Alcides se acuerda de la fecha exacta en que entró a la Isla Martín García: fue el 6 de marzo de 1971. Llegó desde Corrientes para visitar a su hermano, que era militar. A los pocos días, le ofrecieron un contrato por dos meses. Él lo aceptó. Pensó que sería una estadía corta. ”Pasaron los dos meses y seguí trabajando. Seguí y seguí hasta hoy, casi 49 años después, que ya estoy jubilado. Este es mi lugar en el mundo”, dice.
La Isla Martín García atravesó distintas etapas. Cuando Alcides llegó era un punto estratégico militar y vivían 600 personas. En la isla estuvieron detenidos, por caso, los ex presidentes Juan Domingo Perón, Hipólito Yrigoyen y Arturo Frondizi. Hoy son apenas 120 habitantes y todos se conocen con todos. “Es muy tranquilo. Vivir en la isla te tiene que gustar porque no es fácil. Es una comunidad cerrada. Con virtudes y defectos, somos una radiografía ambulante. Tiene algo de cierto esa frase de ‘pueblo chico, infierno grande’. Uno tiene que aprender a disimular los defectos que puede ver en el otro”.
Y es cierto que es muy tranquilo. El ruido de los pájaros contrasta, cada tanto, con el silencio reinante. Muchas de las casas están deshabitadas. Se nota el olvido, cierta desidia, aunque la isla se mantiene inmaculada, sin rastros de basura. En pocas cuadras, se concentra toda la actividad de la isla, que en plena primavera luce violeta por los jacarandás que florecieron. En las dos cuadras neurálgicas, están las oficinas del centro cívico. Dos almacenes, uno al lado del otro, que en sus frentes avisan que aceptan Mercado Pago, como si se tratara de un rapto de modernidad en medio de la decadencia. Está la famosa cárcel, aunque hoy es más bien un descampado. Está la Panadería Rocío, con su fachada rosa, que, según dicen, tiene el mejor pan dulce del país. Y está la escuela.
La escuela es una estructura rectangular, alargada, pintada de amarillo y marrón. Las aulas y la modesta biblioteca se abren a un lado y otro a lo largo de un pasillo extenso. Antes era solo jardín y primaria. Los chicos que terminaban séptimo grado no tenían más opción que migrar para terminar su educación escolar.
Hasta que el 27 de marzo de 1995 se inauguró la Escuela Secundaria N°7 “Cacique Pincén”.
Claudio Galeano es su director. Asumió la dirección en 2013. Ya al final de su carrera docente, le interesaba conducir un proyecto “diferente”, una escuela “más comprometida”. Cuando la encontró, dice, era una institución abandonada, con muy poca asistencia. “Cuando llegamos, nos reunimos con las familias, los involucramos, generamos los acuerdos pertinentes. Hoy es completamente diferente. Ellos entendieron la importancia de que sus chicos estén en la escuela. Y hoy los chicos quieren estar en la escuela. Se apropiaron de ella”, cuenta.
De lunes a viernes, Claudio y su equipo docente emprenden un viaje desde el puerto de Tigre hasta la isla en lo que llaman “la lancha de educación”. Son 30 kilómetros, parece breve, pero el viaje dura dos horas y quince minutos de ida y otras dos horas y quince minutos de vuelta. Parte a las 9 y vuelve a las 19. De esa lancha, la de educación, depende la comunicación de la isla con el continente. “Continente” es una palabra que acá se escucha seguido.
“Las condiciones climáticas pueden complicar los viajes de la isla al continente. Cuando empecé acá, los primeros dos sábados me tuve que quedar a dormir en la escuela porque había una sudestada muy fuerte. Son pocos los casos, pero cuando es así la lancha no sale”, dice el director. “Es agotador el día. Son muchas horas y estás casi siempre fuera de casa. Pero lo hacés con gusto porque los chicos te están esperando”.
Son 14 alumnos en la secundaria. Trabajan con el modelo de pluriaño. Los alumnos de primer a tercer año comparten aula; lo mismo sucede con aquellos que están entre cuarto y sexto. El trato es personalizado. Los profesores conocen al detalle la historia de cada uno. Son muchas las actividades que comparten: tienen una huerta, clases de percusión, los recreos son más bien charlas en ronda entre chicos y adultos.
“Acá uno es la maestra las 24 horas del día. Todos los chicos que van a la escuela viven en la isla. Entonces, si vos vas al almacén, te cruzás con alguno de los chicos y es ‘Hola, seño’. Salís un sábado y es ‘Hola, seño’. Salís un domingo y es ‘Hola, seño’. Sos la ‘seño’ las 24 horas”, cuenta Irene Humeniuk, maestra de la primaria, residente en la isla, y dueña de “Lo de Ire”, el bar que recibe a los que llegan por aire y aterrizan en el aeródromo.
Hasta el 8 de julio de 2000, los maestros viajaban en avión. Ese día la nave se precipitó y murieron el entonces director escolar, dos profesores, el piloto y la hija del dueño del avión. Desde la tragedia, los viajes son en lancha.
Daniel Mancinelli es uno de los profesores que viaja en la lancha. Enseña geografía y, ya terminando el camino de ida, no puede con su genio. Se acerca y explica: “Los yuyos que ves ahí en unos años van a ser sedimentos más grandes, se van a convertir en una isla. Se calcula que en un tiempo las islas del Delta van a llegar a la altura de la General Paz”.
Para él, Martín García tiene “una mística especial”. “Tuve la posibilidad de tomar un cargo de vicedirector en continente, pero prioricé la isla. No pasa por una cuestión económica. Pasa por llegar a un chico que, si vos lo medís desde Buenos Aires, está a 30 kilómetros. Pero son 30 kilómetros de agua. Acá los chicos están al tanto de todo lo que pasa allá, pero al mismo tiempo están alejados. Es decir, visten a la moda como allá, tienen las mismas tentaciones que allá, pero las tienen virtualmente porque esas cosas no llegan al pueblo”, describe.
La escuela es el centro que conecta a los martinenses hacia adentro pero, sobre todo, hacia afuera.
Santiago Anconetani, que se encarga de la tecnología en la escuela, cuenta: “Como vamos y venimos todos los días y pasamos por el centro de Tigre, que tiene todos los comercios, les compramos cosas, les hacemos trámites y mandados. Desde productos de farmacia hasta alguna hamburguesa de McDonald’s, pasando por cables de cargador de celular. Esta escuela te hace venir, más allá del viaje, del clima y las dificultades, porque es muy lindo el vínculo que se da con los chicos”.
Martín García, ni mía ni tuya
Martín García está en un limbo de jurisdicciones, en el que nadie se hace cargo del todo. Depende administrativamente de La Plata, que está a 85 kilómetros, pero al mismo tiempo el consejo escolar que los rige se emplaza en San Fernando. Sus habitantes votan autoridades de La Plata, a horas de distancia, y los 120 martinenses, claro, no mueven la aguja en términos electorales.
Después de varios vaivenes históricos, en 1998 la isla volvió a ser declarada reserva natural. En retrospectiva, aseguran los que la conocen bien, fue más una complicación que un beneficio. Quienes buscan instalar un comercio o microemprendimiento, se topan contra un sinfín de trabas burocráticas. Aquellas familias que desean radicarse tienen que presentar un proyecto, especificar de qué vivirían. De qué vivirían en una isla sin casi ninguna actividad económica.
“Hoy por hoy no hay un proyecto para los chicos en la isla. No hay proyecto que los incluya a futuro. Entonces, eso nos obliga a pensar alternativas para que vayan a estudiar al continente o comiencen a trabajar allá. Al ser pocos, egresan uno o dos cada año. En el tramo final, vamos viendo sus intereses y los orientamos para que sigan estudiando. Hablamos con los familiares para convencerlos que los dejen ir, vemos dónde se pueden alojar, intentamos juntar a los chicos que se mudan para que compartan los gastos de alquiler”, explica el director.
De diez egresados que tuvieron en estos años, solo dos se quedaron en la isla. Los otros ocho están estudiando o trabajando en la ciudad. El contraste es fuerte y a veces les cuesta. Pasan de una comunidad cerrada a un “monstruo” como la ciudad o el gran Buenos Aires.
“Los chicos saben que no tienen un futuro acá. Ya tienen asimilado que van a tener que ir al continente”, dice Marcela De Brito, la secretaria y profesora de educación física, cuando ya se acercan las 17, la hora de pegar la vuelta. “Hubo muchas personas que me dijeron que estaba loca cuando les conté que iba a venir los cinco días de la semana, que iba a viajar todos los días, yendo y viniendo a la isla. Yo les respondí que lo iba a hacer igual, que quería vivirlo, que quería sentir qué significaba venir a enseñar a la escuela de la Isla Martín García”.
El próximo viernes terminarán las clases. Será la última vez en el año que la lancha de educación parta desde Tigre hasta Martín García. Después, en el verano, la isla se quedará sin lancha de línea. Solo seguirán pasando algunas pocas embarcaciones que llevan y traen turistas, que aprovechan la situación y les cobran tarifas irrisorias a los isleños que desean mantener contacto con el continente.
FOTOS Y VIDEO: Matías Arbotto
EDICIÓN: Ariel Grieco
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