Hay una historia tremenda, famosa en el mundo a través de la película. Es la historia de la orquesta del Titanic, que siguió tocando mientras el barco se hundía y muchos pasajeros saltaban. Pienso en la metáfora del Titanic cuando salgo del departamento minúsculo de Caballito en el que ahora viven los venezolanos Elizabeth, Carlos y su bebé, Oliver.
¿En qué momento uno decide saltar del barco? ¿y si arriba hay más chances de supervivencia que saltando al agua helada? ¿cuál es el límite para unos y cuál para otros? ¿Qué es capaz de dejar uno en el barco cuando toma la decisión de saltar?
Elizabeth Gordones tiene 26 años y es violinista. Carlos Andara tiene 33 y toca el violonchelo. Los dos fueron atravesados por la música cuando todavía iban a la primaria, y fue dando clases para chicos de barrios pobres a unos 50 kilómetros de Caracas que se enamoraron.
Hasta el año pasado vivían en Venezuela de lo que amaban y eran, digamos, afortunados: los dos tenían trabajos estables como músicos profesionales de una orquesta, pero trabajaban de 8 de la mañana a 10 de la noche y los dos sueldos juntos no les alcanzaban para vivir más de dos semanas. La noticia de que iban a tener a su primer hijo marcó el límite.
Elizabeth pasó el embarazo en reposo absoluto en su ciudad, Puerto Ordaz, por una complicación llamada "placenta previa". Iba a ser mamá por primera vez y dice que necesitó mucho a la suya. Sólo pudo tenerla a través de una pantalla: su mamá ya había saltado del barco y se había exiliado en Canadá. Necesitó también medicamentos que les costó conseguir, lo que abrió nuevas preguntas. "Ya había empezado a alarmarme -cuenta Carlos frente a la cámara de Infobae Docs-. Pensé: 'No voy a esperar a que haya una situación de vida o muerte para buscar un futuro en otro sitio'".
Mientras vendían su ropa, sus zapatos y hacían rollos de canela por encargo para pagar los pasajes, Elizabeth y Carlos entendieron el costo de salir en busca de "un futuro mejor" para Oliver. No sólo iban a separarse de sus familias y a criar a un hijo sin abuelos ni tíos ni primos. Iban a tener que trabajar de mozos, tal vez de repartidores en bicicleta, y abandonar la pasión por la música que los había unido.
"Yo me mentalicé. Iba a salir del país y mi vida iba a cambiar. Me iba a dedicar a otra cosa y la música ya no más: era un recuerdo y listo. Ahora era salir adelante y sacrificar un poquito mis cosas por mi hijo y mi familia", recuerda Carlos.
La mirada del adiós
Vendieron el violín con el que ella había empezado a tocar -un tesoro más que un recuerdo-, y estuvieron a punto de dejar el violonchelo: ¿Iban a viajar con un instrumento tan aparatoso y tan incómodo de mover teniendo cosas más útiles para traer?
"Las maletas fue de las cosas más difíciles que me ha tocado hacer. Es increíble porque tú te estás llevando ahí todo: tu vida. Yo dejé de traerme cosas que eran funcionales por traerme recuerdos, fotos", sigue Carlos y revisa un placard hasta que encuentra un folio. Hay un cuaderno con pensamientos, una foto de su papá impresa en un papelito del tamaño de una tarjeta personal, un rosario de madera que le dio su mamá el día de la despedida.
Todavía no saben bien cómo hicieron para viajar en auto hasta Boa Vista, Brasil, con un bebé de 10 meses, la vida en dos valijas, la tristeza al acecho, el violonchelo y el violín. Ni cómo hicieron para dormir todos en el auto, tomar después dos aviones hasta aterrizar en Ezeiza y sobrevivir a la incertidumbre de llegar sin empleo y con un alojamiento provisorio. Pero todo está hoy acá, en el departamento minúsculo de Caballito, y Oliver aplaude y sonríe cuando su mamá y su papá sacan los instrumentos de los estuches y empiezan a tocar juntos "Serenata nocturna", de Mozart.
Elizabeth llora cuando habla de su mamá: hace cinco años que no la ve. "Nunca he dejado de extrañarla", dice. Tres veces solicitó el visado para viajar a Canadá a visitarla, las tres veces se lo negaron. Allá también vive su hermano: a él no lo ve hace 8 años. La desespera que su mamá no conozca a su hijo pero le cambia la expresión cuando volvemos a hablar de los instrumentos.
"La idea de traerlos era que fueran un salvoconducto: 'Si no conseguimos empleo podemos tocar en las plazas, en el subte'. Fue una señal haberlos traído, una señal divina", sonríe.
Una noche para el olvido, una mañana para la esperanza
La vida en Buenos Aires arrancó hace seis meses, tal como habían imaginado. Llegaron movidos por una ola migratoria: según la Dirección Nacional de Migraciones, sólo el año pasado 70.531 venezolanos presentaron la documentación para radicarse en el país.
Una amiga música venezolana -que sí se había visto obligada a vender su violín- los alojó por un tiempo mientras buscaban empleo "de cualquier cosa". Carlos empezó a trabajar de mozo hasta que se compró una bicicleta para hacer envíos a domicilio. Trabajó en un kiosco, siguió tirando currículums.
"Habíamos cambiado unas preocupaciones por otras", cuenta ella. Si allá sus dos sueldos juntos no alcanzan para vivir más de dos semanas, acá un sólo trabajo y tan precario, tampoco. Con los ahorros y con la ayuda de los recibos de sueldo que pusieron en garantía otros compatriotas que ya tenían trabajos en blanco, consiguieron este departamento.
Pero el dique de contención emocional ya se había roto: no aparecía ningún trabajo estable y estaban haciendo el duelo "por lo que ya habían perdido y por lo que podían perder" (eso es lo que atormenta a los exiliados que dejan padres "muy mayores"). Con ese estado anímico -"pisando fondo", dice él- pasaron la primera noche.
"No habíamos caído en la cuenta de que no teníamos para comprar un colchón", cuenta Elizabeth. El departamento al que llegaron sólo tenía el sillón de un cuerpo en el que conversa con Infobae Docs, una mesa y sillas. "Era invierno, estaba haciendo mucho frío y no sabíamos prender la estufa. Decidimos ponernos toda la ropa de abrigo: las chaquetas gruesas, los guantes, lo mismo al bebé, y pues con ropa armamos una especie de almohada para nosotros en el piso. Al bebé lo acostamos en la maleta".
Recién esa noche -agrega él- "nos dimos cuenta de que estábamos empezando de cero".
Durmiendo en el mismo piso en el que ahora Oliver juega con un autito, pasaron la noche más difícil: "Yo me sentí súper mal, súper triste, como derrotada. Ahí te empiezas a cuestionar si hiciste lo correcto, si de verdad esto va a funcionar, si de verdad estás hecho para algo tan duro, porque te entran muchas dudas acerca de tu temple, de tu voluntad. Me parece increíble que hayamos sobrevivido cuerdos a esa noche", sonríe ella.
Esa noche fue el punto de inflexión: la mañana les guardaba una sorpresa.
Una vieja alumna de Carlos les había hablado de una orquesta en Argentina llamada Latin Vox Machine. Ninguno de los dos había oído hablar de la orquesta, mucho menos sabían que ahí tocaban otros músicos venezolanos. Habían quedado en ir a conocerlos esa mañana.
"Yo no lo podía creer", se ilumina Elizabeth. Cuando los músicos empezaron a ensayar "fue como estar en casa otra vez, como si nunca nos hubiéramos ido. Esa parte de nosotros que habíamos apagado para poder llevar la locura se encendió otra vez".
Carlos llora ahogado apenas se apaga la cámara. Es el único exiliado de su familia e imagino que no quiere que ninguno de ellos, en Venezuela, lo vea llorar. Cuando se calma y puede ponerle palabras al llanto se ve que no llora de tristeza sino de emoción. "Es que lo íbamos a dejar todo", alcanza a decir. Después lo ordena: se había resignado a abandonar su pasión pero su pasión viajó 7.000 kilómetros y volvió a cruzarse en su camino.
Parece que hace muchos años que tocan juntos pero el proyecto sinfónico Latin Vox Machine nació a fines de 2017. Fue en la estación Pueyrredón del subte, cuando el productor Omar Zambrano se cruzó con un músico venezolano de 19 años que estaba tocando un corno francés.
Zambrano se conmovió y poco tiempo después lanzó una convocatoria por Internet. Terminó haciendo más de 200 audiciones y la orquesta oficiando de espacio de reunificación de la diáspora de músicos venezolanos. Para Elizabeth y Carlos la orquesta se convirtió en un nuevo hogar, los músicos en su nueva familia.
"Cuando los conocí yo ya estaba como marchito -dice Carlos, que empezó a estudiar música a los 7 años-. Me miraba al espejo y era un cansancio tan grande… estaba asumiendo que quizás no iba a poder volver a ser músico. Pero en ese primer ensayo sentí que había recuperado todo lo que había perdido. La orquesta nos hizo ser quienes éramos otra vez". Tocaron en el teatro El Globo, en el Coliseo, en el CCK.
Carlos consiguió trabajo en un call center y ese mismo empleo que fuera de contexto no suena alentador, le dio tranquilidad: es un trabajo estable. Todavía no pudieron volver a vivir de la música -aunque ya los han contratado para tocar en vivo mientras parejas de novios entran a las iglesias-, pero es la idea. Volver a vivir de la música volvió a ser la idea.
Carlos, además, tiene en marcha un proyecto para dar clases a chicos que viven en villas de Argentina: hacerlos formar una orquesta, enseñarles a tocar un instrumento. Dice que cuando se enseña música a los niños se enseña valores, trabajo en equipo, disciplina, constancia. Que la música te hace mejor persona, que te transforma, te libera, que te hace unir cuerpo y el alma. Sabe hacerlo -trabajando en villas conoció a su esposa- y quiere hacerlo: es una forma, dice, de agradecerle a la Argentina.
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