Un ovillo de lana atraviesa cientos de hilos tensados como tendones. Una mano lo rescata antes de caer y lo hace volver a pasar desde el lado contrario. Las mismas manos con firmeza presionan el final de una trama con una madera. Así, la acción se repite miles de veces durante meses hasta terminar en el resultado final: un poncho.
Belén, una ciudad en el corazón de Catamarca, cruzada por la ruta 40, es el hogar de la tradición milenaria del tejido. En cada casa se levanta un aparato del tamaño de un piano de cola. Es de madera y lleva el nombre de telar. A veces, están en los patios o en habitaciones construidas especialmente para guardarlos. Son domados de memoria por las manos de padres, madres, hijos y abuelas como doña Petrona, una de las artesanas más reconocidas de la ciudad. Tiene 80 años y teje todos los días. En el momento que tocamos su puerta estaba armando el telar preparado con hilo de vicuña marrón, la tela más buscada y cara de la zona.
“Son seis meses para hilarlo y 20 días para hacer todo el proceso de tejido”, cuenta Petrona sin dejar de tejer. Con un pedal de madera baja los hilos de arriba, mientras que con el pedal siguiente hace subir los de abajo haciendo que se crucen. Con este sistema termina solo dos ponchos al año y estos diseños exclusivos son buscados por turistas, quienes pagan el alto valor una tela y un trabajo que solo se encuentra en Belén.
Hay varias opciones de tela con las que se construyen las prendas: oveja, guanaco, llama, alpaca y vicuña. Sus precios varían por la dificultad de encontrar la materia prima, siendo la oveja más simple que la vicuña, por ejemplo. Existe una regulación para el uso de la materia prima. La vicuña está protegida: se encuentra en peligro de extinción, lo que hace que la fibra de este animal sea aún más excepcional.
El avance de la industria textil fue empujando de la escena a estos pequeños productores. Hoy es más común vestir una campera para protegerse del invierno que un poncho. Sin embargo, continúan tejiendo en sus patios. Guardianes de la costumbre de sus ancestros, pasan días enteros haciendo movimientos mecánicos, urdiendo y dando forma a pedazos de tela de varios metros de largo.
A pocas cuadras de la casa de doña Petrona, un hombre reposa al sol en la entrada de su terreno vistiendo un poncho negro con líneas blancas. En la vereda hay un cartel que dice “Ponchos”. Su nombre es Antonio y aprendió el oficio de su padre, quien tenía como objetivo nunca permitir que esa tradición desaparezca. Hoy el “Chono”, como le dicen los lugareños continua con el legado de su familia, no solo tejiendo, sino también explicando a los turistas como es el proceso y la tradición del trabajo con telas. Sin más demoras, como esperando la llegada de un caminante, comienza con su discurso.
-Bienvenido a Belén, pase un momentito.
-Muchas gracias.
-Me dedico a trabajar en el telar criollo, hago todos estos cortes. Son cortes de tela o géneros rústicos que se hacen y se venden por metro. Todos están realizados en el telar criollo. Este trabajo artesanal se está perdiendo, porque ya el poncho lo están haciendo pero de forma industrial.
-¿Por qué se dedica a esto? ¿Por qué decide mantener esta tradición?
-Hace muchos años Belén era la industria textil de todo el país, aquí venía la gente cuando estaba de moda el poncho pero también porque es la cuna del telar criollo. Se encuentran prendas chicas hasta cubrecamas.
-¿Cuándo fue la época de esplendor de Belén?
-Debe haber sido desde la época del setenta hasta el ochenta y pico. Después comenzaron las máquinas, que lo hacen de la misma forma pero más rápido. En menos tiempo.
-Usted elige seguir con este método.
-Si, para seguir valorizando. Porque es una técnica ancestral y hay que seguir porque sino se va a perder la cultura de Belén. Antes en cada casa había un telar, de eso vivía la gente. Y yo quiero que se vuelva a revalorizar. Ahora les voy a mostrar los pasos que me llevan.
Antonio nos lleva a una mini recorrida por su patio. Primero se junta la madeja de hilo. Luego se hace la urdimbre, que es el armado de los hilos sobre el telar. Se acomodan los colores y las tramas para después pasar al momento de tejer, donde Antonio demuestra su habilidad en el telar que él mismo construyó.
Entre las calles angostas de la ciudad se pueden ver locales de venta de tejidos de todo tipo como ponchos, guantes y frazadas, pero también existen pequeños artesanos que buscan fusionar la tradición con la moda, experimentando con colores y motivos nuevos.
Está cayendo la tarde y entramos a Rua Chaky, un pequeño local familiar que guarda una historia de amor y de esfuerzo. Sus dueños son Ramón Baigorria y Graciela Carrasco y llevan la tela en la sangre. Son quinta generación de tejedores. Ambos nacieron en Belén, pero no fue ahí donde se conocieron, sino en la Ciudad de Buenos Aires donde buscaron un destino diferente. Sin poder escapar del tejido de la vida terminaron juntos en una peña. Ramón la invitó a bailar y ella aceptó.
-¿Te acordás el día que la conociste?
-12 de diciembre. Hasta la hora, todo. A las 11 de la noche más o menos. Ella es profesora de danza pero nunca ejerció. En ese tiempo se cabeceaba para salir a bailar, eran viejos tiempos y estábamos por salir a bailar y justo cambiaron de ritmo y yo no sabía y justo tenía un amigo y le dije “che, andá a bailar” y un poco se me enojó, después tuve que remontar y volver a sacarla a bailar.
-Te perdonó.
-Duró poco el enojo y, bueno, desde esa época desde hace 40 años que estamos juntos.
-¿Vos te vas de Belén a qué edad?
-Yo termino el secundario a los 18 años y me voy a hacer el servicio militar a Córdoba pero podía ser otro destino Buenos Aires, ya que tenía familiares ahí. Pensaba seguir estudiando pero no pude completar los estudios porque tuve que seguir trabajando. No pude entrar en una universidad del estado así que estudié en una universidad privada, entonces los trabajos que hacía me permitía hacer las dos cosas. Trabajaba en dos o tres lugares y eso me permitía estudiar.
¿Cómo sucedieron las cosas para que puedas volver a Belén?
-Cuando dejé de estudiar yo tenía muchas habilidades con las manos y dije “tengo que aprender un oficio”. Encontré una familia de italianos que me abrieron las puertas de su casa, me enseñaron lo que era el secreto de la industria textil del calzado y empecé como remendón, haciendo compostura de calzado. Después empecé a ser reparación para fábricas y en ese tiempo me pagaban con calzado, entonces lo mandaba a mi madre acá en Belén y empezó un negocio floreciente. Un día le hice la propuesta a mi esposa, que no quería venir, venirnos con un negocio de calzado y duramos hasta los años noventa.
-A tu esposa la conociste en Buenos Aires pero ella es de Belén, ¿cómo fue?
- Ella se fue muy de niña a Buenos Aires y en Belén no nos conocíamos. Nos fuimos a conocer en Buenos Aires. ¿Cómo es el destino no? Hace 40 años que estamos juntos. En Buenos Aires había un lugar de encuentro de los provincianos, la famosa Linqueñita y cuando añoramos a nuestro pueblo, ahí nos reuníamos. Íbamos tucumanos, santiagueños. Fue el destino que quiso que conociera a mi esposa ahí.
Juntos desarrollaron un emprendimiento de calzado que los llevó de nuevo a su ciudad natal pero no duró mucho. Los cambios en la economía Argentina en la década del noventa obligó a muchos comerciantes a adaptarse a la importación de productos. En este caso, no hubo forma de seguir y decidieron continuar con el oficio que más conocieron en su vida: el tejido.
-¿Cuándo decidieron volver a su oficio se habían olvidado o estaba todo ahí?
-Estaba ahí, tardamos muy poco tiempo en volver a retomar la práctica, el conocimiento lo teníamos. La práctica nos fue llevando y siempre fuimos de innovar. Fuimos innovando en diseño, sacando distintos colores. La primera compra que hicimos fue cinco kilos de llama.
-¿Cómo fue ese crecimiento?
-Empezamos a tener más trabajo, empezamos a ver gente que se interesaba en nuestro trabajo y empezamos a vender en negocios, empezamos a participar en ferias. Fueron pasitos muy chiquititos pero pasos firmes. Siempre tratando de superarnos.
-¿Hoy tienen uno de los lugares más reconocidos de Belén?
-Sí, bueno, no sé si somos famosos... tengo un lema: no sé si van a encontrar lo mejor que puede existir pero sí lo mejor que podemos hacer nosotros. Aparte no competimos con nadie, simplemente hacemos lo nuestro sin fijarnos qué hace el vecino y si es mejor o peor. En artesanía no hay ni mejor ni peor, hay diferentes.
-¿Cómo fue tu primer viaje, tu primera feria?
-La primera feria fue en Buenos Aires, medio temeroso porque no sabíamos en qué línea estábamos y en un principio lo que llevamos fue novedoso. Me acuerdo de la primera feria que fuimos, no sé, debimos haber llevado cinco o seis prendas. Teníamos la duda de si íbamos a vender o no: por suerte nos vinimos sin nada. Después fuimos pudiendo hacer un poco más, aparte la producción nuestra es muy limitada porque no tenemos gente atrás nuestro que trabaje. Todo lo que ves se hace acá en familia, o sea que el negocio tampoco está abarrotado de prendas porque es imposible producir a grandes escalas.
Rua Chaky es un referente del rubro en Catamarca: participaron en varias ferias nacionales mostrando sus trabajos. Su objetivo es la creatividad en la fusión de lo tradicional con la moda. Sus ponchos fueron presentados en Argentina y en Europa, participaron en desfiles en la ciudad de Milán y hasta llegaron a las manos del Papa.
Graciela es tímida y también viene de una familia de tejedores. Recuerda que en Belén cuando no se sabía qué hacer, se tejía. Luego de insistir un poco nos prestó su voz para contar su lado de la historia.
-¿Vos sos artesana quinta generación también?
-Si, yo aprendí de mi abuela cuando era muy niña, ella me ponía a hacer la urdimbre y de ahí que aprendí este oficio.
-¿A qué edad?
-No sé, habrá sido a los 7 años. Andaba jugando y mi abuela nos llamaba para que la ayudáramos a hacer las tareas. Me acuerdo de que ella se sentaba en una parte del telar y yo me ponía a urdir, que no es más que poner los hilos en la tela.
-¿A vos te gustaba?
-No sé si me gustaba, pero dejaba de jugar y hacía la urdimbre. Después, cuando terminaba de urdir, nos daba un caramelo o una golosina y quizás por eso era que lo hacíamos y después, bueno, yo iba a mi casa y veía a mis tías. Y todos trabajaban con la lana de los hilos, así que yo me crie entre los hilos, la lana, los telares.
-Era normal acá en Belén, ¿tus amigas también sabían?
-Si, era normal. La mayoría en sus casas tenía un telar.
-¿Por qué te fuiste a Buenos Aires?
-Porque quería cambiar un poco, ver lo que pasaba afuera y bueno… ahí me encontré con mi marido y ahora estamos de nuevo acá en Belén.
-¿Sabías que él también tenía el oficio de trabajar con telas?
-No, no sabía pero uno supone que si porque era de acá del pueblo y todos trabajan con tejido.
-Cuando te propuso trabajar de nuevo con tejido, ¿qué pensaste?
-Le dije que si me ayudaba sí, si era yo sola no. Porque yo veía a mi mamá que trabajaba muchas horas y es cansador. Son muchas horas de trabajo, pero él me dijo “yo te ayudo”, así que, bueno, ahí empezamos y ahora me encanta. Lo disfruto cuando hacemos la urdimbre, cuando hacemos las terminaciones. Porque yo bordo también. Tejo a dos agujas, crochet, todo lo que se pueda hacer manual.
-¿Cómo fue que de repente un día un tejido hecho por ustedes llegó al Papa Francisco?
-Eso fue muy lindo, un orgullo que el Papa tenga una prenda nuestra.
-¿Una prenda que te haya gustado mucho hacerla?
-Todas. Por ahí capaz que hay alguna prenda que decís, bueno, me gustó por la textura, el color o te gusta una prenda que tiene ángel, no sé. Y pensás “bueno, que no se venda hoy”, y por ahí justo llega uno que la quiere.
-No querés que se venda, te la querés quedar.
-Y a veces pasa que hay una prenda que no querés que se venda, por el color o quizás por el tiempo o porque te llevó más trabajo. Y justo esa prenda es la que te eligen para comprar.
-¿Hay alguna que te hayan comprado y no querías vender?
-Sí, era una ruana con lana de llama bordada en vicuña. A propósito no la terminé de bordar en la parte de abajo y vino una persona y le encantó, quería que se la vendiera y mi marido me la vendió. Ahora mi marido me debe esa prenda. Me hizo una de vicuña pero yo no quiero de vicuña, quiero la de llama. No sé porque pero a mí me gusta la llama, no me gusta la oveja ni la vicuña.
-¿Esto cuándo fue?
-Y esto no fue hace mucho, fue antes de la pandemia
-¿La vendió cara por lo menos?
-No sé, jaja.
Ramon se ríe y admite que sacrificó la prenda, pero recrimina que intentó hacer una igual. Hoy ambos están concentrados en sus nietos, además del tejido. Cuentan con orgullo que sus hijos también son hábiles en el telar. Aunque no pretendan que continúen con el negocio, parece que algo surge por dentro de toda la gente de Belén que es inevitable.
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