Un viaje desde Chaco a Buenos Aires en soledad. Tenía 16. El fin de la adolescencia en un solo golpe certero de ciudad. De la planicie caliente en su pueblo natal, Presidencia Roque Sáenz Peña, a vivir de hotel en hotel en San Telmo, entre el ruido y la furia de la gran capital. El impulso por sobrevivir la mudó a otro barrio, Retiro, y a otro universo: la vida en una pieza abajo de la autopista Illia en la Villa 31. Y en ese mismo cuarto la nueva vida: varios trabajos, cuatro hijos con un padre ausente y más tarde, en la cocina de un comedor comunitario, el descubrimiento de la satisfacción que genera hacer algo por sus vecinos.
Hubo algo en la historia de Claudia Victoria Rodríguez, probablemente todo eso y lo intangible, que hizo que esta mujer de 36 años decidiera, en el medio del remolino de contagios y muertes que generó la pandemia del coronavirus en la Villa 31, poner el cuerpo de los otros por encima del suyo.
Todos los días de su vida, a eso del mediodía, Vicky, como la conocen aquí, se mete entre las ollas y hornallas de una cocina de dos metros por dos y prepara junto a otra compañera casi 500 raciones para la cena de las familias de esta zona del barrio, que al anochecer pasan a buscar la vianda o, en el caso de los ancianos, la reciben en sus casas.
No hay futuro ni eventualidades. Solo un tiempo presente a fuego lento. No le importa a ella lo que pueda pasar. Nada va a cambiar su voluntad: “Sé que me voy a contagiar, pero la gente necesita comer, necesita de nosotros".
Victoria Rodríguez vive en estado permanente de comunidad. El todo por encima de lo individual. El barrio como una gran familia. Una sola boca, un solo corazón, un solo grito que ahora es una voz entrecortada, herida.
Sobre la cabeza de Victoria, en la entrada su territorio, que es la cocina del comedor Gustavo Cortiñas, la sonrisa de su amiga Ramona Medina es una presencia que recuerda lo trascendental. La foto de esta mujer, que murió por Covid el 17 de mayo, días después de que un video donde reclamaba la falta de agua en el bajo autopista se viralizara, refuerza la idea: “No sabían que eras semilla”.
Victoria solloza. Ramona era su amiga, su hermana, su vecina. Un lazo que afianzaba la soga invisible que sostiene la vida de mucha de la gente del bajo autopista, especialmente de las mujeres que son la fuerza motriz de este barrio popular, también conocido como Carlos Mugica, en honor al sacerdote del movimiento tercermundista asesinado en 1974, y cuyos restos descansan en la parroquia local.
No pasó ni un mes que se murió Ramona. No pasa una noche sin que Victoria se vaya a dormir pensando en ella. Victoria lo repite.
“Siempre me hizo bien ayudar a los demás”, le dice a Infobae, sentada sobre una silla de plástico en el medio de este pequeño comedor comunitario de la organización La Poderosa que lleva el nombre del hijo de la Madre de Plaza de Mayo Línea Fundadora Nora Cortiñas. Pero la satisfacción de hacer más liviana la vida de sus vecinos no es suficiente para calmar el dolor que se enciende cuando Victoria se mete en su cama, cada noche.
“Lo único que ahora pienso, me acuesto y pienso en Ramona. Es lo único que me pasa en estos días. A mí me hace mucho bien ayudar a la gente pero mi cabeza está pensando en por qué tuvo que pasar esto, por qué se fue una compañera de nosotros”, dice Victoria hasta donde puede, mientras por encima del barbijo lila que le tapa parte de la cara un velo de lágrimas recubre sus ojos achinados.
Y cada mañana Victoria, desde el 18 de mayo, amanece con la cabeza en Ramona. La angustia poco a poco se transforma en acción. Victoria tuvo la suerte que Ramona no. Las dos esperaban hace cuatro años la relocalización a las nuevas viviendas construidas por el gobierno de la Ciudad. A Rodríguez le tocó. Medina murió sin agua y esperando.
Victoria no se acostumbra a tener dos cuartos y nuevos vecinos. Es una novedad salir de la cama y caminar a otra habitación para despertar a sus cuatro hijos. Vivir hacinados les aportó la costumbre de estar “juntitos”, como ella dice: “A veces todavía dormimos todos en la misma cama”.
Y ahora, en la casa nueva, mientras les prepara té aparecen con caras de dormidos Martin (14), Agustín (12), Zaira (9) y Bianca, de 7. Hacen todos juntos parte de la tarea pero saben que un rato después la mamá continuará con la rutina cotidiana: caminar 10 minutos hasta el comedor y organizar una nueva jornada allí. Compra lo que falta y junto a dos compañeras reparten las verduras en las casas de la cuadra.
Cocinar para casi 500 personas requiere del compromiso de todos. Las mujeres que hasta antes de la pandemia salían a trabajar a casas y restaurantes porteños ahora reciben todas las mañanas las verduras para pelar y cortar y devolver listas para tirar a las cuatro ollas gigantescas bajo el comando de Victoria.
“El 10 de marzo que empezó la pandemia teníamos 150 raciones. Y de ahí empezó a crecer: 200 personas, 300 y ahora estamos en el pico de 400 personas”, enumera Victoria y cuenta: “Nunca vi, desde que estoy en el comedor, una fila tan larga para recibir comida. La necesidad de la gente ahora es salir a buscar alimentos y rebuscárselas como sea porque no puede salir de la villa a trabajar".
Victoria cocina, las horas pasan y las ausencias se sienten. El comedor ya no tiene las puertas abiertas por razones obvias. Para entrar hay que rociarse con alcohol, untarse de alcohol en gel las manos y a la cocina no pueden entrar más de dos personas a la vez. Para los que ingresan, es obligatorio el uso de barbijo, máscara y guantes.
En la puerta, otras dos mujeres organizan las filas, anotan quiénes retirarán comida y una vez lista, desde la puerta, entregan las bandejas descartables con el plato del día. Esta vez, como muchas de las veces, se sirve polenta con salsa de tomate. Un día antes habían hecho salpicón de pollo.
Los casos en la Villa 31 explotaron en poco tiempo. Según las cifras oficiales del gobierno porteño, hay más de 2.500 casos positivos de coronavirus en el barrio. Y 24 murieron por el virus, incluida Ramona. “La culpa del virus no la tenemos nosotros los villeros. Vivimos en una villa, somos vulnerables, no vamos a Italia ni a España. No tenemos la culpa nosotros. Sé que el virus vino de allá afuera porque salieron las mamás a trabajar”, explica Victoria.
Allá afuera es la ciudad de Buenos Aires, las casas, los barrios, los negocios donde los habitantes de la 31 trabajan y consiguen el dinero para pagar el alquiler de la pieza y, con suerte, comprar comida.
Si no alcanza, van a los comedores. Y ahí está Victoria. Una más de ese entramado social que reemplaza los agujeros que deja el Estado. Rodríguez llegó hace cuatro años al comedor. Traía a su hijo a un taller de arte y a la salida se iban también con la vianda para la cena.
“En la villa muchos tienen enfermedades crónicas por las condiciones en que uno vive. Viven en una pieza, se humedece todo, se filtra el agua. Yo estoy bien pero sé que los demás están viviendo en una pieza. Por eso me da fuerza venir y seguir adelante. Sé que me voy a contagiar pero igual tengo fuerza para venir todos los días”, remarca Victoria.
El peor momento desde que llegó la pandemia fueron los días que no había agua. Ramona fue el estandarte, la voz del grito que se escuchó “allá afuera”. Pero el problema era de todos. “Tenían que caminar 10 cuadras para buscar agua. Era difícil, los camiones no pasaban por los pasillos, así fueron 12 días. Y teníamos carteles que decían ‘lavate las manos’, a cada segundo, pero no podíamos hacerlo. Por eso se generaron más contagios”, cuenta.
La pandemia cambió la realidad del barrio y del comedor, que también es un espacio de reunión trascendental para la vida de las mujeres y los chicos en la villa. “Extraño mucho tomar mates con las chicas, los abrazos de los nenes que entraban gritando ‘Vicky, Vicky, Vicky’, y también las charlas con las vecinas sobre lo que nos pasa, porque acá hay mucha violencia de género, y las chicas o señoras se sentaban acá y se contaban sus cosas, lo que sufren, lo que está pasando".
El miedo permanente es la noticia de otro vecino contagiado. Un nuevo caso, un nuevo sufrimiento. Y el rezo para que sea leve y vuelvan del aislamiento vivos. Pero Ramona, su amiga, no regresó. O lo hizo pero en fotos y homenajes. Imperecedera pero irrecuperable.
“Ramona era mi amiga, mi vecina y mi compañera. Me dio mucha impotencia su muerte. Ella estaba esperando la relocalización conmigo, teníamos que mudarnos juntas, y nos dieron tantas vueltas. Y bueno, tuvo que pasar esto. La falta del agua, no escucharnos. Después de que murió se está mudando mucha gente. Tuvo que pasar esto para que la gente del bajo autopista se mude”, dice mientras se seca las lágrimas. Su comentario lleva la marca de la tristeza. “Es indignante que alguien se tenga que morir para esto”, repite y ya no puede hablar más.
La enfermedad Covid-19 es cruel. Mata a sus víctimas en soledad. Cuando un enfermo se va de la villa no sabe si vuelve. Cuando Victoria se va de su casa, cada mañana, sus hijos le preguntan por qué se va. Los más grandes saben que de la puerta para afuera el virus flota invisible entre los pasillos de la villa. Los más chicos entienden menos de lo que extrañan a su mamá.
Victoria sabe que el coronavirus puede entrar en su organismo en cualquier momento, aunque se proteja. “En algún momento sí me va a tocar. Todo el tiempo estamos en la calle, preguntando al vecino si necesita algo, llevando la comida, sé que a mis compañeras puede ser que les toque también". No lo dice con resignación sino todo lo contrario.
Victoria se escucha poderosa. Casi desafiante. Quizá porque sabe lo que es formar una fila bajo el frío del invierno para esperar un plato de comida tanto como formar una familia bajo el asfalto de una autopista. Está escrito en su historia de vida. No le importa contagiarse. Se siente fuerte. "La gente necesita de nosotras, la contención de los que llevamos la comida a la gente aislada. Me hace bien ayudar a mí”, repite.
En esas palabras se sintetiza todo.
Seguí leyendo: