Aferrada a uno de los barrotes de la reja, la mujer apoya su mejilla y llora. A sus espaldas está el Acceso Zabala, un camino de asfalto de Marcos Paz, en la provincia de Buenos Aires. Delante, un frigorífico de cerdos. Ni ella ni ninguna de las más de cincuenta personas que la acompañan podrán traspasar el portón; tampoco lo intentarán: sólo fueron a despedirse de los chanchos.
Desde hace un año todos los fines de semana el grupo activista vegano Buenos Aires Animal Save realiza vigilias en mataderos. Son parte de un movimiento internacional que se llama The Save Movement, que nació en Canadá hace 8 años con la primera vigilia en un frigorífico de Toronto –también de cerdos- y que desde entonces se extendió a 60 países. En Argentina ya son más de 14 los grupos, la mayoría de Buenos Aires.
De a tres, de a seis, en auto y en el colectivo de línea 322, llegan a la puerta del frigorífico. Algunos de pie, otros sentados sobre el asfalto, charlan animados aunque hace calor y no hay dónde cobijarse del sol. Tampoco parecen molestarse por el olor: hay un hedor que, con el correr de las horas, se sentirá en la garganta. Primero molesta, luego quema y, finalmente, asquea.
Pasadas las cinco de la tarde la voz de un hombre interrumpe las conversaciones: "¡Camión!". Es Federico Callegari, uno de los organizadores. Ahora todos tienen la mirada puesta en la ruta. De doble acoplado y dos pisos, el camión reduce la velocidad a medida que se acerca. Uno de los activistas le habla al chofer:
-¿Podés frenar unos minutos? Sólo queremos darles agua y tocarlos-, le dice. El hombre asiente con la cabeza y, con un gesto algo incrédulo, sonríe.
El portón de acceso al frigorífico está abierto pero él se ha detenido a unos 10 metros. Es ahora: con botella en una mano y el teléfono celular en la otra, se acercan a los acoplados. Entre las barrotes de la jaula algunos chanchos asoman la nariz y aceptan el agua. Otros intentan girar. Un par lo logran, un par quedan en dos patas, amontonados. Con los brazos extendidos, tanto que los dedos tiemblan, los activistas intentan alcanzar a alguno de los animales enjaulados. Les acarician la cabeza y las orejas, como a un perro, como a un gato. Y el chancho se deja. Y los mira. El ruido del motor se mezcla con las pezuñas que rasgan el piso y algunos chillidos llegan desde el fondo de la jaula.
La chicharra del portón de entrada suena hace varios minutos. Un muchacho, de unos veintipico, hace crujir la botella de agua y apura el líquido. Desde dentro del matadero le hacen la seña al chofer, ya debe entrar. Federico les pide a todos que se alejen del camión porque iniciará la marcha. Entonces traspasa el portón y se hace un silencio único, de ruta y congoja.
Este es uno de los 64 mataderos de Buenos Aires, que es la provincia que más tiene (la siguen Córdoba y Entre Ríos). Aquí se faenan 240 cerdos por hora. El camión que acaba de ingresar lleva 250 animales.
Que es violencia comer carne. Que no es necesario porque podemos alimentarnos de otra manera. Que la forma en la que viven, hacinados y engordando para ser comidos, es innecesaria e injusta. Federico resumirá todo lo que creen en pocas palabras: "Son seres sintientes".
A los 25 días de haber nacido, el cerdo es destetado. Cuando alcance los 130 kilos de peso se lo faenará, dice Alfonso Aguilera, del GITEP (Grupo de Intercambio Tecnológico de Explotaciones Porcinas). Se lo asesinará, dice Federico Callegari. El dato inequívoco para ambos es que habrá vivido siete meses.
"Al comenzar la producción a escala, la mano del hombre desaparece en el contacto con los alimentos. Quedamos tan alejados de la materia prima que no tenemos idea. La gente está más preocupada porque se vea bonito en su bandejita de telgopor. Es más de quirófano que alimento fresco", dice Gabriela Polischer, antropóloga orientada en alimentación y salud y docente en la escuela de nutrición de la facultad de Medicina (UBA). Soledad Barruti que recorrió criaderos, granjas y feedlots para escribir en 2013 "Malcomidos; cómo la industria alimentaria argentina nos está matando", cree que, en la segunda mitad del siglo XX, el desplazamiento de las ciudades de los criaderos y el manejo de animales en general–para alejar las pestes- fue el inicio de la desconexión. "Ahí el sistema alimentario se alejó definitivamente, se híper tecnificó y se fue concentrando cada vez más en menos manos. Grandes corporaciones reemplazaron a los agricultores y volvieron fábricas a los campos. Adaptaron la naturaleza a ideas empresarias de productividad".
No es sólo cómo se los mata, es cómo viven. A veces la muerte es la liberación de esas vidas tan turbulentas que tienen, hacinados. Es injusto e innecesario”
Para el carnívoro, el vegano es difícil de comprender. La pregunta es primigenia y emocional: ¿Cómo pueden vivir sin carne? Y más allá: ¿Se puede vivir sin carne? Sí, dice María Laura Sansalone, nutricionista del Área de alimentación saludable del ministerio de salud de la provincia de Buenos Aires. Pero, aclara, hay que buscar alternativas para las proteínas y el hierro que dan las carnes. Para lo primero se precisan cereales y legumbres combinadas en un mismo plato o a lo largo de un mismo día". Los aminoácidos que no tienen las legumbres los tienen los cereales y viceversa. El hierro se encuentra en vegetales de hojas verde oscuro y en legumbres, fundamentalmente en las lentejas. Para Aguilera "uno tiene la libertad de alimentarse como crea y sobre todo, como pueda: la proteína animal es la más barata".
2017 fue un año récord en consumo de carnes en Argentina: 56,4 kilos por persona. Por la devaluación y la pérdida del poder adquisitivo el último trimestre de 2018 cayó 17%, según Ciccra, la Cámara de la industria y Comercio de Carnes. Fue también por una cuestión económica que el negocio del cerdo creció tantísimo. Por el encarecimiento de la carne vacuna, los argentinos comemos el doble de carne de cerdo que hace diez años. De acuerdo al informe del Ministerio de Agroindustria, pasamos de 7 a 14 kilos por año. El mercado porcino proyecta crecer más, no sólo por consumo interno sino por la exportación a China.
Tan sólo cinco minutos después de que ingresó el camión, otro se acerca. También tiene doble piso. Una chica que lleva una mochila roja no para de sollozar. Los toca. Lagrimea. Les da agua. Se seca las lágrimas. Graba con su teléfono. Uno de los cerdos se acerca y con la nariz golpea su mano y ella estalla en un llanto. A su lado, otra mujer que viste la remera con la leyenda "Violencia es comer animales" la abraza. Acaban de conocerse. "No es sólo cómo se los mata, es cómo viven. A veces la muerte es la liberación de esas vidas tan turbulentas que tienen, hacinados. Esto es injusto e innecesario", dice a unos metros Matías Vázquez, miembro junto a Callegari de Voicot, un grupo de publicistas activistas por los derechos animales que realiza, además delas vigilias, pegatinas en espacio públicos.
Actualmente hay dos formas de matar a un chancho en un frigorífico. Senasa habla de "métodos de insensibilización": electronarcosis (descarga eléctrica) y anoxia inducida por dióxido de carbono (cámara de gas). Luego es degollado. Entre una cosa y otra no deben pasar más de 60 segundos. El sistema mayormente usado en nuestro país es el primero, que también llaman aturdimiento eléctrico. La cámara de gas es mucho más costosa y sólo la tienen una planta en el país.. Aunque aparece como el menos brutal y más eficiente, el documental australiano Dominion denuncia que en las cámaras de gas muchas veces se utiliza una concentración de gas excesiva, que de emplear una menor les causarían menor dolor y estrés, pero llevaría más tiempo dejarlos inconscientes. Y sería más costoso. Dice, también, que algunos llegan conscientes al momento del degüelle.
Uno de lo últimos informes de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), además de señalar que la ganadería es responsable del 14,5 % de los gases de efecto invernadero (similar al porcentaje generado por el transporte), afirma que por el crecimiento económico y un auge de una clase media a nivel mundial, la dieta cambió aceleradamente. ¿A dónde vamos? A un mayor consumo de carne y productos lácteos. Si algo somos "es omnívoros: estamos preparados para comer de todo", explica la antropóloga Polischer, y agrega: "es una cuestión ideológica elegir qué comer o no. Si no hubiéramos comido proteínas animales y ácidos grasos no hubiéramos tenido cerebro, no nos hubiésemos diferenciado del resto de los animales. No seríamos humanos, no tendríamos lenguaje".
El primer camión que ingresó ya está de cola, pegado a la manga de descarga. El drone de Buenos Aires Animal Save muestra como dos operarios abren la puerta trasera y comienzan a arriar los chanchos. Lo hacen con un palo de madera que, en el extremo, tiene retazos de tela de color verde. La manga que los lleva a un tinglado tiene la mitad del ancho de la jaula del camión en el que llegaron. Hay una única dirección posible. Avanzan.
En su libro Comer animales (2009), Jonathan Safran Foler, dice que "las antiguas generaciones estaban más familiarizadas con las personalidades de los animales de granja y con la violencia que se ejercía sobre ellos. Sabían que los cerdos son juguetones, listos y curiosos. Nosotros diríamos que son «como perros»". Entrevistado por ese trabajo, le preguntaron si creía que la industria cárnica sometía a los animales a un sufrimiento innecesario. "Si de lo que se trata es de vender hamburguesas a un dólar, tienen que actuar necesariamente como lo hacen".
El segundo camión ha quedado en la posta previa, en una dársena a pocos metros de la entrada. Los activistas aún pueden verlo. En silencio, observan como dos duchadores, ubicados a cada lado, comienzan a mojarlo. El agua brota de los postes y el camión avanza muy lentamente; debe alcanzar a todos los cerdos. Cruzada de brazos, una muchacha rompe la hegemonía del ruido del motor, los rociadores y la chicharra del portón de entrada: "Mirá cómo toma ese", dice. Y la abrazan.
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