El despertador de Cecilia Loudet está programado para las 6:30 de la mañana. Una hora antes, ella abre los ojos. La oscuridad de las 5:30 le trae el primer pensamiento: ¿y el paciente de la cama 22? No puede volver a conciliar el sueño y se levanta. Camino al baño, mira su cama vacía: desde hace dos meses ya no duerme con su marido.
Cecilia trabaja en el Hospital San Martín de La Plata desde 1999. Hacía poco había asumido como Jefa de la Unidad de Investigación, pero desde abril tuvo que volver a su vieja función de terapista en la UTI (Unidad de Terapia Intensiva), y en la UTI Covid. Ahora está vestida con ambo verde claro y usa anteojos que se parecen a los que se utilizan para hacer deportes extremos. Tiene el pelo negro y lacio. Flequillo recto. Un pequeño lunar marrón debajon de la boca, entre el labio y la pera. Tiene también una cadenita que no se ve si termina en cruz o en medalla.
“Lo más parecido que viví fue en el año 2009, con la gripe H1N1. La diferencia es que fue más breve y no era tan terriblemente contagiosa entre el personal de salud”, dice. En aquel entonces ella se contagió, estuvo 15 días en su casa y la dejaron volver. A los dos meses del brote, la pandemia estaba controlada.
Al principio de este año pensó que sería igual con el coronavirus, pero al ver el avance en el mundo se dio cuenta de que no. Lo primero que hizo fue extremar medidas en su casa y reducir el contacto con su esposo: ella se quedó en la habitación, él se acomodó en el cuarto de uno de sus dos hijos, y los chicos empezaron a compartir. Tienen 14 y 12 años, y al comienzo era extraño ver a sus padres instalar esa distancia. “Él tiene algún que otro factor de riesgo y sería muy negativo que se contagie por mí”, dice.
El largo pasillo que separa la terapia intensiva común de la terapia Covid está lleno de luz. Es bastante silencioso. Todo el Hospital está separado entre sector Covid y no Covid. Pero hoy hay dos pacientes con coronavirus en la sala libre de coronavirus. Las 14 camas de la UTI Covid estaban llenas y debieron ubicar en algún lado a esas dos personas.
Lo que le quita el sueño a Cecilia es saber cómo siguen las cosas cada vez que se va del trabajo. “No podemos desenchufarnos. Las horas que estamos acá las vivimos acá, pero después te vas a tu casa y no podés desconectarte: estamos viendo la novedad del pase de guardia, las intercurrencias, las complicaciones… Nuestra vida es esto todos los días. Es parte de la vida del intensivista, sí, pero es difícil y una se cansa. Y va a ser así hasta que esto termine. Lo sabemos”, dice.
El peor día desde que empezó todo esto ella no debía estar en el Hospital. Le pidieron hacer un refuerzo a la noche y, aunque hacía años no realizaba más guardias, aceptó. En un momento entró a la terapia una chica joven. Se la indujo al coma y a los pocos minutos falleció. Sus hijos no pudieron despedirla. Un rato después entró otro paciente a la sala de Terapia Covid. Falleció esa noche. Hubo un tercer paciente a la madrugada. Cuando lo ingresaron, se quejaba de que le faltaba el aire. Le dijeron que lo iban a dormir para tratarlo. Falleció. Fue una noche triste y cansadora. Las camas fueron liberadas y al poco tiempo las ocuparon nuevos pacientes.
Son las once y media de la mañana. Nos entregan un camisolín a cada uno, un barbijo N95, y nos ofrecen gafas y guantes. Nos vestimos de médicos y caminamos por un pasillo lateral de uno de los tres cuerpos del hospital. Giramos en uno de los pasillos internos y vemos un cartel naranja que dice Terapia Covid. Debajo, a la altura del pecho, un dispenser de alcohol. Apretamos dos veces cada uno, siguiendo las indicaciones de Gabriela Sáenz, jefa de sala. Pegamos una mano a la otra y las frotamos, como si acariciáramos una esfera imaginaria. Nunca antes un movimiento de higiene fue tan fácilmente identificable. Pasamos otra puerta y vemos una gran sala rectangular. Al centro, dos mostradores alargados sobre los que hay varias computadoras y muchas cajas abiertas con jeringas, ampollas, gasas, planilla, radiografías. Muchas mujeres se acercan y alejan al mostrador y hacen pequeñas maniobras: dejar un instrumento, buscar un frasco, rociarse las manos con alcohol, registrar un dato.
A cada lado de la sala, cuatro habitaciones vidriadas, una al lado de la otra. Cada unidad no lleva nombre sino los números de las camas que contiene. En cada puerta de vidrio hay un cartel que indica cómo lavarse las manos. A su lado, alguna planilla con información de los pacientes.
Todos están conectados a un monitor que indica la frecuencia cardíaca, la saturación de oxígeno en sangre, la frecuencia respiratoria, la presión y la temperatura de cada paciente. Hay otros tubos y cables que van de distintas consolas a los enfermos. Casi a las doce del mediodía todos los pacientes de la UTI están dormidos, con analgesia y sedación. La mayor parte de ellos está intubado.
Por la mañana siempre hay más movimiento de gente porque es el horario en que hay más personal. Por la tarde, quedan los médicos de guardia y las enfermeras (todas mujeres, hasta lo que vemos). Lo peor, coinciden todos, es cuando hay que pronar a un paciente.
La técnica de pronar ya existía, pero se volvió protagonista a causa del coronavirus. Las imágenes que llegaban de Italia a principio de año con todos los pacientes boca abajo corresponde a esto. Cuando se vuelve imposible aspirar todas las secreciones de los bronquios del pulmón de manera mecánica por medio de un tubo, porque mucha de esas secreciones se alojan en lugares inaccesibles, se gira el cuerpo del enfermo para que elimine esa mucosidad o se relocalice y se pueda aspirar. Para pronar a un paciente se necesitan al menos cinco personas.
Cuando tienen que realizar la técnica, pueden estar más de una hora seguida encerrados en la habitación, cubiertos con protector de pies, camisolín, dos pares de guantes de látex, dos cofias para la cabeza, un barbijo N95, otro barbijo simple arriba para proteger al N95 (porque lo tienen que usar varios días), anteojos protectores, y máscara de plástico por encima de todo.
Cada vez que tienen que entrar a una habitación tienen que ponerse cada elemento. Cada vez que salen, sacarse todo y desecharlo (salvo el N95 y los anteojos). Si tienen que ir de un cuarto a otro, deben reequiparse, lavarse las manos, desinfectarlas, y volver a equiparse con material nuevo.
Seis y media de la tarde. En la sala de descanso hay un televisor encendido. Una cadena rodea su base, sigue hacia abajo, envuelve una de las patas de la mesa en la que está apoyada, y se cierra en un candado. En la tele está puesto un canal de noticias que muestra imágenes de Alberto Fernández en una planta. Está muteado.
Al lado de la tele hay una mesa grande con un mantel de plástico, y varias sillas alrededor. Sobre la mesa, los restos de una torta y un paquete de bizcochos de grasa. Pegado a la pared de la sala, un futón negro, una silla, y un dispenser de agua. En el futón, un hombre de 41 años con barbijo celeste mira su celular. Su nombre es Leandro Tumino, médico de guardia de la UTI de los días viernes.
Distribuidas por toda la sala se apilan varias cajas con caracteres chinos. En algunas de ellas hay camisolines, en otras barbijos N95, en otras cubrepiés. Llegaron desde China hace poco tiempo. En marzo de este año, cuando se declaró la pandemia, el Hospital San Martín de La Plata tenía solo 14 camas de terapia intensiva.
“Cuando hablamos de tiempo de preparación es real”, dice Ana Laura González, Directora Asociada del Hospital. “En marzo activamos reestructuraciones edilicias y reorganizamos el personal. Muchos estaban volviendo de vacaciones en el exterior. En marzo y abril fueron llegando y reincorporándose, al mismo tiempo que esperábamos que llegaran los recursos: barbijos, camisolines y demás, un material que no estaba previsto para nada en el stock habitual de trabajo. Y con ese tiempo además pudimos activar la UTI Covid. Aumentamos en un 100% las camas de terapia intensiva: hoy hay 28 (14 de UTI común, 14 de UTI covid)”, dice.
Más allá de la ampliación, son las tres de la tarde y ya no quedan camas en ninguna de las dos UTIs. La Secretaria de la Unidad, Deborah Russo, está obligada a trabajar con el celular disponible las 24 horas del día los 7 días de la semana. Entre ella y Ana Laura tienen que resolver dónde ubicar cada paciente crítico que va llegando. A veces tienen conversaciones a las tres de la mañana, a las cuatro, a las cinco.
“Si entraran cinco casos juntos no los podríamos albergar en la terapia intensiva pero tenemos planes de contingencia en otros lugares preparados en el hospital: la guardia de emergencia y la unidad coronaria -que es libre de Covid pero la podemos activar en caso de emergencia para poder dar respuesta a la saturación de la terapia intensiva-”, explica Ana Laura. Hace una pausa de silencio.
-¿Está cerca el colapso?
-Sí.
-¿Qué te da más miedo?
-Que la sociedad se cansó de guardarse. Y no pedimos que se queden en la casa, pedimos que se respeten las medidas de prevención para la vía pública. La preocupación hoy es no poder darle atención a todos lo que la necesiten.
Ana Laura asumió como directora a partir de la nueva gestión de gobierno. Como todos, no esperaba este panorama. Mucho menos esperaba que se enfermara su hija de 9 años. No sabe dónde se contagió, porque a Ana los hisopados le dieron siempre negativo. Su hija un día comenzó con dolor de panza, la llevaron a una clínica privada y pensaron que era apendicitis. La operaron, pero en medio del proceso se dieron cuenta de que el apéndice estaba bien. No supieron qué era y la hisoparon. La respuesta fue coronavirus.
Cuando habla de su hija, Ana se emociona. Muchas veces se preguntó si la contagió ella, pero todos los resultados indican que no. Su hija ahora le dice a los amigos, cuando los ve por zoom, que ella ya es más fuerte que todos porque ella tuvo coronavirus y sus compañeritos no.
Son las nueve de la noche. En la sala de terapia Covid parece empezar el juego de las puertas: cada una que se abre depara un problema nuevo. Son 8 puertas. En las primeras dos de cada lado hay una sola cama. En las siguientes, dos pacientes por habitación.
Vanina es enfermera. Prepara la sedación sobre el mostrador: rompe las ampollas con habilidad, con sus dedos índice y pulgar, y carga una jeringa que después descarga en una bolsa. Anota unos números. Tira las ampollas vacías en una caja roja de plástico que dice “Peligro Biológico”.
Carolina también es enfermera. Está toda vestida de negro, es la única. Por pedido de Carina Balasini, una de las médicas de turno, prepara el laringoscopio para una intubación urgente de la paciente de la cama 25, una mujer joven que a quien extubaron hoy mismo más temprano y a quien súbitamente se le complicó respirar. Carolina chequea que la herramienta tenga pila. “Se prueba siempre”, me dice. Es un instrumento con linterna que se mete en la garganta para ver dónde poner la vía aérea.
De pronto se abre otra puerta: cama 21. La enfermera saca la cabeza: “voy a necesitar ayuda chicas... Diarrea hasta en el piso”.
-Uy no... -dicen todas, fatigadas.
Cada puerta que se abre, se alertan. Por el protocolo de seguridad, las enfermeras tienen que trabajar de a pares: una dentro de la habitación y otra afuera asistiéndola, llevándole los recursos que necesita para ahorrarle el proceso de sacarse la ropa. Cuando muchos pacientes a la vez requieren atención, la cosa se complica.
Carina Balasini y Pablo Canavessi son dos de los tres médicos de guardia que hay esta noche. (Todos los días hay solo dos médicos, salvo los viernes). Mientras trabajan en la intubación de la mujer, revisan que el paciente de la cama de al lado esté estable: recién hoy lo ingresaron.
“Son internaciones largas y muy exigentes”, explica Carina un rato después. Mientras las internaciones normales suelen ser de una semana o dos, los pacientes con Covid suelen estar casi todos más de 20 días. Mucho de ese tiempo lo pasan en coma inducido, sedados, y mientras más largo es el periodo dentro, más cuidados necesita.
A diferencia de lo que se conoce, el promedio de edad de los pacientes graves de Covid del Hospital San Martín de La Plata es de 40 años. Carina los atiende con dedicación. No es este su único trabajo: también se desempeña en el Hospital Pirovano, de la Ciudad de Buenos Aires. Pablo Canavessi también tiene más de un empleo: además del San Martín está en el Hospital Español de La Plata y en la clínica IMAR. En los tres lugares hace guardias de 24 horas.
“Recién tuvimos que intubar a la paciente. Si no lo hacíamos bien, la mujer entraba en paro, porque se quedaba sin oxígeno”, dice Carina, que se formó en este hospital y sigue viniendo desde Buenos Aires, después de 20 años, para no perder sus aportes. “En este caso salió todo bien, todavía es temprano, no llevamos tantas horas sin dormir, estamos lúcidos. ¿Pero si este proceso lo tengo que hacer a las seis de la mañana, después de estar 20 horas despierta?”, pregunta.
Miro la sala, Recorro uno a uno los cuartos, anotando lo que veo. Reservo los números de cama y su orden para que no sean identificables.
PRIMER CUARTO - Un solo paciente. Un hombre joven. Está consciente. Nos mira verlo. Saluda levantando el brazo.
SEGUNDO - Un hombre dormido completamente, la cabeza caída para un lado. Intubado. Aproximadamente, 40 años. Otro hombre un poco mayor (entre 50 y 60). Es el padre de una enfermera del hospital. Está despierto. Más temprano la hija pudo entrar 15 minutos a verlo.
TERCERO - Dos mujeres. Una despierta, apenas. En el monitor de su cama, los siguientes números: 89, 99, 25, 178/83 (99). Temperatura: 46.3. la mujer tendrá 50. La otra mujer completamente dormida.
CUARTO - Dos hombres. Uno de ellos hoy habló con su esposa e hijos a través de una videollamada. Es un hombre de unos 40 años. Está consciente. el otro hombre está dormido. Muy grandote. Tiene problemas de diarrea. Edad: 57.
QUINTO - Una mujer de unos sesenta años. Paciente diabética. Un hombre mayor.
SEXTO - Una mujer soltera. Joven. Entre despierta y sedada. Un paciente nuevo, ingresado el mismo viernes. Tiene antecedentes neumatilógicos. “Qué cagada”, dice la médica al enterarse.
SÉPTIMO - Un hombre de 32 años. Sin cuadros preexistentes, pero muy complicado. Otro hombre con tatuajes. Dormido, aunque cada tanto abre los ojos. Se abre una puerta: una enfermera dice: “¿No está el banquito?”. Una mujer le acerca un banquito. Ella lo entra. Lo acomoda junto a la cama, sube, y se pone a conectar cosas en la consola superior de la cama.
OCTAVO - Un hombre solo. Mayor de 60. Dormido.
-¿Tu nombre es Juliana Torquati?
-Sí.
-¿Sos enfermera?
-Soy licenciada en enfermería. Hago terapia intensiva desde hace casi diez años. Estoy en el Hospital desde abril, se empezó a necesitar personal y me convocaron desde el Ministerio. Además hago terapia intensiva en otro sanatorio privado.
-¿Cuántos días a la semana trabajás?
-Trabajo casi todos los días. Acá hago 6 horas diarias, y allá hago 8 horas diarias. Los días que hago trabajo doble duermo tres horas a la mañana y una hora por la tarde cuando salgo de acá.
-¿Cómo podrías describir ese cansancio?
-Es una mezcla de sensaciones, porque no sabés si estás cansada porque adquiriste otro trabajo, porque tal vez tenés síntomas del mismo Covid, o porque es una mezcla de todo. Realmente el cansancio es grande.
-¿Imaginaste este panorama alguna vez?
-Desde un principio sabíamos que era una guerra que está perdida. Y sabíamos que éramos los soldaditos que tenían que estar al frente de batalla en la trinchera. Pero sabíamos que era una batalla perdida, y que poco a poco nos íbamos a ir contagiando. Gran parte de nuestros compañeros han sido contagiados. La idea es mantenernos lo más sanos posibles para poder mitigar estas situaciones.
-¿Sentís miedo?
-No me da miedo mi trabajo, me da miedo mi familia.
-¿Qué recordás de aquella época en la que estaban los aplausos a las nueve de la noche?
-En ese entonces nos sentimos bien, nos sentimos acompañados. Yo soy de Ensenada. Hace muchos años, allá tuvimos las invasiones inglesas. Los vecinos se juntaban para resistir en la guerra y ayudar a los soldados. Ahora somos soldados que estamos solos. La gente dejó de juntar el aceite, dejó de juntar el agua, y se fue a tomar una cerveza o jugar a la pelota. Esas cosas dan miedo, y cansa.
-¿Cuando ves una quema de barbijos qué pensás?
-No, no… No puedo. Esto -señala el barbijo- es lo que me está protegiendo a mí ahora. Esto que nos donaron -señala una máscara técnica- me protege a mí ahora. Y todos estos pacientes tienen coronavirus. Y yo no podría entrar y estar en contacto con ellos si no fuera por esto, porque estaría enferma. Si todos nosotros entráramos sin nuestros barbijos estaríamos enfermos. No tiene explicación y no tiene lógica.
-¿Hay algún caso que recuerdes en particular?
-Hubo un paciente que festejó su cumpleaños en plena pandemia y lo tenés ahora en una cama ventilado. Teníamos a la mamá de una enfermera, que se contagió por el trabajo de su hija. Tuvimos a una madre y su hijo. La madre lamentablemente falleció y el hijo todavía la está peleando. Tenemos gente joven que no tenía enfermedades preexistentes pero está acá en una cama. Y esas son las cosas que te llegan y con las que te vas todos los días a tu casa.
Si alguno de los pacientes de la sala muere, nadie reconocerá su cuerpo. Los médicos registrarán unos datos en un formulario y pondrán el cuerpo dentro de una bolsa de plástico negra. La sellarán y rociarán sobre ella una solución de hipoclorito sódico con 5.000 ppm de cloro activo. Luego, lo pondrán dentro de una segunda bolsa. La sellarán. Del lado de afuera pegarán un papelito con la información del fallecido y el resultado de su último hisopado. Lo llevarán a la morgue. No lo pondrán en cámara refrigerada, ya no hay disponibles. En cambio, esperará en una camilla o sobre alguna otra bolsa negra con algún otro cuerpo. Se irán apilando y cada vez más lejos se sentirá el olor. Los directivos del hospital contrataron una cámara refrigerada móvil para desagotar la morgue.
Nadie volverá a verle la cara a ninguno de los fallecidos: irán al ataúd dentro de la bolsa. Recién cuando esté el formulario del SISA (Sistema Integrado de Información Sanitaria Argentina), la funeraria aceptará retirar un cuerpo. Hasta hace unos meses, era obligatoria la cremación. Hoy, los muertos con Covid también pueden ir a tierra.
No importa si un paciente muere por otra causa: todos van a una bolsa. La diferencia se juega, sin embargo, en su tiempo de vida. Aquellos que están internados en una terapia intensiva de Covid no podrán ver familiares ni ser vistos por ellos. Recién ahora, luego de muchos meses de pandemia, algunos hospitales aplicaron protocolos de terapia humanizada: en ciertos casos se habilita una visita con extremas medidas de seguridad sanitaria, o se realizan videollamadas a instancias de los médicos. En muchos casos, son rituales de despedida. En otros, hablan de cuestiones cotidianas, discuten el clima como si les aliviara el corazón pensar en la siguiente lluvia.
Para la mayoría de los muertos por Covid en la Argentina no hubo terapia humanizada. Un día dejaron de ver a sus seres queridos y ya no pudieron despedirse. Una vez que se aísla a un paciente grave de coronavirus, los familiares deben asumir que se enfrentan a una muerte oscura, sin reconocimiento de cuerpos ni rituales. Hasta hace poco, incluso sin entierros.
Leandro Tumino, además de médico de guardia e instructor de residentes, es miembro del grupo “Lazos del Poli”, formado por el comité de Ética del Hospital. Lo que intentan es cuidar lo más posible a los familiares de los pacientes. Una de las principales herramientas es la de ofrecer la posibilidad de tener contacto a través de videollamadas. Leandro anota el teléfono de algún pariente del internado y a través de su propio celular realiza la comunicación.
“Si el paciente está despierto es más agradable, porque pueden comunicarse. Hubo ocasiones en que la familia no tuvo un ida y vuelta porque la persona está con sedación y conectada al respirador, entonces solo lo ven, le hablan, le transmiten el amor, pero no tienen la respuesta. Eso es duro, pero a nosotros nos ayuda bastante. A mí me costaba mucho decirle a la gente: te interno al familiar pero no lo vas a poder ver más, solo vas a recibir un informe telefónico una vez por día”, cuenta.
-¿Querés entrar?
-¿Se puede?
-Pero te tenés que equipar todo.
Es de noche. La luz de la luna no llega a colarse en la terapia intensiva. Me explican cómo ponerme cada elemento y las reglas a cumplir dentro de la habitación. Cubrepiés. Camisolin. Guantes, por dos. Cofia, por dos. Barbijo, por dos. Anteojos técnicos. Máscara.
Otra enfermera se equipa al lado mío. Mientras la espero, los anteojos se me van empañando. Lo aviso, pero no me entienden. Hablo más fuerte, casi gritando. Me dicen que es hasta que me adapte, que así tienen que trabajar ellas.
Nos acercamos a la habitación.
-¿Qué? ¿Los vas a hacer entrar? -dice otra enfermera, que recién entra a la sala.
No respondemos y entramos. Todo es silencio de pronto, como si me hubieran aturdido. Y al rato vuelve a mí un sonido agudo, y después otro, y reconozco el compás de los pitidos de hospital. Miro el monitor al lado de la cama, y anoto en la memoria:
87 - frecuencia cardíaca
98 - saturación de oxígeno en sangre
19 - frecuencia respiratoria
176/76 - presión (entre paréntesis, su media)
La enfermera me explica para qué sirve cada consola: una maneja la adrenalina, esta otra la insulina, este es el respirador… De la boca de los dos pacientes sale un tubo. Ninguno de ellos está respirando por sus propios medios.
Ella hace sus movimientos de rigor, chequea conexiones, heridas, dosis de analgésicos. En un momento señala algo a lo que llama “nariz”. Es un elemento de plástico que parece un plato volador o un sombrero mexicano. “Acá hay saliva y líquidos del paciente. Si al conectarlo o algo estoy en contacto, me expongo al virus”, dice. La miro desde lejos. Noto que tengo el cuerpo tenso, como si me diera miedo mirar.
-¿Alguna vez estuviste tan cerca de un paciente con Covid? -me pregunta.
-No lo sé -le digo.
Nos acercamos a la puerta y me explica el protocolo de salida. De a uno, nos sacamos algunos elementos. Abre la puerta, tiramos todo en una caja de cartón llena de camisolines descartados. Cuando me saco la máscara siento que recién entonces vuelvo a respirar.
Fotos: Franco Fafasuli
Video: Lihueel Althabe
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