Villa Paranacito es un error. Es también un montón de agua y lanchas y botes y bicicletas sin atar en las calles. Villa Paranacito es un pueblo de casi cinco mil habitantes habituados al sonido de un motor de dos tiempos y al de un remo. Es también la casa de Jorge Smidt, al que todos llaman Piti, y la casa de Silvia Mahl, a quien algunos llaman “la escritora” y otros “la historiadora”.
Un error, porque debió estar en otro lado. Cuenta la historia que luego de una gran inundación sucedida en 1905, el Estado debe intervenir y manda a construir una delegacía en la esquina más poblada del pueblo. La delegacía -básicamente, una comisaría- significaba la llegada de la administración central, un primer mojón para lo que vendría después. Pero el constructor que debía levantar la construcción se equivocó. Le dijeron que debía montarla en la confluencia. Se referían al encuentro entre el Paranacito y el arroyo Brazo Largo. El constructor, que llevaba la delegacía casi armada en su barco, se pasó de largo y siguió hasta la siguiente confluencia. Confundiendo un lugar con otro, instaló el edificio municipal donde está hoy. No hubo otra opción que empezar a circular por allí y la ahora llamada “la esquina” (la unión del Río Paranacito con el Arroyo La Tinta) quedó como el centro del poblado, sin importar que en la otra ubicación había hosterías, clubes, una escuela y estancias productivas.
Un montón de agua y lanchas y botes y bicicletas sin atar en las calles porque así es el ritmo del pueblo. Solo al llegar al centro ya se ven decenas de bicicletas apoyadas contra los distintos edificios. En la esquina está el cruce de ríos, está el banco, está la prefectura, y del otro lado del río está la comisaría, algunos hoteles, varias casas particulares y el hospital.
Cualquiera que quiere ir, por decir, del banco al hospital, precisa de un bote particular o del botero municipal. Cualquiera que quiere cruzar de un lado a otro para ir a la escuela o a hacer un trabajo o a comprar pan, precisa del botero. Cualquiera que tenga una cita con una persona al otro lado del río, y tenga nervios y emoción y dudas, precisa del botero; y es posible que conversen y, remo en mano, el botero diga alguna palabra de aliento.
El botero es Piti. Todos lo conocen. Todos saben que desde las seis y media de la mañana ya está en su garita esperando pasajeros para ir de un lado al otro a razón de cinco pesos el viaje. Se llama Jorge Smidt, tiene 29 años y es de pocas palabras, pero precisas. “Si alguien no tiene para pagar, viaja igual. Todos podemos precisar cruzar en algún momento”, dice. Comenzó a trabajar con el bote en el 2016, luego de otra gran inundación que cubrió otra vez todo el pueblo.
-¿Cómo fue lo del 2016? ¿Creció el río?
-Hubo una creciente. Acá vienen cada cuatro o seis años esas crecientes. O a veces tarda siete u ocho años. A veces viene la sudestada que tapa la calle, y no es tanto. Pero en el 2016 fue grande. Un año y pico duró la calle tapada.
-¿Un año la ciudad tapada por el agua?
-Todo completo. Le faltaban dos escalones a la escalera del banco para llegar hasta arriba.
-O sea, tu garita estaba tapada.
-Todo tapado, todo.
-¿Y cómo hacían?
-El que venía al banco, el que venía a comprar, a la prefectura, a trabajar, todo, todos venían en este bote. Yo los llevaba.
-Recorrías la ciudad.
-Toda la ciudad.
-A remo.
-A remo.
-¿Te metías por las calles?
-Por todas las calles, por todos lados.
-¿Y después el agua se fue y volvió todo a la normalidad?
-Sí, todo a la normalidad.
-¿Ese fue el primer año que trabajaste de botero?
-Sí. Empecé en el 2016, ahí. Necesitaban uno y empecé y ya me quedé.
-¿Es tranquilo Paranacito?
-Tranquilo. Demasiado tranquilo.
-¿Vivirías en otro lugar?
-No, no cambiaría. He tenido oportunidades, pero no.
-¿Cambiarías de trabajo?
-No, me gusta. Lo que no me gusta es que pagan poco, pero bueno. Yo hago de todo un poco, aunque no puedo dejar el laburo porque lo necesito, porque tengo una nena.
-¿Qué es el río para vos?
-Y… Sin río no hay vida para nosotros.
Durante la pandemia el bote de Jorge no se detuvo. Hubo un avance: le incorporaron un pequeño motor, por lo cual mientras le dura la batería no necesita remar. En el peor momento de la pandemia, cruzaba cerca de cien veces por día al hospital. Llevaba a los trabajadores, a los familiares de los internados, y a los enfermos. “Sabía que me lo iba a agarrar el bicho, ya fuera trabajando o no trabajando, en el negocio, o en otro lugar, así que no me preocupé, y nunca le negué el viaje a nadie. He cruzado gente que ha tenido COVID y nunca dije nada”, cuenta. En algo se equivocó: a dos años de la pandemia, nunca se contagió.
“El botero es como el colectivero para ustedes. Pero acá son dos nomás, uno a la mañana y otro a la tarde. Es nuestro medio de transporte. Los vecinos que vivimos en esta isla vamos hacia la otra, o hacia la isla del pueblo. Es fundamental”, dice Silvia Mahl, autodefinida como “la guía de Villa Paranacito”. El pelo cano, con rulo, enmarañado por el viento. Lentes. Voz firme, histriónica.
Aunque nació en la Isla Nueve (la del hospital y la delegacía), vive en isla de enfrente, en una casa rodeada de árboles y herramientas de trabajo, rieles de tren que se usaban en la época en que trabajaba en la industria de la madera, algunos perros, una mesa junto al río donde compartimos un vaso de hidromiel hecha por su hijo. A uno de los extremos del terreno se eleva un enorme galpón. Hasta la mitad, más o menos tres metros de altura, se lo ve oxidado. Más arriba, el color metálico de la chapa. “Esa diferencia de color es hasta donde llegó el agua en el 2016″, dice. Me paro a un lado de la chapa, el agua me hubiera cubierto por más de un metro.
-¿Cómo es vivir junto al río?
-Es lo natural para mí. Con el agua, contra el agua, a favor del agua, siempre con el agua. El agua es parte de nosotros, nosotros somos agua. Nuestras calles son los ríos, nuestros rascacielos son estos árboles, tan altos, que nos protegen las costas para que no se desmoronen. Pero hay una serie de bajíos, maciegas, que son zonas que vos no podés transitar. Y si bien parece que es tierra, estás sobre el agua. Esa es nuestra forma de vivir.
-Y si uno quisiera hacer una pintura de Paranacito, ¿la figura del botero tendría que estar en esa composición?
-Sin duda alguna. Definitivamente. De algún modo el botero viene a asegurar el derecho de los pobladores de las islas a trasladarse, a moverse por las calles. No tenemos más transporte fluvial de pasajeros, como tienen en Buenos Aires, en el delta bonaerense, y tampoco tenemos servicio de transporte público de pasajeros. Lo único que sobrevivió fue el botero. Y aparte cuando uno hace ese viaje en el bote, se entera de todo.
-¿Por qué?
-Porque los pasajeros nos dedicamos a conversar.
-¿Te acordás cómo fue la primera vez que te subiste al bote?
-Yo con el botero iba a la escuela y pagaba con una moneda de 25. “Un caballito”, se le decía. Y me cruzaba mi amigo Gamarra. Ese era el botero cuando yo iba a la escuela.
-¿A cada generación le queda en la cabeza su botero?
-Absolutamente. El botero nos representa, es la persona solidaria que te recibe. Si vos tenés algún inconveniente, el botero es el que te va a cruzar al hospital y te va a contener en ese cruce para que no tengas miedo.
Silvia vive con Camilo. Tienen una lancha que les evita varios problemas logísticos, pero añora el tiempo en que por su casa veía pasar las lancha colectivo. Gente yendo de un lugar la otro del río, dando vida al pueblo. “Acá había cientos de estudiantes por escuela… Hoy hay menos de diez. Es tan triste verlo así. Los chicos se van, somos cada vez menos”, dice.
La depresión llegó en el 2001, cuando comenzaron a cerrar las plantas de celulosa producto de la crisis. Hasta ese entonces, Paranacito era un polo productivo y vital, lleno de olas por el tránsito fluvial, lleno de remeros, lleno de chicos, lleno de vida terrestre y acuática.
Hoy no hay menos vida si uno mira los árboles, pero lo otro ya pasó. Apenas queda el recuerdo de la emoción triste del 2016, y la amenaza impredescible de la próxima inundación. Silvia se larga a llorar cuando habla del transporte público, dice que ya ni siquiera sabe cómo ir a visitar a sus hijos, que viven en el norte del país, porque sacaron todos los servicios terrestres que llegaban hasta el centro y solo queda la opción de un remís, impagable. Días después, mágicamente, ese servicio se reinstalará, pero el futuro no la libra de su angustia.
Llora y sale más agua, porque esto es también agua. Un error, puede ser, un pueblo quieto. Pero es también la casa en pie de los que no se resignan a que los tape el agua.
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