilemas "a la 10 de diciembre de 2015". Uno es puramente de raíz político-electoral, esbozado en un párrafo anterior: "ajustar versus no ajustar". Se hace eje en que el oficialismo, de ser reelegido, profundizaría el ajuste, mientras que con la oposición se terminará. Cualquiera sea el próximo presidente de la Argentina, antes de ponderar el esfuerzo del eventual ajuste deberá saber de dónde sacará la plata necesaria para afrontar en tiempo y forma las necesidades financieras del Tesoro de, como mínimo, el primer año de gobierno (2020). Será retornando al mercado voluntario de deuda (si el riesgo país vuelve a una zona apta para la colocación de bonos), recurriendo a financiamiento extra del FMI, o mediante una combinación de ambos, etc. Plantear"ajuste sí" o "ajuste no" por fuera de este contexto es poner el carro delante de los caballos; es volver a alejarse de la realidad macroeconómica y, una vez más, volver a mentirle a la gente.
El otro falso dilema que flotaba en el ambiente hasta la disrupción post-PASO, ya no de índole político sino de diagnóstico macroeconómico (usado por el oficialismo), era que el ajuste macro (fiscal y externo) ya estaba hecho, a los golpes, producto de la crisis, pero la tarea sucia ya estaba concluida. Y lo que seguía era suplementar el ajuste con un par de reformas estructurales (eventualmente una previsional y una laboral específicamente) para sentarse a cosechar los frutos. Dicho en otros términos, que el Plan Picapiedras de emergencia, con retoques fondomonetaristas de mediano plazo que lo transformen en la segunda etapa de lo hecho hasta ahora, más las reformas laboral y previsional pendientes, iban a ser el marco macro 2020-2023 que sacaría a la economía de la estanflación y eliminaría las incertidumbres cambiarias, financieras y de sostenibilidad de la deuda pública existentes. Claramente, es más complejo que eso. La transición que se inició tras el resultado de las PASO puso de manifiesto la fragilidad de la macroeconomía.
Quienes consideren que el ajuste macroeconómico fiscal y externo (provocado a los golpes por la crisis) ya está hecho, que estamos a la puerta de los superávits gemelos y llega el tiempo de cosechar los frutos de esta corrección, van a estar equivocándose. Primero, porque no son ajustes extrapolables automáticamente hacia delante. Segundo, porque en un futuro programa económico habrá reformas más «evidentes», en las que piensan el actual gobierno y el FMI (como la previsional y la laboral), y otras no tan evidentes, en las que muy pocos (o nadie) piensan y que deberían formar parte de un plan más abarcativo y ambicioso, con más potencia para sacar adelante la economía. Las reformas evidentes son fundamentales, pero las otras también. Y obvio, también tienen sus timings y condiciones iniciales, que generarán su éxito posterior. Haría eje en un conjunto de reformas "menos evidentes" en el terreno monetario, crediticio, cambiario, tributario y fiscal, no contempladas ni por el Fondo ni por el gobierno actual. Y habrá que ver qué piensa de estas cosas el casi seguro nuevo gobierno. Para pugnar también por la convergencia fiscal de mediano plazo y los equilibrios macro, y simultáneamente armar el terreno para un despegue más evidente de la actividad económica. Se trata de una recuperación drástica de la confianza, principal activo que ha perdido la política económica.
La agenda mirando hacia 2020
El financiamiento del sector público y el acuerdo con el FMI
– Acuerdo con el FMI: ¿continúa el vigente o hay nuevo acuerdo? ¿Con plata o sin plata nueva? ¿Qué pedirá el Fondo, qué se puede negociar?
– Tenedores privados de deuda y sustentabilidad de la deuda hacia el futuro.
Las reformas más «evidentes» para el gobierno actual y para el FMI: Plan Picapiedras de mediano plazo más dos reformas
– Con visión fiscal: previsional, laboral, relación Nación-provincias, tarifas y subsidios.
– Con visión orientada al crecimiento económico y a la competitividad: laboral, tributaria (de ordenamiento tributario), sin cambios en la presión fiscal global.
– Siempre con la mira en seguir mejorando las cuentas fiscales: superávit primario desde 2020 dada la cuenta de intereses.
Las reformas menos «evidentes» pero fundamentales, que al momento no se tienen en cuenta
– Para un programa de estabilidad: la cuestión de la moneda, el sistema bancario y el mercado cambiario.
– Discusión: si se va a superávit primario para pagar los intereses de la deuda versus equilibrio primario con baja de impuestos (presión fiscal).
Respecto a los ajustes, el fiscal se sustentó básicamente en licuar el gasto público "licuable" tras dos años de muy alta inflación, en "enganchar" la recaudación a la aceleración inflacionaria y en reponer las retenciones a la exportación. Ninguno de estos tres elementos puede ser considerado un pilar fiscal permanente, de mediano plazo. Es tan difícil que las jubilaciones y los salarios públicos queden licuados «para siempre» como que la inflación sea un factor estable para recaudar, o que las retenciones en algún momento no tengan que bajar. Ningún país tiene inflación «a propósito» para cerrar sus cuentas. Por lo tanto, el déficit primario «casi» cero de 2019 es un punto de partida, no de llegada
Lo mismo vale para el violento ajuste del sector externo. En términos de la versión caja (no devengada) de ajuste, el corazón de este en la cuenta corriente del balance de pagos fue un colapso importador que es insostenible en el tiempo para un país con pretensión de crecimiento. No tuvo que ver con un salto exportador. Mientras que en la cuenta capital permanece como un factor estructural a pensar el atesoramiento en dólares de los argentinos. No bien la economía dé signos de reanimarse, repuntará inmediatamente la importación. Sin salto exportador o desplome de la dolarización, más pronto que tarde retornará el desbalance de dólares. Es un ajuste hecho a los ponchazos, a la usanza ochentista: conviven un megasuperávit comercial sustentado en un desplome de la importación con un atesoramiento de dólares de la gente demasiado elevado; lo que entra por una puerta, sale por la otra. Este sector externo ajustado no es extrapolable hacia delante.
Hasta la propia y última revisión del FMI (cuarta) menciona en el mismo sentido el fundamento (incontinuable a futuro) de estos ajustes de los dos déficits, el fiscal y el externo.
Llegados a este punto, si el próximo período de gobierno hiciera foco en que las reformas más evidentes que están pendientes no son prioridad, que el equilibrio fiscal no es sinónimo de macroeconomía sana, que la premisa es "salir con crecimiento", que repartir y distribuir es lo que hace crecer y recaudar, que el Fondo de Garantía de Sustentabilidad de la ANSES "es un fondo en serio" que puede dar crédito barato de largo plazo, etc., etc., llevaría a un próximo choque, a una nueva recaída y a una nueva desilusión. No es sobreactuando moderación como se arreglan los problemas. Eso dura lo que una campaña y no va a convencer a nadie. Ni a propios ni a ajenos, ni a locales ni a extranjeros.
El camino genuino para la salida de la Argentina es generar el marco macro y organizacional para que, de una vez por todas, sea viable un proceso de inversión continuo y duradero. Sin una tasa de inversión constante y elevada, estaremos condenados a la frustración recurrente y a elevados porcentajes de población sumida en la pobreza. Un proceso de inversión no significa necesariamente retraer el consumo. Puede encontrarse una dinámica de «justo equilibrio» entre ambas cosas. Invertir no es sinónimo de ajustar el consumo, todo lo contrario. Respecto a las reformas pendientes harto batalladas, ligadas a lo fiscal y a la competitividad, habrá que pensar qué hacer con: el rojo previsional de 3 puntos del PBI, el rojo de los subsidios (2 puntos del PBI entre Nación y provincias, donde en algunos casos la normalización está todavía a mitad de camino), la relación Nación-provincias (sin que el Tesoro continúe perdiendo recursos), las arcaicas relaciones laborales, la asfixiante presión tributaria con una reforma que está en el medio del río.
Un problema fiscal central es la altísima presión tributaria, 6 puntos del PBI por encima del promedio histórico del decenio 1993-2003 en el sector público nacional y 8 puntos sumando las provincias, subproducto aún, post-Picapiedras, de la herencia recibida. Un número insostenible. Un eslabón de un próximo programa económico debería ser una rebaja relevante de la presión impositiva. Una descompresión de shock. Pero, claro está, tiene que venir encastrada con la convergencia del gasto a niveles financiables y compatibles con un grado de endeudamiento convergente
En este sentido, un número que el próximo presidente tiene que conservar en la cabeza es que el nivel del gasto público primario de la Argentina se ubica todavía —algo más, algo menos— 6 puntos del PBI por encima de un nivel financiable (definiendo como financiable el nivel de gasto promedio del sector público nacional del decenio 1993-2003, cuando se registró un equilibrio primario todo el tiempo). Fue un período con el gasto del sector público nacional en 13 puntos del PBI versus los 19 puntos actuales. Había escalado hasta 24 puntos en 2015; en la gestión de Cambiemos se redujo, pero fundamentalmente a fuerza de licuación y aun así sigue muy alto para los parámetros financieros argentinos.
En esta cruzada de llevar el gasto a niveles financiables aparece el gran desafío del sistema previsional, que cualquier presidente, más el arco político de gobernadores y futuros candidatos a presidentes, deberá tener presente. El gasto en jubilaciones y prestaciones sociales ronda los 11 puntos del PBI. Históricamente, este número oscilaba entre 5 y 6 puntos. El salto se produjo a lo largo de los últimos diez años y vino de la mano de las moratorias previsionales, de las fórmulas de actualización de haberes incompatibles con la capacidad de pago del sistema y, como frutilla de la torta, de la Reparación Histórica.
La Argentina gasta en previsión prácticamente lo mismo que Alemania o Francia. Estos países tienen esa posibilidad porque acceden fácilmente a financiamiento y a tasas de interés súper bajas para cerrar el gap. Se transforma, además, en una discusión de endeudamiento de largo plazo. No es el caso argentino: gastamos en previsión como un país desarrollado (un logro mayúsculo) pero ni siquiera tenemos acceso al mercado internacional de capitales para financiarnos (o sea, el logro se opaca y se transforma en una bomba de tiempo fiscal) y las provincias han dejado de «colaborar» con el 15% de la coparticipación. Las cuentas previsionales cierran solo porque el Tesoro nacional transfiere a ese sector ingresos generales de rentas generales por 6 puntos del PBI. Es decir, el conflicto aquí es la presión fiscal que deja al país fuera de la cancha en materia de competitividad hacia el exterior, o «caro» directamente en materia de producción local.
Es una situación insostenible, que claramente ha tocado fondo. No es posible seguir tirando de esta soga, mirando para otro lado y enarbolando las banderas de que se les está haciendo un bien a los jubilados. Es hacerse trampa en el solitario. Lo mismo vale para el Fondo de Garantía de Sustentabilidad (FGS) de la ANSES. Los gobiernos lo piensan como «un fondo de revisión pública en serio», pero la gran mayoría de sus inversiones son títulos públicos del propio gobierno, que está lidiando con los números fiscales y préstamos de dudosa rentabilidad y/o cobrabilidad.
En síntesis, la historia jubilatoria argentina ha terminado históricamente en licuaciones por las malas, dadas las pésimas administraciones, el populismo y la emocionalidad. Su indexación "política" de la década pasada "elonga", a diferencia de la historia, soluciones equivalentes que terminan imponiendo la realidad.
Además de las reformas fiscales «evidentes» , simultáneamente habrá que apuntar a otras reformas («menos debatidas», más difíciles) vinculadas a la estabilidad monetaria y al mercado cambiario. Por un lado, está el régimen monetario en sí mismo: acá la premisa es si la apuesta seguirá siendo ciento por ciento recuperar el peso como moneda de ahorro, o explorar un régimen alternativo de convivencia con otras posibles, que sopese el factor estructural bimonetario de la economía argentina. La dolarización argentina acarrea un doble problema: uno es el debilitamiento del peso y el otro es una dolarización «blanca, legal y declarada impositivamente» que prácticamente no queda en el sistema bancario, y lo que queda prácticamente no genera crédito al sector privado (se trató en el capítulo 3 de la Parte II). La pregunta concreta es si en el mejor de los casos un plan de mediano plazo, con varios años por delante en la búsqueda de estabilidad, va a coincidir o no con la velocidad de paciencia histórica de la sociedad argentina para volver a creer en el peso y en su sistema bancario.
En paralelo está el análisis del sistema bancario: quedó planteado más arriba que, cuando el próximo presidente asuma, puede pasar que el 75% de los depósitos totales del sistema esté fuera del circuito del crédito, encajado o en Leliq (entre remunerado y no, entre no voluntario y voluntario); marcaría un horizonte con escaso o nulo crédito. Y por último está el andar del mercado cambiario, que no opera sobre bases estables, con la demanda de dólares para atesorar demasiado alta e importaciones y exportaciones demasiado bajas. Son otro tipo de reformas diferentes a las fiscales, pero igual de relevantes, igual de impostergables y que tienen que fundirse en un programa económico integrado.
Merece un párrafo especial el vínculo con el FMI. En la transición hacia el 10 de diciembre hay desafíos cambiarios y financieros que pueden tensar los contenidos del Acuerdo. Es clave para el financiamiento del sector público de corto plazo que el Fondo mantenga el cronograma de desembolsos tal como está programado (especialmente el de septiembre, por USD 5,4 MM). Y habrá que ver, en función de la dinámica de la transición, cómo sigue la relación con ese organismo: si se realiza un empalme con el Acuerdo que rige desde octubre de 2018, si se negocia una suspensión para barajar y dar de nuevo, o si —en el extremo— hay una ruptura. Esto es clave para el financiamiento y para otorgarle un marco al próximo programa económico.
Con un eventual "nuevo acuerdo", la Argentina podría obtener un poco más de plata fresca del FMI si se replicara el antecedente del préstamo otorgado a Grecia, que llegó a 15 veces la cuota de ese país en el organismo (sujeto a que el Directorio del Fondo respalde políticamente esa iniciativa). En ese caso, serían unos USD 10 MM adicionales que servirían como puente financiero para 2020. A cambio, las metas serían más amplias: no solamente las fiscales, monetarias y cambiarias, sino también las reformas estructurales. En las actuales circunstancias hay que pensar que no será nada sencillo que la Argentina retorne al mercado voluntario de deuda en un horizonte cercano.
El manejo de la deuda pública con los acreedores privados estará en la mesa de discusión política, así como en la negociación con el FMI. La Argentina no puede (ni ningún país) permanecer fuera del mercado de crédito voluntario de manera permanente.
En algún momento, y de mantenerse el Acuerdo (no es descartable que sea antes de un nuevo gobierno), el FMI pondrá sobre la mesa el tema de la deuda (siempre mirando de reojo el riesgo-país). La cabeza del Fondo está "chipeada" con la fórmula stress test: "debt sustainability path". Considera sostenible una deuda cuando el superávit fiscal primario necesario para estabilizar el nivel de deuda pública es económica y políticamente factible de alcanzar y mantener en el tiempo. Simplificadamente, en el modelo estándar del Fondo, a un país le alcanza con tener equilibrio fiscal primario para mantener el tamaño de la deuda pública estable solo si la tasa de interés que paga es igual al crecimiento del PBI. Por lo tanto, si la tasa de interés es más alta que la tasa de crecimiento económico, el país debe tener un superávit primario mínimo «x». Esta fórmula la aplica en Grecia, Ucrania, Portugal o en la Argentina. Sobre este tema y aplicado estrictamente al caso argentino, el Fondo habla en sus revisiones de «is sustainable but not with high probability». En la matemática fondomonetarista el país requeriría superávit fiscal primario, incluso por encima del punto del PBI que aparece para 2020 en el Acuerdo. Por lo tanto, para 2020 el stress test no cierra. Por eso, el FMI lo ha analizado para el período largo de 2020-2024, no año por año. Ahí sí está forzado a cerrar. La tensión financiera y sobre la deuda pública, que se disparó tras el resultado de las PASO, aceleró los tiempos y puso el tema de la deuda en el centro de la escena.
Llegados aquí, debo realizar una confesión. Hace 30 años, joven y parcialmente equivocado, pensaba que contar con un programa económico integral y consistente era suficiente para encontrar la solución de la economía argentina. 30 años después no cambié de parecer respecto a la consistencia e insustituibilidad de un programa macro. Pero ahora, con más años en el lomo, como aquel jugador que de repente corre menos pero ha aprendido a caminar la cancha, he llegado a la conclusión de que con eso solo resulta insuficiente. El próximo 10 de diciembre de 2019, un programa integral y consistente será condición necesaria pero no suficiente. El próximo presidente tendrá que pivotar además, sí o sí, sobre un cuadrilátero de gobernabilidad. En el primer vértice estará el programa económico completo, integral, abarcador de todos los problemas y de todos los desafíos mencionados en los párrafos previos, y que además acierte en las prioridades y los timings. Contar con el programa adecuado será fundamental, determinante, y marcará el devenir del gobierno. Pero no alcanza.
Al programa habrá que dotarlo de respaldo y viabilidad política. Este es el segundo vértice del cuadrilátero. El próximo gobierno puede no contar con mayorías parlamentarias. Sin una conexión directa y fluida con el Parlamento, los referentes de la oposición, los gobernadores y las organizaciones empresarias, sindicales y sociales, el programa económico no tendrá plafón. Será clave entonces, además de tener un programa, contar con acuerdos con los otros líderes políticos, como ocurrió en algún momento histórico de la Argentina y como ocurre ahora mismo en Brasil. O sea, «espadas» en el Congreso, acuerdos de gobernabilidad, conversaciones y relaciones personales. Decentes y transparentes, que claramente sean parte de la nueva política y del cambio de cultura. No son contradictorios. No es tirar la política por la ventana. Habrá que explicar y saber «vender» las reformas, defenderlas, apuntalarlas sin necesidad de mentir.
Y aun con programa económico y viabilidad política todavía falta. Además, habrá que tejer la comprensión y el equilibrio jurídico en los distintos estamentos judiciales y, en el extremo, en la Corte Suprema, para la validación de leyes y decisiones que será necesario impulsar. Habrá que encontrar el camino legal, en el correcto sentido de la palabra, para que la Justicia no se convierta en un escollo de las reformas económicas que se impulsen. Esto no significa avanzar contra la Justicia ni perder el respeto por las instituciones. Es saber que cualquier reforma a futuro tendrá que lidiar, en cada lugar donde se quiera modernizar, con los intereses enquistados, sobre la base de "kioscos" y negocios que irán por el «no innovar», apelando todo lo posible. Se trata, entonces, de que el Poder Judicial incorpore en sus fallos la lógica y las restricciones económicas de las reformas.
Con el programa amalgamado, el respaldo político y parlamentario aceitado y el aval jurídico como paraguas, habrá que negociar con el FMI el nuevo acuerdo, más integral, más de largo plazo, donde sea el país, el propio gobierno, quien lo ponga sobre la mesa. El FMI deberá entender y acompañar, dentro del esquema capitalista occidental —con los pies dentro del plato—, que esta vez la propuesta debe ser algo más que el Plan Picapiedras ahora extendido a mediano plazo, más dos reformas estructurales, pensando que el paso del tiempo resolverá las cosas. Ese será un camino extenuante y muy doloroso. Será muy difícil crecer. Este es el cuarto vértice del cuadrilátero de la gobernabilidad 2020-2023. O sea, programa-política-justicia-FMI. Solo con un programa (por más sólido que sea) no alcanzará. Pero sin un programa será directamente inviable avanzar a pie firme.
Para terminar, en la Argentina de las últimas décadas hubo dos «modelos» económicos antagónicos que reactivaron fuerte la economía durante un lapso prolongado: la Convertibilidad entre 1991 y 1998, y la política macro heterodoxa aplicada entre 2003 y 2010, aplicada luego de una convulsión y en una década emergente y latinoamericana brillante, influida económicamente por extraordinarias condiciones en los precios de los commodities. Es mejor buenos precios internacionales que bajas tasas. Por lo menos hasta graduarse. Obvio que bajas tasas también son bienvenidas. Y mucho más buenos precios y bajas tasas, que es lo que justamente ligó, en comparación con la historia, la década precedente.
La primera experiencia terminó en un colapso entre 1999 y 2002 que "devolvió" gran parte del crecimiento acumulado en la previa: el muy bajo PBI per cápita de 2002 era apenas 7% más alto que el bajísimo de 1990. La segunda experiencia se montó en el camino de ida al colapso económico de 1999-2002. Ese proceso terminó en el languidecimiento de 2012-2015 y en los problemas para salir adelante de estos años. Ninguna de las dos experiencias tuvo un final feliz. Al contrario, se pagaron costos sociales muy importantes.
El 10 de diciembre de 2019 habrá una nueva oportunidad para la Argentina. Por lo tanto, resulta indispensable que el presidente que asuma tenga muy en claro desde el principio qué camino económico va a seguir (qué programa) y cómo construirá el cuadrilátero de gobernabilidad para salir adelante. No contará o será muy efímero cualquier tipo de luna de miel, ni tendrá la chance de la prueba y el error que una primera experiencia de mala praxis suele tener.
Deberá prepararse y mentalizarse con tiempo porque habrá que acertar de entrada. Tener presente los aciertos y errores del pasado para no repetirlos. La idea acerca de encarar el proceso integral que incluya el cuadrilátero es fundamental. Y dentro de él y en lo que a la disciplina económica atañe, la búsqueda de la consistencia y reforma profunda del sistema económico de la Argentina. Será clave la confianza.
Quiero terminar reiterando la enseñanza aprendida desde pequeño en la propia casa: el crédito es algo que tarda mucho en construirse, pero se pierde muy fácilmente. Hay que cuidarlo. Será sagrado para la próxima experiencia. Ojalá así sea.