Esta es una historia que busca corregir un equívoco. Acaso, varios. Solemos hablar del fuego, pero no del árbol: hoy el protagonista es un caldén. Se lo ve seco, triste, tomado por las avispas y sin hojas. Parece un pulpo de tierra dado vuelta al que le cayó un embrujo y se congeló, parece una red neuronal tratando de llegar al cielo. Parece estar ahí solo y decadente, pero sería un error creer en lo que parece. La Pampa tiene el caldén, no el ombú, y algunos -este- tienen más de trescientos años.
Nadie lo conoce fuera de Alta Italia, no aparece en guías turísticas y probablemente nadie vendría a verlo. Pero para el pueblo, es mucho más que cualquier monumento.
Dice Wikipedia que el Caldén “es una especie del género Prosopis, autóctona de República Argentina, de árboles leguminosos con espinas, de regiones templadas secas”. Pero en este rincón pampeano nada lo define mejor que la canción que hicieron en su honor y explica por qué su tronco está inclinado: “Él es muy amigo del viento del sur”. Y es así, se lo ve como si buscara recostarse en el piso, ya cansado. A su alrededor tiene unos bancos de troncos, el pasto cortado al ras, y un alambrado que arma un marco. En el filo de la raíz, un camino de tierra camino al cementerio. “Para muchos de nosotros la primera vez que lo vimos fue en algún evento triste, yendo a despedir a alguien”, dice José Garat, un vecino del pueblo. Pero esa primera impresión cambió para muchas generaciones más jóvenes gracias a la iniciativa de varias maestras de escuela.
Un día la directora de la escuela del pueblo pasaba por el camino y vio que el árbol estaba a punto de ser hachado. Corrían los años noventa y el árbol era un estorbo, sus raíces levantaban el alambrado de un campo, nadie necesitaba su sombra y lo iban a sacar a hachazos. La directora lo evitó y pronto, conversando con sus colegas, elevaron un proyecto para declararlo de interés cultural. Ya para ese entonces el caldén era un personaje más del pueblo, allí se reunían muchos adolescentes para darse el primer beso, allí mateaban los solitarios, allí había asambleas y reuniones. Pero no tenía, digamos, el reconocimiento que merecía.
La declaración de interés prosperó y el árbol ganó en confort. A partir de entonces, comenzó a recibir visitas de varios grados del colegio. Se volvió parte de la educación. Y Alta Italia, a su vez, ganó un emblema. Calles adentro no hay mucho que lo diferencia: tiene su heladería, su plaza -también con caldenes, más jóvenes-, su estación de tren sin tren, su municipalidad, su biblioteca, su asfalto abandonado a la hora de la siesta, sus banquitos siempre disponibles, su calor, en verano, su calor.
Así son las calles de Alta Italia, y allí viven cerca de 1600 habitantes. Todos ellos -o la inmensa mayoría- sabe de lo que se habla cuando se dice “el caldén”. Caldenes son muchos, pero acompañados de un artículo hay uno solo, como el Diego, el caldén. “Es un árbol grande, ya seco, sin hojas, vivo aún pero no tanto”, define un chico que paramos al azar cuando le preguntamos cómo es. En la memoria del pueblo, no obstante, nada está seco sino tan frondoso como en sus mejores años: casi todos tienen un recuerdo con él, y estén donde estén, como si fuera su Meca, ellos saben señalar en su dirección.
“Tome aquel camino de tierra”, dice una chica. “En la primera bocacalle, mano izquierda doblás”, contesta otra joven. “Se va a topar con una tranquera. No me acuerdo como se llama el campo”, agrega otra. “Doble para este lado y ahí se lo va a encontrar, a su derecha”, dice una señora.
-¿Es famoso verdaderamente?
-Por lo menos acá lo conocemos todos.
Seguimos las indicaciones y rodamos por el camino de tierra. A la izquierda, junto a un galpón, un container tiene una lona que lo cubre. En ella se lee: “el caldén”. Del otro lado del camino, el árbol.
“Yo era maestra de grado cuando pasó. La directora del colegio pasaba por acá, donde está hoy el árbol, donde estuvo siempre, y vio que lo estaban hachando. No dejó que sucediera. Se puso en movimiento y nos lo comentó”, cuenta Liliana Cena, maestra de la escuela de Alta Italia y autora de la canción Caldén Añejo, que rinde homenaje a este árbol.
“Dijimos: ¿cuántos años tendrá? Y una de las docentes se trajo un centímetro y le midió el tronco. Y con eso lo mandamos a Santa Rosa. Allá le calcularon la edad, aunque no podían ser muy exactos. Cerca de 350 años dijeron”, agrega Martha Tosco, maestra de música y compositora justamente de la música de la canción homenaje.
“Entonces desde la municipalidad hicieron una ordenanza en el concejo deliberante en donde lo declararon de interés cultural local. Yo escribí unas letras, y Martha le puso la música. Y entonces se la dimos a conocer a los chicos. De ahí en más, cada 16 de octubre venimos al caldén con los alumnos”, dice Liliana.
Por ese entonces también pusieron el marco al árbol: el dueño del campo en el que está cedió una porción de tierra a la municipalidad, se modificó el alambrado para que el árbol quedara del lado de afuera del campo (del lado de la calle), y se pusieron unos troncos para descansar debajo de su sombra. Sentados en esos troncos, alrededor del árbol, sucedían muchos de los actos escolares del pueblo, costumbre que se detuvo en la pandemia.
“Los chicos se emocionaban. Era una aventura venir acá. Primero porque lo sacás del ámbito diario de la escuela. La caminata todos juntos ya era un programa. Una vez acá decíamos alguna poesía y se cantaba la canción. Hasta se montaron obritas de teatro debajo de sus ramas”, cuenta Liliana.
“La curiosidad más grande —dice José Garat, uno de los veterinarios más queridos del pueblo— es cómo sobrevivió”. Lo que lo sorprende es que a pesar de los malos años que pasó el país y el pueblo, a pesar del frío y de la necesidad de madera para calefaccionarse, nadie lo hizo leña. “Vos imaginate que pasó por épocas de terribles depresiones económicas. Y estando tan cerca del pueblo, nadie vino a cortarlo para hacerse un fuego”, dice, entusiasmado.
Sin embargo, en los últimos años parece estar camino a la muerte. Nadie se explica por qué. El mismo José solía sacarle fotos a sus hojas verdes durante el verano y la primavera, y tiene en su teléfono toda una colección de imágenes del árbol. Pero ya no es posible conseguir esas fotos. No sabe si es una plaga, si es el calor y las sequias, algún gualicho, culpa de los pesticidas o qué, pero el caldén parece ya no querer vivir. Otra teoría, de una vecina de la zona que no quiso dar el nombre: desde que se hizo famoso, el caldén comenzó a morir.
-Yo siempre lo respeté. Algunos decían “habría que cortarlo”. No, no corten eso. ¿Cómo van a cortar el calden? -dice Martha.
Junto a ella está José Eduardo Sack, periodista de una ciudad vecina. Coincidimos todos en el caldén porque pedimos que se corriera la voz de que queríamos conocer historias, y José se acercó a atestiguarlo. Es, además de locutor, un amante de los árboles. Él explica uno de los motivos de la desaparición de muchos caldenes por la zona.
“En un momento surge la necesidad de alambrar los campos de la zona y, obviamente, la materia prima para el alambrado es la madera con al que se hace el poste. Esa madera, esos postes, son de caldén. Nuestra provincia ha sufrido incendios tremendos, que han generado una devastación tremenda. De hecho, hay una política orientada a la conservación de los caldenares”, dice, y todo a lo largo de los campos vemos los postes de caldén hecho alambrados.
-Cuando te hablan del caldén, ¿qué pensás?
-Es la planta autóctona por excelencia. Un árbol muy noble, una madera formidable.
-El dicho popular dice: “La Pampa tiene el ombú”, pero es un equívoco: en realidad La Pampa tiene el caldén.
-El dicho ese no nos representa a nosotros como pampeanos. El ombú viene bárbaro acá, y los hay, pero fue traído de afuera. Entiendo que además hay más en la región pampeana de la provincia de Buenos Aires, de ahí el dichi. Pero el caldén es lo que representa a La Pampa, porque estaba antes de que nosotros llegáramos, y ojalá siga estando. Creo que el calden tiene muchísimo para dar y si me preguntás a mí, como pampeano, te digo que el caldén es nuestro orgullo.
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