La nota está confirmada desde hace una semana pero la mañana de hoy comienza así: "Buen día, no te das una idea de lo mal que me siento. No dormí en toda la noche". Elma dice que le cayó mal la cena pero todos en el remis en el que ahora vamos a buscarla creemos lo mismo: debe estar nerviosa.
Ya era abuela de cinco nietos cuando comenzó su condena y, el día en que recuperó la libertad, hizo un juramento: "Nunca más vuelvo a pisar este lugar". Hay una razón por la que decidimos llevarle calmantes para el dolor de estómago, Gatorade y un poco de cariño: Elma está por subirse a este remis para volver, por primera vez, a la cárcel en la que estuvo presa.
Tiene 53 años pero sale de su casa, en Pablo Podestá, como sale una niña: una muñeca de trapo en una mano y una ilusión en la otra. "Ojalá esté mi maestra", dice. Quiere mostrarle que las muñecas de patas largas que aprendió a confeccionar mientras estuvo presa -los ojos con botones, las trenzas de lana- ahora son el corazón de un emprendimiento del que viven ella y otras 22 mujeres.
Elma Vega llora en el remis, camino al Complejo Penitenciario Federal IV de Mujeres, en Ezeiza. No llora cuando habla del día en que ella y su marido quedaron detenidos: llora cuando cuenta que, en aquel entonces, la más chiquita de sus hijas tenía 11 años. ¿Por qué te condenaron, Elma, qué hiciste? "Tuve una mala idea", contesta.
"Quiero agradecer el regalo que me hizo Elma -dijo el año pasado la gobernadora María Eugenia Vidal, con una muñeca que alguien le había hecho llegar-. "Es una mujer que fue condenada por mula, como tantas otras mujeres que son explotadas en su pobreza por el narcotráfico". Elma escucha nuevamente la frase y dice que no con la cabeza, que no fue eso lo que pasó.
"La mala idea fue tratar de sacar a la luz la corrupción policial del barrio". Dice que estaba cansada de ver a los policías detener adolescentes y exigirles plata bajo amenaza de secuestrarles la moto o llevarlos detenidos. Los chicos "picaban" porque no conocían sus derechos. Y cada vez que ella los veía pedir coimas en vez de hacerles una multa por no usar casco, se les paraba enfrente con su celular en alto y les decía: "Tengo todo filmado".
"Hasta que uno se dio vuelta y me dijo: 'Ya vas a tener noticias nuestras'". Una semana después, allanaron su casa y "mágicamente" -levanta las cejas- apareció una .9mm en el cajón de la ropa interior de su hija. "Estuve una semana detenida. No les alcanzó". Un año después, volvieron a allanar su casa: detuvieron a Elma, a su marido y a su cuñado. Los acusaron de formar una asociación ilícita dedicada al narcotráfico. "Nadie quiso escuchar la verdad, nunca".
Elma llegó a este complejo del Servicio Penitenciario Federal, que depende del ministerio de Justicia, el 26 de junio de 2013. La habían condenado a cinco años de prisión. Es difícil explicar la expresión de las agentes penitenciarias cuando la ven volver. Corresponde llamarla Vega y no Elma, corresponde darle la mano y no un beso, pero si el cuerpo delató los nervios de Elma esta mañana ahora las delata a ellas: no es fácil mantener las formas cuando la intención del cuerpo es abrazar.
"Que bueno que no haya vuelto, Vega", le dice una penitenciaria con la emoción metida en los ojos. De lo que se alegra es de que no haya vuelto como reincidente, algo común por acá. No es habitual lo que está sucediendo: las ex presas nunca vuelven de visita y tener algún tipo de relación con una liberada es una "falta ética", por eso las penitenciarias rara vez saben qué fue de sus vidas después de la cárcel de mujeres.
"Perdóneme jefa, pero si está mi maestra voy a tener que darle un abrazo", le dice Elma a Brenda Fiorentino, jefa del Departamento de Trabajo del complejo. Brenda levanta los hombros en gesto de "bueno" y, pese a la dureza que se esperan de sus 22 años como penitenciaria, se le filtra la alegría: es ella quien impulsa los talleres de trabajo en el penal, la que dice que sirven, que contagian, que bajan los niveles de agresividad.
Tímida en la puerta del taller de muñequería, la espera Marta, su maestra. El uniforme tampoco contiene la emoción. El abrazo está autorizado. Elma pide un pañuelo de papel, acaricia el pelo de las muñecas que cuelgan, levanta las fundas de las máquinas de coser como quien busca un nombre entre las tumbas: sabe que, cuando la vea, va a reconocer la que era suya.
"Me trae muchos recuerdos estar acá… estar haciendo una carterita o una muñeca para esperar la visita de mis nietos". Es que sentarse en la máquina la conecta con los recuerdos: "Cuando llegué no entendía nada, lo único que sabía era que tenía que ser fuerte, lo había visto en las películas. Ahora me doy cuenta de lo fuerte que fui, de todo lo que logré. Siento orgullo de mí".
Fueron 2 años y 9 meses de condena (la redujeron la pena porque hizo 26 cursos). ¿Parece poco? Elma no mide en años: estaba presa cuando nació su sexto nieto. El 8 marzo de 2016, recuperó la libertad. "Me fui caminando por este caminito con un bolso grande lleno de telas. Ya sabía que las muñecas me iban a sacar adelante", dice, mientras sube al remis para volver a casa. Aquella vez fueron a buscarla sus hijos: su marido seguía preso.
Cuando volvió a casa, casi tres años después de haberse ido con lo puesto, sintió un "desamparo terrible". La pintura, las goteras. Su hija mayor -que aunque tenía hijos chiquitos había quedado a cargo de sus hermanos durante la condena- había hecho lo que había podido. "Mi vida ya no era la de siempre. Había recuperado la libertad sí, pero hay cosas que no se recuperan: los cumpleaños, las fiestas con la familia, acompañar a tus hijos cuando están enfermos".
No se siente el desamparo ahora en esta casa. Hay por ahí mujeres con los brazos elevados como robots para que otras desenreden la lana de la madeja. Hay por allá otras cosiendo vestidos a máquina. Algunas nunca estuvieron presas pero necesitaban trabajar. Otras también son "liberadas": mujeres que, cuando consiguieron la libertad que anhelaban, entendieron que su condena en el curriculum vitae se convertía afuera en una nueva condena.
Suenan las máquinas de coser y pasa, de upa en upa, el menor de los nietos de Elma. Sobrevuela la mesa del comedor que ahora es una camilla de autopsia: hay cuerpos con vísceras de vellón, cabezas sin ojos, manos sin dedos. Nació cuando ella ya había recuperado la libertad así que, ahora que puede, Elma se seca las lágrimas y lo alza, lo besa, lo amasa, lo huele, le dice "ey, bebé, acá está la abuela".
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