Ese viernes por la noche volvía en ómnibus desde la Facultad del mismo modo que lo hacía todas las semanas. El viaje era bastante rutinario. Si bien no veía la hora de llegar, el cansancio no me impedía buscar mentalmente evidencia que me sirviera para pensar en la teoría del consumidor neoclásica que, hacía unos minutos, había explicado. En una de las paradas, subió un hombre (en adelante, Juan) con una maltratada bolsa de plástico que, casi sin mirar, arrojó entre los asientos. Su brusca entrada inquietó a los pasajeros, quienes no tardaron mucho en calmarse cuando confirmaron que se trataba de un vendedor de agujas de coser dispuestas en un plancha cartón (común en otros tiempos). La paupérrima oferta de su producto, desde su packaging mal conservado (arrugado) hasta la limitada utilidad que podrían darle esos pasajeros, anticipaba el inevitable epílogo de toda esa escena. La forma en que Juan abordó a "su público", terminó por confirmarlo. Los movimientos que hacía para sacar el malogrado cartón desde las profundidades de su abrigo, carente de higiene y con evidentes síntomas de haber pasado noches a la intemperie, garantizaron la indiferencia general.
Mientras Juan se disponía a bajar en la esquina de Corrientes y Libertad, justo en la puerta de ese "famoso restaurante de la noche de los ochenta", una chica (a la que identificaré como Ana), alcanzó a darle un billete que él quiso retribuir con uno de sus productos. Mientras el colectivo retomaba la marcha, imágenes bien definidas me quedaron grabadas en la retina: la gentileza con la que Ana no aceptaba esas agujas y el entusiasmo con el que Juan observaba esos diez pesos. Luego atiné a preguntarme por qué había dejado pasar la oportunidad de hacer lo mismo que había hecho Ana y, después, ya con un tono más crítico a la "acción populista de Ana", reflexioné acerca de lo poco acertado que hubiera sido hacerlo porque habría impedido que Juan comprendiera "su paupérrima estrategia de negocios" para que después la reparara. Cuando me di cuenta que me había dejado llevar por las enseñanzas de la "elegante" teoría microeconómica neoclásica (desarrollada minutos antes) y las banalidades que a menudo trata de enseñarnos la sobrevalorada sapiencia de la clase media, la posibilidad de recomponer mis acciones ya se me habían escurrido.
En un imaginario encuentro entre Ana, la desconocida, y el famoso profesor Arthur Cecil Pigou (1877-1959), uno de los precursores en el estudio de la teoría de la economía del bienestar, seguramente éste le habría cuestionado a Ana su decisión indicándole que si todos hubieran tenido la misma actitud "la parte de la cantidad transferida a los pobres en un año cualquiera, de no haberse efectuado, se hubiera convertido en capital que habría contribuido de manera sustancial al aumento de los dividendos futuros" (Pigou, 1946)". Alentado por su absoluta creencia en la transparencia de los mecanismos de mercado, un "límpido" proceso de transmisión de estas decisiones egoístas (término virtuoso utilizado por autores como la filósofa Ayn Rand), habrían contribuido a reducir la pobreza. Con intermediarios especializados trabajando con la precisión de los "afamados cirujanos" (bancos, por ejemplo), Juan (y su descendencia) habrían podido internalizar las virtudes del bienestar general sin requerir de la acción salvadora de Ana. La mística trazada en torno a "la hipotesis simplificadora según la cual los que toman decisiones son racionales y, por tanto, actúan en favor de sus intereses dependiendo de la información que disponen" (Tirole, 2016), sugería que Juan era capaz de comprender la falta de éxito de esa noche y, en las semanas siguientes, reconvertir completamente su negocio.
Parte de la sociedad emite juicios en base a una enseñada “teoría económica” disociada de los problemas sociales
Pensar los equilibrios socioeconómicos a partir de la vida de un homo economicus es suponer todo el tiempo que alcanza con un individuo capaz de perseguir sus intereses y planificar meticulosamente su estrategia y, en paralelo, comprender lo innecesario y desalentador que termina siendo la intervención del Estado y, entre otras organizaciones, las representaciones gremiales. Pretender comprender la vida de un individuo que si se lo propone siempre logrará éxitos o, al menos, comprenderá sus fracasos (sin desalentarse, ni ingresar en situaciones violentas) para internalizarlos y salir adelante, es, al menos, ingresar en una contradicción indisoluble que podría exponer peligrosamente la salud de la cohesión social.
Basar el estudio de la cuestión social en la dependencia de las decisiones de un hipotético homo economicus, en lo más general, implica 1) minimizar la gravedad de las fallas institucionales que, persistentemente, generan injusticias de toda tipo y en cualquier lugar y 2) denostar el hecho que en el individuo (el supuesto homo economicus) "las influencias del ambiente adquieren una importancia cada vez mayor a partir del nacimiento, tanto desde el punto de vista orgánico como del mental //…// La psicología del niño no puede, pues, limitarse a recurrir a factores de maduración biológica, ya que los factores que han de considerarse dependen tanto del ejercicio o de la experiencia adquirida como de la vida social en general" (Piaget, 1969).
Pensando en que las instituciones poseen fallas estructurales (especialmente en la Argentina) y que nadie escapa a la lógica de Piaget vinculada al crecimiento mental, resulta inviable que "un hipotético Juan" encarne el rol de un "súper homo economicus" y que "una posible Ana" haya cometido un reprensible error. Probablemente, esto es lo incomprensible para una parte importante de la sociedad argentina a la hora de emitir su juicio porque siempre "se le enseña" (y prefiere utilizar) una "teoría económica" disociada de los problemas sociales, infestada de ideas falaces (como las que invitan a pensar al funcionamiento del sistema económico agregado como el de "su propia casa") y plagada de razonamientos matemáticos asociados con déficit (monetarios, fiscales y externos) que siempre atentarán contra la estabilidad de las tasas de interés, el tipo de cambio y los precios de los bienes.
Este "aporte" bien vinculado al bienestar de un individuo temeroso, egoísta y "divorciado" de lo social, surgido en la Escuela Clásica (en tiempos de la primera Revolución Industrial en Inglaterra) y profundizado por los dogmas neoclásicos (aparecidos en la década del setenta del Siglo XIX), en la Argentina generó más tragedias sociales que entornos virtuosos. Por esta razón, para detectar los efectos colaterales de estas "potentes grageas" (preparadas para respaldar propuestas cargadas de marketing) es necesario leer "todos" los diarios disponibles (los que nos resultan cómodos y los otros), escuchar "todas" las voces (las que nos resultan confortables y las que detestamos) y prestar mucha atención a los flujos de información que "supuran" de la televisión y las redes sociales.
(*) Gustavo Perilli es economista y profesor de la UBA
Twitter: @gperilli