Casi al mismo tiempo y simultáneamente, hace diez años, Norma Barrientos, su hija Karina, Leonardo Sarmiento y Lucas Menghini Rey se preparaban en sus casas en distintos barrios del conurbano oeste, durante la calurosa mañana del 22 de febrero de 2012, para ser protagonistas -víctimas o sobrevivientes o las dos cosas- de uno de los días más trágicos de la historia reciente argentina.
En ese amanecer, los cuatro siguieron la rutina de cada una de sus vidas porque los golpes más terribles llegan sin avisar. Aunque el estado de los trenes argentinos era desastroso y todos ellos estaban acostumbrados a viajar en las peores condiciones, nadie espera lo que ocurrió.
Por eso Norma armaba el bolsito para irse a trabajar a una casa de familia y le pedía que se apure a su hija de 14 años, que había pedido acompañarla, y le hacía bromas mientras tomaba el último mate dulce porque se estaba vistiendo como si fuera a una fiesta. “Dale, mami, que yo voy a trabajar”, evoca Norma aquella última frase en casa con una sonrisa y recuerda la respuesta de su hija con gracia: “Bueno, pero yo no”.
Por eso Lucas, para no viajar hasta Capital apretado como todos los demás, se metió, como hacía siempre en un hueco destinado a los maquinistas, entre el tercer y cuarto vagón. Se sentó en el suelo y quizás se quedó dormido, después de una larga noche de Carnaval que lo tuvo como cantor en un corso del barrio. Así que se despidió de su hija bebé con la inocencia de quien va a volver a verla por muchos años y María Luján, su madre, lo saludó la noche de carnaval sin imaginar, claro, que todo estallaría para siempre.
Por eso Leonardo, que iba a hacer plomería a una casa porteña, trístemente entregado a la desidia ferroviaria de cada día, no se asustó cuando se dio cuenta de que el tren iba tan rápido al pasar la estación Flores, ni cuando frenó demasiado tarde y tuvo que volver marcha atrás para que suban y bajen los pasajeros: el aviso del infierno en el que quedaría envuelto minutos más tarde.
“Nunca pensamos que iba a pasar lo que pasó cuando llegamos a Once”, sintetiza Sarmiento. Viajaban 1.200 personas en aquel tren de la línea Sarmiento que se estrelló a las 8.33 del 22 de febrero de la década pasada contra el paragolpes del andén 2 de la Estación porteña.
Y lo que pasó fue que el primer vagón se aplastó, entre el muro de contención del final de la vía y el resto de los vagones, con toda esa fuerza y velocidad de un lado y del otro concentrada en un solo lugar. Quedó como un acordeón: el segundo coche se le montó encima. Por los golpes y por asfixia murieron 52 personas y casi 800 resultaron heridas. Todas, excepto Lucas Menghini Rey, iban en la primera formación. Leonardo y Norma explican la causalidad: los que se subían al primer vagón eran los más apurados, los que necesitaban bajar rápido y salir presurosos de Once para no llegar tarde a sus destinos.
Sarmiento esperaba en una puerta del primer vagón la entrada a Once. Sería el primer en bajar cuando se abrieran como cada día. Sin embargo, de repente, mientras miraba la línea amarilla del piso de la estación, sintió una explosión descomunal. Un polvo negro cubrió todo.
Al cabo de un rato imposible de precisar, despertó: colgaba de la ventana del lado opuesto. Medio cuerpo estaba afuera del tren, sostenido por sus piernas, atrapadas entre personas aplastadas por otras personas, vivas y muertas, por hierros y por asientos. Cuando Leonardo recobró la razón miró para adelante y escuchó gritos y sirenas. Vio gente que tomaba fotos con sus teléfonos celulares. Sintió un frío en la cara. Se tocó, le chorreaba sangre. Había perdido una oreja. No sentía las piernas. Su imagen recorrió el mundo. Fue la foto que sintetizó el desastre.
Norma no quería que Karina viajara con ella. Hacía calor. Sospechaba que la adolescente, de 14 años, se aburriría. Pero la hija quería estar con su mamá, quizás mirar tele en una casa ajena, jugar con los hijos de los patrones o con cosas que en su casa faltaban. Norma renegó por la demora de su hija y finalmente salieron cerca de las 7 en colectivo hasta la estación de Moreno y ahí dejaron pasar dos trenes porque iban repletos de gente. En el tercero, subieron al primer vagón. A las pocas estaciones, en Morón, una mujer le cedió el asiento a Norma y ella se lo dejó a su hija. Era una de las primeras butacas del tren. Tan cerca del maquinista, Marcos Córdoba, que Barrientos jura que lo escuchó decir “no tengo frenos” unas estaciones antes de impactar contra el paragolpes de Once.
Norma dejó el asiento a Karina, preocupada por los manoseos a su hija en un vagón donde las personas estaban prácticamente pegadas unas a otras. Norma se pregunta, una década más tarde, 10 años que pasaron volando, qué hubiera pasado si se sentaba ella, o no se sentaba ninguna. Una pregunta inevitable y a la vez sin sentido. El daño está hecho. La marca es indeleble.
La entrada y salida de gente entre Morón y Once alejaron a la mujer de su hija durante el viaje. Cada grupo de personas que subía la arrastraba a Norma más cerca de la cabina de Córdoba. Los últimos minutos de la vida de Karina fueron con su madre confundida entre la maraña de trabajadores transpirados.
Cuando el tren se estrelló Norma quedó abajo de una montaña de personas, vivas y muertas, entre gritos de dolor, pedidos de ayuda y gente en estado de shock. Recuerda a un joven arriba suyo, entre el calor, la oscuridad y el caos, que le clavaba su brazo en el pecho y no la dejaba respirar. Recuerda también alguien que le tiró del pelo. Y los primeros gritos de los bomberos, policías y paramédicos que entraron con sierras y vaselina para cortar los hierros y sacar a las personas, algunas pegadas literalmente a otras.
“Quedó todo como una humareda, no te lo olvidás nunca. Era un humo gris. No entiendo cómo me salvé. Nunca perdí el conocimiento. Y a Karina no la volví a ver más”, solloza Barrientos, que terminó con fuertes golpes en sus piernas y todavía hoy, diez años después, esos golpes le duelen y le impiden trabajar como lo hacía antes. “Ahora solo voy a dos casas de familia, cuando no me duele la pierna y porque ellos no me apuran y conocen mis tiempos”, explica en su pequeña casa de Moreno, donde armó un altar que recuerda a Karina con sus fotos y algunos de sus vestidos.
Alberto Crescenti estaba en un operativo del SAME en Puerto Madero. Por radio le llegó un alerta de una explosión en Once y salió con un equipo. Muy cerca estaba la periodista Marcela Ojeda, movilera de radio Continental. Astuta, con el olfato que requiere el oficio, salió en un taxi para la estación de FF.CC.
Al aproximarse a Once, todavía sin comprender exactamente qué había sucedido, Crescenti, ya en esos años director del SAME, intuyó la magnitud, la escala de la tragedia y pidió que todos los hospitales de la Ciudad de Buenos Aires se preparasen. “Uno siempre piensa si hay algún conocido, un hijo, un amigo, fue terrible ver tantos pasajeros amontonadas: teníamos 150 personas en seis metros cuadrados”.
Al llegar a Once, Crescenti se encontró con el cuerpo “colgante” de Sarmiento. “Él estaba atrapado de las piernas y se movía para arriba y para abajo. Pasó media hora así”, contó. Leonardo, que aquella mañana vestía una camiseta de Boca, recuerda que en un momento le pidió a Dios “que me lleve o que me saque, pero esto no lo aguanto más”. Leonardo admite que pensó en ese momento que prefería morir. Sarmiento perdió su oreja derecha y tuvo heridas terribles en su pierna izquierda, al punto que casi la pierde.
Norma primero salió del tren en una camilla y luego en una ambulancia hacia un hospital. Preguntaba por su hija. “Yo estaba herida, aplastada entre la gente pero no me importaba, solo pensaba en Karina”, cuenta Norma, atorada por las lágrimas. Una persona que la atendió cuando la bajaron del tren le dijo que seguramente habría salido trasladada, que se quedara tranquila. Pero Karina no aparecía. Y dentro del cuerpo y de la mente de Barrientos latía furiosa la intuición maternal. De madrugada, quien entonces era su pareja recibió un llamado. Karina había muerto. El llanto de su compañero dijo todo. Norma tuvo un ataque de desesperación en el hospital.
María Luján Rey trabajaba como docente. La mañana más terrible de su vida la comenzó en el aula. Al terminar una clase su teléfono estaba colmado de mensajes de Paolo Menghini, el papá de Lucas. El hombre le avisaba que el chico, de 19 años, había subido al tren Sarmiento. Y que había ocurrido un accidente. Sesenta horas tardaron en encontrar al joven. Para sus padres fue un tiempo infinito en el que recorrieron cada uno de los hospitales donde había heridos y cada una de las morgues. María Luján vio los rostros de las decenas de muertos buscando lo que no quería encontrar: la cara de Lucas.
La tranquilidad y el alivio de ver que no era Lucas ninguno de ellos la hacía sentir muy mal. “Te hacía pensar que no era tu hijo pero era el hijo de alguien”, dice María Luján, una década más tarde, con la sensación tan vívida como si todo hubiera pasado ayer. Las fuerzas de seguridad y los responsables de investigar el hecho habían anunciado que no quedaban más víctimas, pero los Menghini Rey seguían buscando a Lucas. El 24 de febrero, un agente de la Federal les comunicó el hallazgo de la mochila con los documentos de Lucas pero no pudo pronunciar delante de Luján que su hijo estaba muerto. Por esto, fueron procesados dos comisarios pero en 2017 fueron absueltos.
“No durmió nadie”, dice Crescenti sobre esos días insoportables de febrero de hace 10 años. El director del SAME jamás hizo terapia pero confiesa que muchos de sus colegas quedaron golpeados psicológicamente después de aquellos días de febrero: “Esa imagen no se te borra más, es imposible”.
¿Cómo sigue la vida para Norma, para Leonardo, para María Luján? Sigue porque tiene que seguir.
Sarmiento asegura que si no fuera por el nacimiento de su hijo, otra sería la historia. Durante mucho tiempo no pudo sobrellevar el peso de haber sobrevivido a la tragedia. Rey canalizó su angustia, primero, como una líder emergente de los grupos de familiares de víctimas y años después en la política. Actualmente es diputada. Norma avanzó como pudo. O quizás, una parte de ella, quedó para siempre en aquel vagón destrozado.
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