Desde el bote tracker puede verse en el río el reflejo de una vieja casa sostenida por pilotes y una familia que espera. Están quietos y ubicados como en una vieja foto. En la puerta. En la escalera. En el pasto.
El oleaje que genera el motor distorsiona las siluetas en esa imagen espejada y verdosa. Cuando se alza la vista, la postal es tan nítida como el paisaje.
Los isleños parecen mirar al río (un río que los mira) y luego a los visitantes.
El pastor José Murguia da la bienvenida.
Su suegro, Andrés, es el que maneja bote que trasladó a Infobae. Fue una hora de viaje desde el Puerto de Frutos, de Tigre, y de navegar por los ríos Luján, Sarmiento, Capitán, hasta cruzar el Paraná y llegar a arroyo Pay Carabi, en la segunda sección de las islas del Delta, en San Fernando.
“Es una zona de frutas y mimbre que en sus orígenes fue habitada por inmigrantes italianos, rusos, españoles. Hoy la situación cambió y muchas familias quedaron varadas e incomunicadas en medio de la pandemia. Sin trabajo, sin comida, sin las cosas básicas para vivir”, dice Murguia.
La familia está muy agradecida al pastor y a las personas que se preocupan por su situación.
La historia de esta familia, afectada por la cuarentena que causó la pandemia del COVID-19, simboliza la de otras familias que están en la misma situación.
En ese sector viven unas cinco mil personas.
Estas historias surgen de “Coco a Codo”, “una iniciativa de un grupo de personas unidas con el fin de ayudar al prójimo”. No sólo colabora con el Delta, sino con otras zonas del Gran Buenos Aires y de la Ciudad.
Son las nueve (ya no hace tanto frío: a las 8 hacían tres grados) y la que habla en nombre de esa familia integrada por cinco adultos y once niños es Marta Rojas. A su lado está su hermana Margarita.
Están en la parte de atrás de la casa, hecha con cemento, pero también con ladrillo, chapa, madera, una especie de collage inconcluso.
Adentro, el calor de la leña no alcanza para combatir al frío. Manos y dedos entumecidos, mejillas coloradas.
Da la sensación de que afuera es distinto. El puñado de leñas que enciende Marta dan más calor. Se inicia la ronda de mates, en un mate hecho con un vaso de plástico. La pava parece quemada de lo negra que está.
La mayoría de ellos se levantaron a las seis, tiritando de frío, y tomaron mate cocido.
Todos vinieron del Chaco en distintas épocas. De la colonia aborígen El Pastoril, situada a nueve kilómetros de Villa Angela.
-Ellos no tienen nada. Ni televisor ni juguetes. Creo que ninguno de ellos vio alguna vez un dibujito animado -cuenta Margarita, la hermana de Marta.
Los niños escuchan.
La mayor del grupo, de 16, que tiene a su beba en brazos, llamada Milena, le habla en mocoví a una niña de siete a la que hace unos días se le cayó un diente. Sonríe pícara. Hasta su mirada transparente pareciera sonreír.
Explican que hola en mocoví se dice “laa'” y gracias, “¡ña’aachicolec!”.
Ahora los niños inician ese camino para mostrarles a los visitantes cómo juegan en el monte. Kevin, de 12, salta una zanja, casi un arroyo por lo ancho, mientras sus primos lo cruzan pisando dos troncos que se mueven. Se abrazan, se ríen y cuando llegan a la plantación de mimbre, que supera los dos metros, se adentran en esa especie de laberinto de la naturaleza.
Corren, se abren paso con las manos, el sonido del deslizar de los mimbres -una sucesión de telones- es una especie de melodía, y juegan a las escondidas.
El mimbre es espichado, macoyado y amarillo; en primavera será blanco.
Para ellos es fácil ocultarse entre el mimbre blanco.
El niño del montgomery usa una hoz o fuchin para cortar mimbre, con sumo cuidado.
Para ellos es un juego.
Para los mayores, una supervivencia.
Los cuatro hombres de la familia -capitaneados por Jorge Aguirre, el marido de Marta- salieron a las seis de la mañana y volverán a las cinco de la tarde. Así todos los días. Se internan en el monte con machetes y hoz a cortar el mimbre blanco. Caminan veinte minutos de ida y otros veinte de vuelta. Llegan agotados.
Las mujeres cortan leña, también trabajan en el monte, crian a sus hijos y esperan a la noche, cuando están todos y todas, para agradecer a Dios por un plato de comida.
De la tristeza al coraje
-Estamos unidos y eso es una bendición.
Eso dice Marta.
Los chicos le tiran un pequeño palo a un perro flaco para que lo vaya a buscar.
Lo que Marta va a decir cuando los chicos se dispersan se anticipa en su postura, en sus gestos, en el brillo de su mirada melancólica:
-Mi vida fue muy triste.
A los tres años, cuando sus padres murieron, quedó en la calle junto a su hermano. Como no tenían para comer, buscaban en la basura o pedían.
El pan duro, dice, era un milagro cuando lo conseguían. Cada tanto algún pariente la dejaba dormir una o dos días en una casa. Pero se crió en la calle, a la intemperie. Dormía en cualquier lado, cuando el sueño le caía como un golpe brusco y no como un anhelo. Lo hizo en la tierra, al costado de las vías o de una ruta transitada, entre los pastizales.
-No conocí a mis padres. Ni lo que era la escuela. Yo pensaba que mi vida era esa y nunca iba a cambiar. Me metí en el alcohol y pasé momentos muy duros. Una vez me cansé y me quería quitar la vida. Tenía 18 años. Quería irme al medio de la de la ruta para que me aplastara un camión. Pero no lo hice. Sentía que mis hermanos no me querían, que nadie me quería, pero estaba equivocada.
-¿Qué la llevó a arrepentirse?
-Me dije a mí misma: “sos muy joven para hacer eso, algo tan oscuro”.
En ese camino de soledad y desamparo, Marta pasó por momentos horror y desesperación.
-Una vez me encontraron tres hombres por el camino y me escondí en los pastizales, que eran altos. Y escuchaba lo que decían cuando me estaban buscando. Quizá hoy no estaría viva. Se fueron alejando y me metí en el monte. Mi creencia en Dios, que está conmigo adónde voy, me salvó. Y cuando conocí a Jorge cambió todo. Yo tenía 25 años.
Se conocieron en la época de cosecha de algodón en Chaco. Se miraban de lejos y, dice Marta, fue amor a primera vista.
-Pero era malo conmigo porque tenía varias amigas y yo me enojaba y me iba, era muy celosa. Pero recuerdo que nos mirábamos de lejos, los dos con las bolsas con la cosecha.
-¿Cómo llegaste a esta isla?
-Como decía, Jorge me cambió. No sabía lo que era el amor. Pero él se fue de Chaco y se vino para acá. Me mandaba cartas y un día me llegó un papelito escrito a mano. Me decía que tenía que viajar para acá, hasta me hizo un mapita a mano.
Llegó al Delta cuando su primera hija tenía tres meses. Pasaron 15 años de ese día.
-¿Se casaron?
-Así nomás, sin ceremonia ni pastor. No nos casamos bien porque no tenía vestido de novia. ¿Sabe cuál es mi sueño? Tener un vestido de novia. Casarme de blanco con él.
A simple vista, les falta casi todo. Cuando se observa con más profundidad, con el paso de los minutos, se llega a la misma conclusión: les falta casi todo. La beba no tiene cuna. A los chicos y a ellos les falta ropa, alimentos, frazadas, colchones. Duermen sobre mantas y algún que otro colchón deshecho. A veces no pueden dormir por el frío.
-No me gusta pedir -dice Marta-, porque una vez acá pedí ayuda y me contestaron mal.
Su hermana Margarita lleva un año en la isla. Es de pocas palabras. Tiene una sonrisa luminosa. En unos días, su nieta cumplirá un año. Para que aprenda a caminar le pusieron dos cañas tacuara sostenidas y atadas por mimbres.
Llega todos los años a la isla con su marido cuando comienza el trabajo con el mimbre, pero ahora quedaron en cuarentena. Dice que quiere volver, que extraña, pero que ahora, más allá de las necesidades, están unidos.
Está con sus cuatro hijos y un sobrino (su madre se quedó en Chaco), además de sus hermanos Marta y Basilio y sus sobrinos.
-¿Pudieron salir a la ciudad?
-No. Porque no nos dejan. La última vez nos agarró una lancha de Prefectura y nos dijeron que si nos veía otra vez nos iba a meter presos porque éramos de Chaco. Tenemos miedo de salir.
-¿Cómo hacen para recibir alimento?
-A veces pasa la lancha, o nos trae cosas el pastor o el patrón nos da mercadería. Vivimos en la casa del patrón. El está del otro lado del monte. El tema es que los más chicos no tienen ropa ni comida. Gracias a Dios les mandan la tarea en lancha, porque no tienen computadora ni nada. Pasan frío. A la mañana ponemos leña y ellos se sientan cerquita. Pero nos falta de todo. Una frazadita, abrigos, zapatillas, colchones. La otra vez nos trajo una frazada el pastor. Necesitamos alimentos, productos de limpieza, sábanas, frazadas, harina, polenta, fideos, lo que venta, con eso nos ponemos contentos.
-¿Qué están comiendo estos días?
-Carne nos cuesta conseguir -responde Marta mientras Margarita la mira en silencio. Cocinamos sopita de fideos o arroz. Nos ayuda la directora de la escuela pero ella no puede sola también. Somos muchos. A veces tenemos la bendición de cocinar torta frita, pero a veces queremos comer otra cosa. Los nenes comen muchas naranjas.
-¿Cómo fueron los primeros días en la isla?
-Extrañar el Chaco, aunque ahora siento que este es mi lugar. Pero al principio vivía asustada. El ruido en los techos era duro. Eran las ratas. Ahora ya nos acostumbramos. Nunca pensé que después de una vida muy triste estaría acá, con parte de mi familia y con hijos y sobrinos hermosos.
El inventor de barquitos que no conoce el mar
Jesús López tiene los ojos tristes y un silencio templado, como los marineros que imagina que suben a los barcos que construye con lo que encuentra a mano: madera, telgopor, mimbre, botellas, plásticos, ramas caídas.
Los fabrica desde los ocho años. Le bastaba con ver uno en la televisión, en un dibujo o en un noticiero. Y de memoria, sin bocetarlos en un papel, los creaba.
“Todo estaba en su cabeza”, dice Eva, su madre.
Nunca tuvo un maestro. Aprendió solo. Era como si a la hora de hacer un barco, un portaaviones, un tanque, una canoa con remos, un bote o una lancha con motor, algo lo poseyera y lo impulsara a darle vida a lo que tan sólo imaginaba o veía una sola vez.
Su sueño era ser marinero. “Ahora estaría en un buque o en un submarino, surcando algún océano”, dice con una sonrisa tímida.
El joven que ama los barcos nunca vio el mar. Lo más parecido, dice, es el río. El que tiene a seis pasos de la puerta de su casa de madera, que también construyó con sus manos junto a su madre.
Una película lo marcó: Titanic. Dice que la vio once veces.
“Hice una replica del barco, pero no tenía los materiales. Lo vendí. Mi sueño es hacer uno perfecto, pero que no se hunda”, dice y larga otra sonrisa a medias. Pero si le sale, si consigue todo lo que necesita para hacerlo, no lo piensa vender.
Todos los sentidos están deshabitados de la contaminación de la ciudad. En el paisaje predominan álamos, sauces, mimbre blanco, naranjas, nueces, mandarinas, ligustros, ligustrines, ceibos, cauarinas. Zorzales, horneros, pava del monte, gallineta, venteveo, garza,biguá, chingolito, tacuara.
“En algunos montes hay ciervos, carpinchos, nutrias, lobitos de río, cuises, gato momtés, mulitas, culebras, yarará, anguilas”, enumera el pastor José, que se crió en el Delta.
Tanto él como Eva están fascinados con el don de Jesús.
-La locura de él eran las películas de barcos. Cada vez que veía una, decía: “qué lindo barquito para hacerlo”. Empezó a trabajar el ceibo, que en su momento no lo sabía trabajar, y vimos que le salió solo de imaginación. Era hermoso. Usaba chapa, cartón, lo que encontraba su paso.
La mujer cuenta que uno de los barcos que animó a su hijo a seguir en ese camino fue una lanchita pequeña que en el Delta llaman “tanguito”. Fue un viaje de ida. Jesús no paró. Empezó a hacer cosas más grandes.
Su madre vendía esas creaciones. Y los clientes le preguntaban dónde había estudiado su hijo. “Mirando películas de barcos”, respondía ella. Los fabricaba en un día o menos.
-El iba al campo se venía con un tronco gigante y a los dos días tenía un barco. Yo no lo podía creer.
-¿Cómo los afectó la pandemia?
-La venta de barquitos era un ingreso para la familia. Somos tres porque tengo otro hijo, Emiliano, pero de doce. Cuando él se armaba un barquito, me daba su plata y yo le compraba pintura, pinceles y los materiales que necesitaba, pero poco porque tampoco alcanzaba la plata para mucho más. No tiene todas las herramientas originales para hacer un barco. Usa un cuchillito. La peste nos tiró todo abajo. Las lanchas casi no pasan. Yo trabajaba en un hotel y ese hotel está cerrado. Justo cuando esperábamos remontar.
Jesús no tiene un taller de trabajo. En rigor, donde hay sol se lleva una mesita y trabaja. Hasta ha trabajado bajo la lluvia. Muestra una réplica en miniatura del American Star, que quedó encallado en la costa de México por un huracán.
Cuando consiga pinceles, pintura, formón, entre otros elementos, podrá seguir con su pasión. Ahora no puede ponerles los nombres a los barcos porque no tiene pincel ni pintura.
-A veces le invento muñecos a mi hermanito. Uso todo lo que tenga a mi alcance. Pasan cosas por el agua y las agarro y hago un barquito. Botellas de nafta o de aceite de motor, todo lo que sea que ande por el agua flotando.
En la vida real, los barcos que elige para recrear han sufrido tragedias o escollos. Es como si buscara salvarlos de ese destino. Y en sus obras, por caso, no habrá hundimientos, naufragios ni dramas.
Jesús elige un final feliz.
Dios es fiel
El último destino del recorrido es la Iglesia Evangélica Dios es fiel. Durante el viaje en lancha, el pastor José recuerda que cerca vivía una de las familias que entrevista para El Otro lado el mítico y notable Fabián Polosecki.
-La que aparece en ese programa es la familia Clements, del arroyo Felicaria. Acá vivieron muchos escritores y pintores. Algunos viven por ahí, escondidos -dice el pastor.
Es inevitable pensar que para Rodolfo Walsh, que vivió en el Delta y escribió para la revista Panorama sobre los isleños, “el hombre es el bote”.
Roberto Arlt, en sus aguafuertes isleñas, escribió que el ser humano entablaba una lucha con el demonio que se oculta en la tierra húmeda del Delta argentino, “uno de los pocos lugares del mundo donde aún existe un puñado de hombres y mujeres libres”.
Victoria Ocampo comparaba el color del agua del Delta con el dulce de leche. Haroldo Conti, otro isleño, definía a sus habitantes como “personas que no aman al río exactamente, sino que no pueden vivir sin él”.
La poeta Diana Bellesi, que vive en el Delta, habla del momento mágico de la noche allí de “la creación donde somos cobijados por un momento cuando arriba se encienden las estrellas”.
Ahora el pastor José baja de la lancha y reabre la iglesia. Desde el interior sale un olor a humedad.
-¿Hace cuánto que no abre la Iglesia?
-Desde marzo, cuando arrancó la cuarentena. Una semana antes celebramos los sesenta años de este templo. Solamente venimos, cruzamos a abrir la puerta para que tome aire el ambiente.
-¿Como afectó la pandemia a la vida de los isleños?
-Yo soy un privilegiado. Trabajo como patrón fluvial para el Estado y tengo un sueldo. Pero hay otros que por ahí trabajan en el campo o no tienen muchos recursos y quedaron sin nada. Estamos aislados y con muchos problemas porque a veces los chicos comían en la escuela y en tiempo escolar.
-¿Cómo hacen como Iglesia con este aislamiento para ayudar a los más necesitados?
-Es difícil porque a ciertos lugares no podemos llegar, pero acá en las zonas cercanas tratamos de visibilizar a quienes necesitan y vamos por nuestros propio medios. Nosotros en la iglesia compramos un bote, una lancha que no le pudimos poner motor todavía porque queremos llegar a otros lugares donde no se llega fácilmente. Por ejemplo en la tercera sección, casi contra las islas de Entre Ríos.
El pastor menciona casos de personas que necesitan ayuda urgente:
-Conozco a un muchacho que tiene retraso madurativo, que hace changas digamos. A veces lo ayudamos para que pueda cobrar el IFE. El no sabe leer ni escribir. Le están tramitando una pensión pero todavía no salió. Y menos ahora con el tema de la pandemia. Después hay un chiquito por acá cerca con problemas de movilidad y el no tiene Internet, pero necesita algo que lo conecte o pueda recrearse. Ver videos, por ejemplo.
Las donaciones se reciben en la escuela, en la iglesia Dios es Fiel en otra iglesia llamada Centro Pastor Carlos Mraida. Con una lancha almacenera, además de lanchas fiscales, se llevan las cosas donde saben que hay necesidad verdadera. Las escuelas, dice el pastor, también hacen su trabajo con las directoras que reparten las donaciones. Los chicos también reciben el sustento diario.
-¿Hubo casos de coronavirus en esta zona?
-Escuché hasta ahora de uno o dos casos nomás. Y los contagios ocurrieron porque fueron hasta la ciudad en busca de provisiones.
El pastor presenta a su esposa Andrea (“ella es todo para mí”) y a sus dos hijas Lucía y Julieta. Cuenta que decidió ser pastor, hace seis años, cuando comprobó que su vida no era pretender con ambición sólo lo material. Fue a un retiro espiritual y dice haber sentido el llamado de Dios. Su trabajo espiritual lo llevó a predicar con la palabra y con los actos.
Conoce la isla porque la isla es su casa.
En la época de la última dictadura militar, cuando era niño, escuchó en boca de los mayores historias oscuras. Una de ellas, recuerda, fue el sonido de disparos y tiempo después se supo que eran militares acribillando a grupos de jóvenes. En esos montes con sus amigos usaban las cáscaras de los mimbres para armar una especie de ring y jugar a Titanes en el Ring, recuerda rebotar en la suavidad acolchonada de ese material. Un día, cuando era adolescente, en una recorrida aventurera, encontró esqueletos caídos en la orilla del arroyo, a causa de las pequeñas olas que rompían las costas. Eran las huellas palpables de un cementerio indio. Lo dedujeron porque también hallaron restos de vasijas de barro.
“Algunos esqueletos tenían en el cuello un collar hecho de hueso, de unos cinco centímetros, de color azul y con un agujero en el medio”, recuerda el pastor.
Por las noches miraba el cielo estrellado, pescaba bagres y su vida se hizo rodeado de la naturaleza.
Las personas que habitan la isla parecen hechas del mismo paisaje. Su estado interior, su silencio, la mirada. O quizá el paisaje está hecho de esas personas. No es un secreto. Es algo mucho más profundo. Como ver el río, o un árbol, o un pájaro, y que ese río, ese árbol, ese pájaro, queden impregnado en esas miradas. Collarcitos de hueso rectangulares agujereadas al medio pintadas de azul de cinco centrímerros alrededor del cuello.
El pastor y su esposa saludan. “Bendiciones”, dicen mientras el equipo de Infobae se sube a la lancha para emprender el retorno.
En ese saludo del pastor se entremezclan, como las aguas de los arroyos y los ríos del Delta, las despedidas de la familia de Chaco, saludando con la mano y en palabras -¡ña’aachicolec! (gracias)- y el adiós ilusionado de Jesús, acaso imaginando en su cabeza cómo sería su versión de esa lancha si tuviera algo de madera y pintura para inventarla.
Para enviar donaciones hay dos vías de comunicación: +54 9 11 6958-8775 (Pastor José Murguia) y por mail a todoscodoacodo@gmail.com
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