24 horas en la vida de un médico de terapia intensiva: 61 pacientes con COVID-19 y la dramática lucha entre la vida y la muerte

Mariano Irigoyen trabaja en el Hospital Naval de Buenos Aires. Es capitán de fragata y tiene experiencia en campañas de ayuda humanitaria pero esto, dice, no se compara con nada. De sol a sol en la guardia, con el coronavirus al acecho

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61 pacientes con Covid y la difícil lucha entre la vida y la muerte

Nunca sabés. Un descuido, un pequeño trozo de tiempo entregado a la desconcentración: te olvidaste de pasarle alcohol al celular, un movimiento inesperado de un paciente agarrado a su respirador. O la simple fortuna.

“Un día vamos a ser agentes de transmisión. Es así, lo sabemos. Y cada vez que uno vuelve a casa tiene la duda si no fue ése el día que se contagió. Cuando venga, esperemos que sea de los leves”.

Es la hora de la siesta, el post almuerzo y Mariano Irigoyen, médico de 50 años, mira su teléfono celular, busca la aplicación del Free Fire, el jueguito que en el poco espacio de ocio que tiene durante sus 24 horas de guardia en la línea de fuego, lo desconecta de la realidad. Mientras unta la pantalla con su dedo índice, comenta otra digresión: “Y, el teléfono lo limpio todo el tiempo". Después bromea. O más o menos: "Lo lavo más que mis manos”.

Los lunes y los viernes para Irigoyen, capitán de fragata, jefe del Departamento de Medicina del Hospital Naval, (ese edificio con forma de barco que se impone en la orilla del Parque Centenario, en el centro geográfico de la ciudad de Buenos Aires) son los días que le toca pasar al frente de batalla. Empiezan a las 5.30 y terminan a las 9 de la mañana del martes o el sábado, o a veces más. “Hay días que me voy a las dos de la tarde", resopla.

Mariano Irigoyen, durante un descanso
Mariano Irigoyen, durante un descanso en el Hospital Naval: tiene tres hijos; su esposa también es médica

El frente de batalla es literalmente eso: contacto directo y permanente, monitoreo, seguimiento, preocupación y urgencia con los pacientes con Covid dentro de este hospital, que son muchos: 61 en total y 13 en la Unidad de Cuidados Intensivos.

Este viernes Mariano se despertó como todos los viernes. A las 5.30 arriba, una ducha para despegar del mundo onírico, un café para conectar con la realidad, un beso a su esposa, que duerme, para no olvidarse de dónde se queda lo esencial. Y se subió al auto y salió de su casa en Ezpeleta, Quilmes. Y viajó hasta la frontera entre los barrios porteños de Caballito, Almagro, Villa Crespo y Palermo, donde está encallada esta mole celeste de hormigón armado, clásico brutalista de la arquitectura nacional.

Subió por el ascensor revestido en fórmica salmón, tan de fines de los 70, años en que el genial arquitecto Clorindo Testa junto a Hector Lacarra y Juan Genoud ganaron el concurso para diseñar este edificio, y se metió en su oficina. “A diferencia de antes, que salía de casa con el ambo, ahora me pongo el traje de médico en mi despacho”, explica, con una sonrisa de resignación que se percibe detrás de su barbijo profesional N95.

Irigoyen se recibió de médico
Irigoyen se recibió de médico en 1996 y dos años más tarde ingresó como profesional en la Armada Naval

Mientras viajaba desde el sur por la autopista Buenos Aires-La Plata, el capitán Irigoyen tenía una sola obsesión. El paciente de la cama 6, conectado al respirador, en coma inducido, que el jueves casi se muere. En los partes que recibió antes de salir de su casa vio que estaba vivo. Solo esperaba que siga así.

Mariano piensa en los momentos en que la coraza que protege a los médicos de la emoción particular de cada historia no siempre sirve. Menos en esta pandemia. Son los momentos de la nueva normalidad de las terapias intensivas. Ya no hay familiares angustiados o dormidos o hastiados en los pasillos. Ya no hay nadie. Y el infectadao está solo y si además está conectado a un respirador ni siquiera puede hablar con los enfermeros o los médicos. Solo escucha sus voces o los pitidos de las máquinas que controlan el funcionamiento estable de su organismo.

(Franco Fafasuli)
(Franco Fafasuli)

“Genera angustia llamar a las familias para decirles que no van a poder venir o decirles que su pariente falleció y que ni siquiera van a poder reconocer el cuerpo. Es muy duro”, confiesa Mariano, que se recibió de médico en 1996 y dos años más tarde entró como profesional en la Armada Naval, motivado por el buen recuerdo que le había quedado de la colimba en esta fuerza y por la idea de poder hacer campañas de ayuda humanitaria y exploraciones en diferentes lugares del país y del mundo. “Además en esos años la situación para los médicos era crítica, no te pagaban, no había contratos, y la Armada me daba la seguridad que necesitaba”, cuenta.

Irigoyen trabajó en campañas de ayuda humanitaria, desde la Antártida hasta la selva chaqueña del litoral. Su experiencia es vasta pero nada se compara, dice, con el COVID-19. “Estamos dando batalla a este virus nuevo, estamos luchando contra algo que hasta ahora no habíamos luchado a nivel global”, comenta. Y sintetiza: “El hospital es zona de riesgo. Esto nunca había pasado”.

Y esa realidad se corporiza cuando cada mañana Irigoyen entra a la Terapia Intensiva y se encuentra con los cuadros más graves. “Tomás conciencia cuando empezás a ver a los pacientes”, explica. El de la cama 6 no está bien esta mañana. Hay que esperar.

Estuvo 40 días debatiéndose entre la vida y la muerte. Gracias a Dios lo vamos a pasar a una habitación común”. Ese era su pensamiento apenas llegó al hospital. Pero a la tarde, sucede lo indeseado. Lo llaman con urgencia. El paciente de la cama 6 entró en paro. Irigoyen y los otros dos médicos que lo acompañan salen corriendo hasta la sala. Los separan unos seis o siete metros. La cuestión es de vida o muerte.

“No se analiza fríamente que su vida está en nuestras manos porque si no tenés la cabeza fría es mucha responsabilidad”, comenta. Tras unos minutos todo se controla. "El paciente respondió y seguimos peleándola”, avisa.

Irigoyen junto a sus compañeros
Irigoyen junto a sus compañeros de guardia

La tarde pasa rápido este viernes. En el mundo exterior, algunos porteños caminan con sus mascotas alrededor del Parque Centenario. Dos chicas se besan furtivas, con el barbijo en el cuello, en un banco. La luz naranja entra por la ventana circular de la sala donde Irigoyen y sus compañeros miran un monitor en el que se detecta una arteria de un corazón dañada. No es COVID. Si bien la cantidad de pacientes con otras patologías bajó, ese trabajo se mantiene. Mariano se levanta de la mesa y se mete en su cuarto personal.

Se enchufa a los auriculares de su teléfono y juega al Free Fire mientras escucha una de sus bandas favoritas de la actualidad, La Beriso. Piensa en voz alta: “Las sensaciones acá en la terapia son extrañas, todo se ve más lúgubre desde que tenemos el coronavirus. Los pacientes aislados, incomunicados, las alarmas de las bombas de infusión, la gente cambiándose, son situaciones muy duras y se nos hace muy difícil cuando tenemos que tomar conductas de emergencia poder hacerlas sin estar pensando en que si no me cuido soy yo el que puede estar en ese lugar”.

Antes de la cena, que pedirán a un delivery porque “la comida del hospital a esta altura nos tiene un poco aburridos”, Mariano y su equipo afronta una de las rutinas más riesgosas frente de un paciente con COVID-19 con respirador: moverlos.

Esta enfermedad hace que tengamos que estar con los pacientes ventilados, se los pone boca abajo y tenemos que entrar cinco personas o seis a dar vuelta el paciente sin que se salga nada de lo que tiene conectado. Si se desconecta del respirador automáticamente está desparramando virus a toda la habitación”.

El movimiento sale bien. A un par de metros, el paciente de la cama 6 se estabiliza. Los médicos y los enfermeros celebran la victoria de esta pequeña batalla cotidiana.

Mariano vuelve al Free Fire. Antes se saca los dos pares de guantes, la máscara, se lava las manos, la cara, se pasa alcohol en gel, y luego a su teléfono, dos, tres veces, y se acuesta y lentamente entra, de nuevo, en el plano de los sueños. Pero nunca deja de navegar sobre la superficie. Irigoyen se duerme bajo una melodía que conoce. Y cualquier irregularidad lo hará despertar de un salto.

“La noche en el hospital es muy particular. Escuchás las alarmas, uno se va durmiendo escuchando esas alarmas. Después empezás a oír el ruido de los enfermeros que llegan en el cambio de turno, o del personal de limpieza. Dormís pero escuchás todo”, sonríe.

Al despertar hace café para él y sus compañeros y la rutina de la mañana anterior se repite. El círculo cotidiano se cierra. Controla la evolución de cada paciente. Se fija detenidamente en el de la cama 6, elabora los informes para los médicos que cubrirán su turno y a eso de las 9 se saca su traje de médico, se sube a su auto y viaja hacia el sur.

El drama de los pacientes aislados lentamente se disuelve. Mientras cruza el puente de La Boca observa el horizonte. Ve su casa. El momento en que llegará y se olvidará que le duelen las orejas del tener tanto tiempo puesto el barbijo. El beso con su mujer, el abrazo con sus tres hijos, la angustia de no saber si hoy fue el día que, finalmente, se contagió.

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