El jueves 20 de diciembre de 2001, Fernando de la Rúa, cordobés de nacimiento, pero con una larga y exitosa carrera política en el radicalismo de la ciudad de Buenos Aires, comenzó su último día como Presidente a las ocho de la mañana, cuando recibió a su jefe de Gabinete en la residencia de Olivos. Chrystian Colombo le informó las novedades de la reunión de la noche anterior con los dirigentes peronistas, en el hotel Elevage; todo lo que no le había podido contar a la madrugada porque estaba durmiendo, según le dijeron en la guardia. Los peronistas exigían el alejamiento del poderoso y decisivo ministro de Economía, Domingo Cavallo, para pronunciarse sobre la desesperada oferta de un gobierno de unidad nacional.
El Presidente coincidió en que la renuncia de Cavallo era, a esa altura, inevitable; eso lo conducía a la división del ministerio de Economía para desarmar el castillo de atribuciones que el polémico funcionario había acumulado. También charlaron sobre cuándo y cómo el gobierno anunciaría la salida de Cavallo y los cambios en el gabinete. Colombo, además, habló por teléfono con algunos economistas y gobernadores de confianza para tener una primera impresión sobre el impacto de esas decisiones.
Al mediodía, ya en su despacho en la Casa Rosada, Colombo recibió los llamados de algunos empresarios, que, como todos, seguían el minuto a minuto de una crisis que, en el plano económico, incluía un tema de fondo: ¿continuaría la paridad 1 a 1 entre el peso y el dólar o habría una devaluación? Un peso valía un dólar desde 1991, cuando el monstruo de la hiperinflación fue derrotado por la Convertibilidad, la criatura del ministro Cavallo, en los comienzos de la presidencia de Carlos Menem.
El calvario de De la Rúa en el gobierno llevaba poco más de dos años: en ese periodo, había sido abandonado a los diez meses por su vicepresidente, Carlos “Chacho” Álvarez, jefe de una de las patas de la Alianza, el Frepaso, formado por peronistas disidentes y dirigentes de los derechos humanos y los movimientos sociales; en marzo de 2001 había tenido que llamar de urgencia a Cavallo porque la economía estaba cada vez peor, y un par de meses atrás había sido derrotado a todo campo en las elecciones legislativas, donde el líder de su propio partido, el ex presidente Raúl Alfonsín, había hecho campaña en contra del 1 a 1, de la mano de su supuesto rival, el peronista Eduardo Duhalde.
Duhalde, que había sido vencido por De la Rúa en las presidenciales de 1999, resultó el gran ganador: fue elegido senador por Buenos Aires por la mayoría, y Alfonsín entró también, por la minoría. Duhalde y Alfonsín se llevaban tan bien que se decía que encabezaban el llamado Partido Bonaerense.
Aquel jueves al mediodía las imágenes de la televisión mostraban un gobierno desbordado, con la Policía Federal protagonizando una represión tan desmesurada como ineficaz justo frente a la Casa de Gobierno, en la Plaza de Mayo y alrededores.
Una vez lograda la renuncia de Cavallo, los peronistas se alejaban rápido del gobierno, lanzados como estaban a recuperar el poder de cualquier manera. El más expresivo fue el senador Duhalde: “O el Presidente cambia o habrá que cambiar al Presidente”, afirmó en declaraciones periodísticas.
En el radicalismo, Alfonsín consideraba que la suerte del gobierno ya estaba echada. Eso es lo que le dijo a las nueve de la mañana al jefe del bloque de senadores del oficialismo, Carlos Maestro. “Yo no voy más a la Casa Rosada; para mí, esto está agotado”, afirmó el ex presidente.
Maestro recuerda que él evaluaba que la situación era dramática, pero que algo todavía se podía hacer. Por eso, partió a la Casa Rosada junto al titular del bloque de diputados del radicalismo, el catamarqueño Horacio Pernasetti. Un nuevo viaje al despacho de De la Rúa, esta vez los dos solos.
Alfonsín estaba molesto porque sus sugerencias habían sido olímpicamente ignoradas por De la Rúa, su rival de siempre en el radicalismo. Eso ocurrió el día anterior —el miércoles 19 de diciembre— cuando una delegación formal de siete diputados y senadores de la Unión Cívica Radical se presentó en la Casa Rosada.
“Pensábamos —cuenta Maestro— que el Gobierno tenía que hacer algo; aquel miércoles se nos ocurrió pedirle a De la Rúa la renuncia de Cavallo y una modificación sustancial del gabinete para distender la situación”.
Pero, De la Rúa los recibió con Cavallo y ese solo gesto desactivó a los visitantes.
“Estamos haciendo todo lo que podemos; hasta ahora no hemos tenido suerte, pero tenemos que insistir en arreglar el tema del déficit, que es lo que exige el Fondo Monetario Internacional para efectuar los desembolsos prometidos”, les dijo el Presidente antes de despedirlos.
El encuentro se diluyó en frases de circunstancia. Alfonsín y los legisladores se retiraron molestos, convencidos de que la gestión no había servido para nada. El Presidente ya no escuchaba a su partido, preso de sus temores y debilidades, aislado de la realidad, encapsulado por su entorno, ganado por el discurso maniqueo de Cavallo.
Maestro y Pernasetti volvieron a la Casa Rosada el jueves 20 de diciembre al mediodía y fueron directamente al despacho de Colombo. Esperaron en la antesala hasta que el jefe de Gabinete terminó de devolver unos llamados telefónicos. Recién se habían sentado frente a Colombo y hablaban del alejamiento de Cavallo cuando entró el Presidente.
—Carlos, Horacio, ¿qué andan haciendo?
—Venimos a verte, Presidente —dijo Maestro.
—Tenés que buscar ya un ministro de Economía para calmar los ánimos de la gente —le propuso Pernasetti.
—No es tan fácil; nadie quiere agarrar Economía.
—¿Y en el plano político? —preguntó Maestro.
—Estamos convocando a una reunión urgente con todos los gobernadores, pero ninguno viene, ni siquiera los radicales. Nadie quiere venir.
—¿Para qué es la reunión de gobernadores? —quiso saber Pernasetti.
—Cuando hay problemas de este tipo, corresponde convocar al Consejo de Seguridad Interior, que está integrado por los gobernadores. Pero, no importa: podemos hacer la reunión igual, con los ministros de Interior de las provincias.
—¿Por qué no intentas un acuerdo con el peronismo? Incorporarlos al gobierno de alguna manera —sugirió Maestro.
—Lo hemos intentado. Yo no creo que se puedan hacer cosas muy distintas. Pero, si ustedes quieren, hablen con los peronistas.
—Yo puedo hablar con Ramón Puerta (el presidente provisional del Senado) y Horacio, con Eduardo Camaño (el titular de la Cámara de Diputados).
—Está bien. Yo estoy haciendo todo lo que puedo, pero que digan los peronistas qué es lo que quieren.
Maestro se llevaba muy bien con Puerta; por eso, le sorprendió que no lo invitara a sentarse cuando lo fue a ver a su despacho en el Senado.
—Mirá Ramón, vengo porque el Presidente quiere hacer algo en conjunto con ustedes, con el peronismo.
—Yo me estoy yendo a una reunión de gobernadores del peronismo en San Luis; el Adolfo (Rodríguez Saá, el gobernador desde 1983) los invitó a la inauguración del aeropuerto de Merlo; también vamos algunos senadores y diputados. Pero te adelanto que no queremos involucrarnos en esta crisis.
—Pero, el Presidente les ofrece participar del gobierno en las condiciones que ustedes quieran.
—Eso seguro que no. Ya le dijimos que lo apoyamos para sacar todas las leyes que necesite.
—Bueno, Ramón… Acá se termina todo.
Maestro dio media vuelta, abrió la puerta y se fue. Puerta asegura que “no entendí bien lo que quiso decir porque era una frase dura, pero la conversación había sido muy amistosa, como siempre. Luego, entendí que se refería al gobierno”.
Cuando Maestro volvió a su despacho, encontró que Alfonsín lo estaba esperando: quería saber cómo le había ido con el Presidente. No tuvieron tiempo de charlar porque la secretaria de Maestro los interrumpió.
—Si ustedes se quedan acá, después no van a poder salir; me dicen que afuera se está juntando mucha gente —les avisó Noemí.
—Carlos, mejor nos vamos a mi oficina; ahí vamos a estar más cómodos.
Tuvieron suerte: pudieron abandonar el Senado sin que los manifestantes se dieran cuenta de que iban en el asiento trasero del automóvil guiado por el chofer del ex Presidente, junto con el jefe de su custodia, el comisario Daniel Tardivo. Una proeza teniendo en cuenta los abucheos que recibían por aquellos días todos los legisladores, incluidos los de la oposición.
Llevaban casi una hora recluidos en la oficina de Alfonsín, un quinto piso de la avenida Santa Fe al 1.600, cuando, a las cuatro de la tarde, Maestro recibió el llamado de De la Rúa.
—¿Qué pasó con los peronistas?
—Puerta se estaba yendo a una reunión de los gobernadores peronistas en San Luis. Pero, no aceptan: dice que es un problema del gobierno, que es un problema nuestro. Que no se quieren involucrar… Y Horacio dice que no puede encontrar a Camaño.
—Voy a hablar por radio y televisión.
—¿Cuándo?
—Ahora, dentro de unos minutos.
De la Rúa cortó y Maestro le contó a Alfonsín.
—¿Qué irá a decir? —preguntó el ex Presidente.
—No sé. Pongamos la televisión.
Hicieron varios intentos, pero no lograron encender el aparato.
—Vení Margarita, que no podemos conectar la televisión —gritó Alfonsín en dirección a la sala donde estaba su secretaria privada.
—Ustedes, los hombres, no saben hacer nada —regañó Margarita Ronco mientras la imagen del Presidente aparecía en la pantalla.
De la Rúa se había dado cuenta de que el peronismo no estaba dispuesto a compartir con él la responsabilidad de gobernar la Argentina en el medio de una crisis tan profunda, que ya había provocado numerosos muertos y heridos en varias provincias.
En la Capital, fuera de la sede del gobierno, entre la Plaza de Mayo y la avenida 9 de Julio la policía descargaba una violenta represión contra grupos de manifestantes: vecinos y oficinistas sueltos, pero también militantes de derecha y de izquierda, desde simpatizantes de los militares “carapintadas” hasta “piqueteros” y miembros del Partido de la Liberación, Quebracho, Izquierda Unida y el Partido Obrero.
Mientras eso ocurría, en lo que sería su último mensaje al país el Presidente señaló: “Estoy convencido de que solo la unidad nacional puede levantar al país”, y prometió que iba a realizar “los cambios que sean necesarios” para sumar al peronismo, incluida la salida de la Convertibilidad y el cambio de régimen económico.
Informó que había hecho modificaciones en su gabinete: Cavallo ya no era ministro y Economía había sido dividido en dos; las secretarías de Hacienda, Finanzas e Impuestos pasaban a depender de Colombo, y el resto, junto con Infraestructura y Servicios, formaban un nuevo ministerio, a cargo de su amigo Nicolás Gallo.
Sin embargo, alertó que era necesario “una pronta respuesta del justicialismo” a su oferta de un gobierno de coalición porque —argumentó— “no puede seguir el cuadro de violencia en la calle que arriesga a situaciones más peligrosas”.
Fue un mensaje corto en el que dejó en claro que si el peronismo no se sumaba al gobierno iba a renunciar. Incluso mencionó que estaba “despojado de cualquier interés personal por el cargo que tengo el honor de ocupar” y que “no estoy acá porque me aferre a un cargo”.
Hasta el discurso de De la Rúa, las versiones de los distintos protagonistas coinciden en lo que fue sucediendo durante aquel día decisivo. Pero, a partir de este momento hay diferencias, algunas de ellas sustanciales.
Por un lado, Maestro asegura que quince minutos después del mensaje, recibió un segundo llamado del Presidente.
—¿Qué te pareció el discurso?
—Mirá… Me pareció más atinado, mejor, que el de anoche. Esperemos a ver cómo reacciona el peronismo.
En realidad, Maestro no había podido ver ni escuchar el discurso de la noche anterior, cuando De la Rúa anunció el estado de sitio, aunque había leído párrafos en los diarios. Fue la mejor respuesta que encontró frente a una pregunta inesperada.
También afirma que el siguiente llamado fue el de Noemí, su secretaria.
—Ya puede venir a su despacho; parece que afuera está todo más tranquilo.
En aquel momento, Alfonsín saludaba a algunos radicales de confianza que habían llegado para analizar la crisis del gobierno: José “Chiche” Canata; Juan José “Manolo” Canals y el economista Mario Brodersohn, entre otros. Todos ellos eran fieles seguidores de Alfonsín y, como su jefe, pensaban que la caída de De la Rúa era cuestión de tiempo, de muy poco tiempo.
—Raúl, yo vuelvo al Senado; me avisó mi secretaria que está todo más calmado.
—Bueno Carlos, después nos vemos.
Sin embargo, otras fuentes sostienen que Maestro permaneció en la oficina de Alfonsín, desde donde —junto con el ex Presidente— conspiró para forzar —o, al menos, acelerar— la renuncia de De la Rúa. Tanto es así que varios correligionarios lo siguen considerando “un gran traidor”.
Sin llegar a tanto, De la Rúa afirma que él decidió renunciar cuando, desde las oficinas de Alfonsín, lo llamó Maestro y le informó que ellos consideraban que ya no había otra opción que “el renunciamiento”.
Maestro niega esos testimonios. Ratifica que volvió a su despacho en el Senado, donde —afirma— atendió a un comandante de Gendarmería que le traía un mensaje del jefe de esa fuerza, el comandante general Hugo Miranda.
Siempre según Maestro, Miranda le avisaba que los saqueos se iban a multiplicar en el conurbano cuando “venga la noche porque ya no hay relevos en la Policía Bonaerense debido a que sus efectivos han estado trabajando durante cuarenta y ocho horas seguidas, sin descanso. Lo mismo pasa en la Policía Federal”.
“Además —agrega Maestro— la televisión ya informaba de muertos en el centro de la ciudad y también en otros lugares, como Rosario, Córdoba, en la provincia de Buenos Aires… Ya se hablaba de más de veinte muertos en todo el país, había imágenes de coches quemados en la 9 de Julio. Así que lo llamé a De la Rúa”.
Sostiene Maestro que le comentó al Presidente que había cinco muertos en los alrededores de la Plaza de Mayo, pero De la Rúa le contestó que ni el ministro del Interior ni el jefe de la Policía Federal le habían informado eso.
A las cuatro y media, luego del discurso y camino a su despacho, De la Rúa le había preguntado a su secretario de Seguridad, Enrique Mathov, si era cierta la versión sobre muertos en el centro de la Capital.
—No lo sé, ya lo llamó al comisario Rubén Santos —le respondió Mathov.
“El jefe de la Policía Federal —dice Mathov— me informó que no, y yo se lo transmití de inmediato al Presidente. Luego, me fui a la Secretaría. A las seis de la tarde me llamó el ministro del Interior, Ramón Mestre, y me comunicó que había dos muertos en el Hospital Argerich”.
“La Policía —agrega— no lo supo antes porque ambulancias del SAME habían levantado los cuerpos y los habían llevado al hospital”.
Maestro asegura que —apenas cortó con el Presidente— su secretaria le alcanzó un comunicado de prensa conjunto de los bloques de senadores y diputados del peronismo, donde la principal fuerza de oposición reclamaba a De la Rúa “un gesto de grandeza que permita superar esta crisis”. Según Maestro, también “convocaban urgentemente a una Asamblea Parlamentaria”.
Maestro cuenta que volvió a llamar al Presidente.
—Mirá Fernando, el peronismo ha resuelto retirar su apoyo parlamentario al Gobierno. La situación está muy difícil y yo no le veo salida.
—Yo hice todo lo que pude; convoqué al peronismo a un gobierno de unidad nacional, pero no fui escuchado.
De acuerdo con Maestro, ahí fue cuando, a pedido del Presidente, le sugirió que pusiera su renuncia a disposición de la Asamblea Parlamentaria.
Maestro se refería a una sesión especial de todos los legisladores: los senadores y los diputados. La instancia prevista por la Constitución para analizar la eventual renuncia de un Presidente y designar su sucesor.
De la Rúa se quedó unos segundos en silencio.
—Si no queda otra solución, lo voy a hacer —sostuvo, según Maestro.
Maestro cuenta que, aliviado, salió al pasillo a informar que era inminente la renuncia del Presidente a una patrulla de periodistas que deambulaba por el Senado en busca de información. Eran las seis y cinco de la tarde.
De la Rúa firmó su renuncia minutos después de las seis y media de la tarde. La redactó a mano, luego de convocar a su despacho a algunos funcionarios de confianza, entre ellos Colombo; el canciller Adalberto Rodríguez Giavarini; Gallo, el secretario general de la Presidencia; el ministro de Defensa, Horacio Jaunarena; su hermano Jorge de la Rúa, titular de Justicia, y Hernán Lombardi, secretario de Turismo.
“He tomado la decisión de renunciar —les explicó. El justicialismo rechazó mi oferta de un gobierno de coalición, no con esas palabras, pero sí con hechos: los gobernadores están reunidos en San Luis a la espera de mi renuncia, y el jefe del bloque de diputados, (Humberto) Roggero, pidió mi juicio político. En nuestro partido, el jefe del bloque de senadores, Maestro, me acaba de decir que no hay otra salida que mi renuncia. Mi actitud es este renunciamiento que quiero hacer para pacificar el país y asegurar la continuidad institucional”.
Todos escucharon en silencio. De la Rúa salió del despacho privado, atravesó la oficina de los edecanes y entró a la Sala Verde, un lugar más pequeño pintado de ese color, decorado con un imponente retrato del general José de San Martín. Y allí se sentó a escribir su renuncia. “Creí que debía ser hecha en forma manuscrita”, recuerda. Sus funcionarios lo siguieron y se quedaron mirando cómo la redactaba. Algunos estaban a punto de llorar.
—Me parece bien que la hayas hecho a mano —lo alentó cuando terminó, su amigo Rodríguez Giavarini.
De la Rúa llamó por teléfono a Virgilio Loiácono, que era el secretario de Legal y Técnica de la Presidencia:
—Por favor, lleva la renuncia al Congreso.
El texto fue dirigido al ingeniero Puerta:
“Me dirijo a Ud. para presentar mi renuncia como Presidente de la Nación.
Mi mensaje de hoy para asegurar la gobernabilidad y constituir un gobierno de unidad fue rechazado por líderes parlamentarios.
Confío que mi decisión contribuirá a la paz social y a la continuidad institucional de la República.
Pido por eso al H. Congreso que tenga a bien aceptarla.
Lo saludo con mi más alta consideración y estima, y pido a Dios por la ventura de mi Patria”.
Roggero, cordobés de Río Cuarto, niega que él, como jefe del bloque de diputados del peronismo, haya mentado la posibilidad de un juicio político a De la Rúa: “Hicimos una conferencia de prensa, pero para rechazar la propuesta de un gobierno de coalición”. Eso fue menos de cincuenta minutos después del discurso del Presidente. ¿Por qué tan rápido? Porque temían que sus compañeros de las provincias más chicas, que habían convocado al encuentro en San Luis, aceptaran la oferta de De la Rúa. “Pensábamos que, con ese rechazo, el encuentro en San Luis se volvía abstracto”, sostiene.
De la Rúa renunció cuando tenía 64 años y llevaba setecientos cuarenta días —dos años y diez días— en la Presidencia. Se había preparado toda su vida para ese cargo y no pudo completar su primer mandato.
El ex senador jujeño Alberto Tell afirma que, luego de la renuncia, De la Rúa llamó por teléfono al ex presidente Carlos Menem: “Yo había ido a ver a Carlos junto con Daniel Scioli y otros dos compañeros, en el auto de Scioli. Fuimos al departamento de su esposa, Cecilia Bolocco. Recuerdo que Carlos estaba durmiendo, así que lo esperamos un rato. Estábamos charlando cuando lo llamó De la Rúa y Carlos puso el teléfono en manos libres”.
—Carlos, ya he redactado mi renuncia por esta crisis institucional que se ha creado.
—¿No hay manera de volver atrás?
—No, creo que mi renuncia contribuirá a la solución de esta crisis. Quería agradecerte tu permanente colaboración con mi gestión; fuiste uno de los pocos que nunca puso un palo en la rueda; por el contrario, siempre estuviste dispuesto a colaborar.
—Fernando, somos hombres de la democracia.
Uno de los funcionarios que lo acompañaron en aquel gesto del final, recuerda que, una vez que estampó su firma en el texto de renuncia, De la Rúa pareció recuperar la energía, como si se hubiera sacado un peso de encima
—Bueno, ya no tenemos nada que hacer hoy acá. Nos vamos —les indicó a sus acongojados colaboradores.
Y salió del despacho para tomar el ascensor privado, pero lo frenó el jefe de la Casa Militar, el vicealmirante Carlos Carbone, que llevaba menos de dos días en su cargo.
—Señor Presidente, no puede salir por allí. La seguridad depende de mí y hay muchísima gente en la Plaza.
—Me voy directamente, como lo hago siempre.
—No, señor Presidente, ya está listo el helicóptero. No se puede salir por tierra.
De la Rúa fue llevado rápidamente a la azotea, donde ya lo esperaba un helicóptero Sikorsky S76B apenas posado —sin descargar todo su peso— para proteger de posibles fisuras al techo y a las paredes del histórico edificio. A las corridas y en apenas un minuto, abordó la máquina, junto con su edecán, el teniente coronel Gustavo Giacosa —también en su segundo día en el cargo— y el subjefe de la custodia presidencial, el subcomisario Marcelo Lioni, el calvo al que muchos tomaron por Cavallo al verlo por televisión.
El fotógrafo presidencial Víctor Bugge registró con maestría todas esas escenas históricas.
Eran las siete y cincuenta y dos de la tarde y el helicóptero blanco se elevaba en medio de aplausos, gritos e insultos de la gente que protestaba en la Plaza de Mayo. La imagen evocaba la partida de la presidenta Isabel Perón poco después de la medianoche del 24 de marzo de 1976, minutos antes de que fuera desalojada del gobierno por los militares.
De la Rúa llevaba su ejemplar de la Constitución apretado entre las manos. Apenas atinó a mirar por la ventanilla en los cuatro minutos y medio que duró su último viaje en helicóptero hasta la residencia de Olivos.
*Periodista y escritor, extraído de su libro Doce Noches, publicado en 2015 y reeditado ahora por Sudamericana.
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