Como cada semana desde hace 30 años, Alberto Selvaggi llega a la Iglesia del Salvador, ubicada en la esquina donde se cruzan la Avenida Callao y Tucumán. A pesar de sus 78 años y las sofocantes temperaturas del verano porteño, sube sin cansarse los 25 metros de escaleras que tiene la torre de la Iglesia hasta el piso superior.
El calor acá arriba es más intenso que afuera, donde ese día se difunde la noticia de que 100 vacas murieron en el Mercado de Liniers porque no soportaron el clima. Alberto toma una manivela y avanza decidido hacia una máquina que ocupa el centro del cuarto y está protegida por una estructura vidriada. Abre sus puertas, introduce en el tambor del reloj la manivela y, tomándola con sus manos como si agarrara un cochecito de bebé, comienza a girarla. Ese movimiento circular, hacia adelante cuando la manivela está arriba y hacia atrás cuando llega abajo, lo realiza durante 20 minutos.
Es el tiempo que necesita para darle cuerda a uno de los pocos relojes mecánicos que aún funcionan en Buenos Aires.
A Alberto no le interesa filosofar sobre el tiempo, ni tampoco se detiene a pensar en su paso. Lo único que le importa son los relojes, más específicamente, los monumentales.
Cuando Alberto era chico, uno en particular lo impactó y le marcó su destino. Está ubicado sobre la Plaza Fuerza Aérea Argentina en Retiro y los porteños lo conocemos como el de la Torre de los Ingleses (actualmente se llama Torre Monumental, ya que se le cambió el nombre tras la Guerra de Malvinas en 1982).
Cuando tenía 10 años, su papá lo llevó a que lo conozca. Luego de hacer una larga cola, subieron y Alberto quedó impresionado. "Ví el péndulo y las pesas y fue un shock", dice y agrega: "allí comenzó el amor".
Desde entonces se propuso aprender sobre relojes. Intentó entrar en la Escuela Nacional de Relojería, pero no pudo porque esta cerró luego del Golpe de Estado de 1955 que derrocó al presidente democrático Juan Domingo Perón. Frustrado por este imprevisto, fue a ver a un profesor de su colegio secundario que lo había estimulado en su pasión por los relojes. El profesor le dio ánimo y le dijo que ahora lo que tenía que hacer era buscarse un buen maestro del oficio y estudiar. Alberto le preguntó hasta cuándo iba a tener que estudiar y el profesor le respondió: "Hasta que se muera".
Así, Alberto se formó con distintos maestros y también de manera autodidacta, y hasta el día de hoy sigue estudiando y asistiendo a congresos.
Además de darle cuerda al reloj de la Iglesia del Salvador, Alberto se encarga del que está en el edificio Shell Mex, en el cruce de Diagonal Norte con las calles Perón y Esmeralda, y del que está en la torre del Palacio de la Legislatura, en Diagonal Sur y Perú. Al primero va una vez por mes y al segundo, todos los días hábiles. A veces también va los fines de semana. "Como vivo a 5 cuadras, desde la ventana de mi baño veo el reloj. Si veo que está atrasado, me vengo hasta acá y soluciono el problema".
Alberto nunca se casó ni tuvo hijos. Tampoco tiene familia. Sus mejores amigos son relojeros ingleses que comparten su pasión. Con ellos tiene contacto frecuente por mail y conversan sobre relojes. También viajó varias veces a Inglaterra y en 2010 cumplió un sueño que aún hoy lo emociona recordar: darle cuerda al reloj monumental más famoso del mundo, el Big Ben en Londres.
Pero la gran curiosidad que tiene Alberto por los relojes monumentales no parece ser compartida. "En los 27 años que trabajo acá, nunca nadie me pidió subir a ver cómo funciona el reloj", dice Alberto con resignación. No hay sucesores a la vista. Nadie parece interesarse en aprender este oficio.
Hay cierta obstinación en lo que Alberto hace, una ritualidad que se aleja cada vez más de lo funcional. Como él admite, ya nadie mira estos relojes para ver la hora. Le pregunto por qué entonces sigue haciendo este trabajo. "Porque me da rabia ver un reloj parado", contesta.
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