-¿Qué quiere para su vida?
-¿Para mi vida? ¿Para el resto de mi vida?
-Para el resto de su vida.
-...más chamamé. Más chamamé para mí.
Nino mueve las manos a la altura de su hombro, como si arrastrara un palo de amasar sobre los dientes de un rayador.
Akengaken, gaken… akengaken, gaken.
Akengaken, gaken… akengaken, gaken.
“Y después descubrí que ese era el sonido del chamamé”, dice. Tenía diez años. Jugaba en la cocina de su madre y reproducía una melodía que le brotaba de adentro sin saber dónde la había escuchado. San Miguel por ese entonces era un pueblo perdido de la provincia de Corrientes, casi inconsciente de su propia historia. Hoy es una de las puertas de entrada al Parque Nacional Iberá, tiene un Museo en su plaza central en el que se pueden apreciar objetos jesuitas originales, y tiene esteros en los jardines traseros de las casas. Tiene, también, su propia fiesta.
Cuentan que al llegar los conquistadores muchos guaraníes escaparon de las misiones jesuíticas y se replegaron en lo que hoy es el Parque Nacional Iberá. Allí fueron estableciendo pequeños poblados que luego, nuevamente con presencia jesuita, se convirtieron en una trilogía de pueblos históricos: San Miguel, Loreto, Caá Catí. Como si se tratara de un triángulo cultural, allí quedaron apresadas las tradiciones en pura ebullición: el idioma guaraní, el sapucay, el sonido del chamamé.
Y ahí quedaron también los hijos de los hijos de los hijos. Hasta que uno, sin saber de dónde venía el sonido, tomó una tablita de madera y empezó:
Akengaken, gaken… akengaken, gaken.
“Yo quiero vivir siempre el chamamé. Para mí el chamamé está entre las mejores de las vivencias”, nos dice ahora. Está sentado en un banco en el patio de su casa. Nos rodean las gallinas y los perros. Nino está vestido con su traje tradicional, el que lleva hace años a las fiestas chamameceras por toda la provincia: bombacha de campo negra, cinturón de gala ancho con hebillas, camisa blanca, pañuelo celeste, sombrero. También, siempre, sus anteojos un poco culo de botella.
El chamamé, aunque descubrió cómo hacerlo siendo un niño en su cocina, lo escuchó siempre de su padre y de su abuelo que en reuniones sociales tomaban la guitarran y cantaban los clásicos. Corrientes es, además de una provincia hermosa, una provincia apasionada. Los correntinos suelen discutir las cosas siempre con compromiso y con ligereza a la vez, como si todo fuera un juego pero que tienen que jugar en serio. Y entre esas discusiones, hay una que es protagonista: ¿cuál es el verdadero chamamé?
“Chamamé es una palabra guaraní. Significa que ahí viene mi amada, la que tiene lo que yo quiero. Y después hay otra etimología, que dice que yo te canto un chamamé, una canción, y te doy la lluvia, que te da alegría. O sea, yo te doy alegría con mis canciones… Porque justamente el músico es el centro de atracción de la gente en algunas reuniones”, explica Nino. Después toma su guitarra y canta Kilómetro 11, el gran clásico con música de Tránsito Cocomarola y letra de Constante Aguer, que escribió la canción en español y en guaraní. Nino hace una fusión y comienza a sonar la música. Una pareja amiga, de visita durante la nota, se pone de pie y comienza a bailar. Suena:
“Narendápe ayú yeví
De nuevo a implorar tu amor
Solo hay tristeza y dolor
Al hallarme mombirï
La culpa manté arekó
De todo lo que he sufrido
Por eso es que ahora he venido
Jha kangui eté aikó”
Cuando la canción termina, Nino pone la guitarra en vertical junto a él y se cruza de brazos y de piernas. Nos mira, a la cámara, a nosotros. “¿Y ahora qué?”, parece preguntar. Nino quiere hacernos felices, se nota en su disposición, da una entrevista como quien da un concierto, lo hace feliz -parece- darnos un show. Por eso lo bautizaron en sus primeros años de festivales como Nino “Show” Ramírez, porque sus presentaciones fueron ganando fama de entretenidos. Y porque lleva siempre, además, el acordeoncito, el acordeoncito del señor Ramírez. Es uno de esos instrumentos que se consiguen en las jugueterías, que tiene todas las características de un acordeón y suena un poco como tal pero en esencia es un juguete.
Nino lo lleva en una gran valija a cada espectáculo, y durante muchas canciones genera expectativas sobre qué pasará cuando abra la maleta gigante (donde, se presume, debe haber un súper instrumento). Y llegado el momento Nino hace los movimientos de rigor y pone la caja sobre la silla y le pregunta al público si están listos, y abre la caja y dentro hay otra caja y la abre, y hay otra, y la abre y saca su pequeñisimo acordeón de juguete.
La gente se ríe: hoy por la repetición, por la complicidad, por esa sorpresa que es en realidad un pase de comedia conjunto, pero al principio los desencajaba a todos en la provincia. Y levantaba una de sus piernas, la apoyaba contra la silla y comenzaba a hacer sonar el pequeño acordeón de juguete, y sonaba y sonaba, solo él lo podía hacer sonar así, exigir así, convertir así, y cantaba con él, uno, dos, tres clásicos del chamamé hechos show, Nino Show, y entonces su público era también un niño descubriendo la magia como la primera vez. Y eso, que tanto hacía Nino, lo hará también esta noche, cuando vayamos con él para verlo tocar en la fiesta del pueblo, pero todavía estamos en su casa, todavía conversamos.
-¿Cómo era su nombre completo?
-Benigno Salvador Ramirez.
-¿Cuántos años tiene?
-64 años
-¿Y cómo lo llaman todos por acá?
-Nino Show. Soy Nino Show Ramírez.
-El cantor del lugar...
-Me dicen que soy el juglar del lugar, sí, el cantor de los Esteros. Así me anuncian.
-¿Y se siente identificado?
-Sí… y reúno también las condiciones.
-¿Cuándo escuchó por primera vez el chamamé?
-Yo escuché una vez las canciones por radio. La radio era a pila. Me venía ese sonido de la guitarra, porque me gustaba mucho la guitarra. Nosotros éramos muchos hermanos en la familia. Mi mamá me decía que me callara, porque era la ama de casa. Ella tenía que atender la huerta, los pollos, todos los quehaceres del hogar. Y me decía que me calle, y yo tenía mi música: Akengaken, gaken… akengaken, gaken. Y resultó que era el golpe de chamamé.
Nino se levanta y busca la guitarra, la pone entre sus brazos, y dice: “Eso que yo producía cuando era una criatura, era esto, chamamé”. Comienza a rasgar su instrumento otra vez y suena con la melodía del akengaken. Pienso: cómo voy a escribir ese sonido en el texto, qué palabra voy a inventar para emular esto que escucho: akengaken. La música de Nino interrumpe el pensamiento y lo que empezó como demostración sigue como concierto.
“Soy correntino, gente derecho, soy de los pagos del taragui”. Toda la entrevista será interrumpida por la música, o acompañada más bien, completada. Ahora lo que canta es El Paguero. “Y vengo al pueblo a divertirne, buscando alguna cuñataí./ Yo soy mentao en las comarcas/ Soy gaucho bueno trabajador/ Buscando amores yo vengo al pueblo/ La fiel guaynita de mi pasión”.
-¿Su padre hacía chamamé?
-Sí, mi papá era músico y mis tíos también. Y cuando yo pasé a cantar, ahí sí pasé a cantar como solista. Cantaba los temas que tenían poca difusión.
-¿Cómo era esa vida de festivales antes, hace cuarenta años? ¿Era distinto a hoy? ¿Se vivía distinto el chamamé a lo que se vive hoy?
-Sí, se vivía distinto. Se lo tocaba al chamamé… Había que bailar bien y tenían que hacer pasos, pero en realidad el chamamé no tiene coreografía. Uno baila como siente nomás.
-¿Cada uno tiene su propia manera de bailar?
-Sí, sí. Ellos lo van danzando, lo van haciendo…
-¿Cuál es ese espíritu tan misterioso que tiene el chamamé?
-Está el sentimiento. O sea, que es una pasión. Para mí es una pasión.
-¿Un deseo para el futuro?
-Yo pediría más chamamé. O sea, que haya personas curiosas, que investiguen. Que lleven al chamamé más allá. Mucha gente no lo conoce. Ahora es patrimonio inmaterial de la humanidad, pero no nos quedamos con eso. Mi deseo está en que yo y los demás chamameceros cuidemos esto que tenemos.
Mientras hablamos y cantamos y bailamos, un auto estaciona en la puerta de la casa. Baja un muchacho de unos treinta años, chomba roja, pantalón de vestir beige, anteojos. Lleva una guitarra al hombro en una funda, y carga otro bolso negro y grandote con las dos manos. Nos saluda con una sonrisa tímida, amable. Acaba de llegar de Corrientes capital, a una hora y media de viaje. Esta noche tiene que tocar junto a su padre y por eso volvió, pero vive en la capital de la provincia hace años. Allí estudió en el conservatorio de música y allí se convirtió en “un compositor exquisito”, según lo describe Gabriel Romero, el Secretario de Cultura de Corrientes.
A diferencia de Nino, su hijo Alejandro “Tato” Ramírez tiene una relación profesional con la música. La palabra puede sonar inocente o agresiva incluso, pero encierra toda una concepción del oficio. El mismo debate sobre cuál es el verdadero chamamé incluye esta diferenciación: ¿es el que todavía no suelta ese espíritu popular y vocacional de ir a tocar de fiesta en fiesta por el simple hecho de tocar?, ¿o es el que hacen los grupos musicales más famosos que logran vivir y muy bien gracias a los conciertos? ¿Es acaso el verdadero chamamé el que aun hoy solo reproduce las canciones de Tránsito Cocomarola, Ramón Ayala, Ramona Galarza? ¿O es el que buscan y buscaron redescubrir músicos como Niní Flores, el Chango Spasiuk, el joven chaqueño Lucas Monzón o hasta Gabriel Cocomarola (nieto de Tránsito e hijo de Coquimarola)?
La pregunta, acá, en este jardín, podría ser: ¿cuál es el verdadero chamamecero de la familia, Nino o Tato?
Por supuesto, es un pregunta ingrata que busca una respuesta absurda, pero esa tensión entre la música que era y la que será existe. No se juega, sin embargo, como tensión interna familiar. Apenas se ven, Nino y Tato se abrazan, y a los pocos minutos están sentados uno al lado del otro tocando una canción, el hijo con su acordeón gigante, el padre con la guitarra y la voz.
Más música:
“Tenemos bien escondido
en un islote de la Iberá,
una gran base espacial
oculta de los espías.
Una horqueta de ñandubay
que nos llenara de gloria.
¡Tiraremos el hondazo
mas potente de la histora!
Con esa gomera grandota
tirada por cinco mulas,
en una pelota de cuero
mandamo tre gaucho a la luna”.
La canción es una de las favoritas de Nino y se llama La Pelota de Cuero. La compuso Mario Millán Medina y cuenta la alocada historia de una base espacial escondida en Corrientes desde la cual, metidos dentro de una pelota de cuero, la provincia manda tres gauchos a la luna. La canción es tan fantasiosa como realista: todo correntino de ley se siente tan orgulloso de serlo que cree posible llegar a la luna si quisiera, metido dentro de una pelota de cuero.
A Nino se ve que le divierte el cuento, y Tato -cuando se queda solo con nosotros- dirá que una de sus propias composiciones se llama Canción del Bohemio y habla de su padre. “Traté de capturar ese espíritu que tiene él y tienen muchos chamameceros, que no quieren ser profesionales, no buscan vivir bien de su música sino que disfrutan de tocar de pueblo en pueblo por el mero hecho de tocar. Y esa bohemia a mí me genera cierta nostalgia, me hace preguntar por lo que podría haber sido si hubiera entendido la música, la carrera musical de otro modo… Pero él es feliz así, aunque yo hoy piense que podía desear más”, dice.
Se queda unos segundos en silencio y agrega: “El músico del pueblo, el músico chamamecero, tiene una función cultural-social prácticamente. Y no lo ve tanto como una cosa para ganar dinero, como una profesión. Sino como un disfrute. Y se habla de que el chamamé se compone de chamameceros, y no siempre son músicos. Es decir, aquel que no es músico aporta su baile. Y el otro allá emocionado larga un sapucay, porque como dice Julian Zini, el gran poeta: ‘cuando se le terminan las palabras, sale el sapucay’”.
-¿Qué sentís cuando tocás con tu padre?
-Se siente una conexión con todo, con la familia, con la tierra, con la gente, con el poder de reunirnos, de festejar, pero también incluso de acompañar otros momentos que no son tan felices a veces. La música del chamamé tiene esa gran apertura de poder expresar todas las situaciones del ser humano.
Y entonces, acá también, llega la noche. Tato y Nino hablan por un rato en privado y emprenden camino a la plaza central de San Miguel, donde está dispuesto un escenario en el que se está celebrando la fiesta del patrono del pueblo. En la calle, decenas de personas bailan en parejas, giran, se estiran, se reencuentran, se abrazan, se persiguen con los pies y se encuentran en los hombros.
Caminamos con Nino y Tato, son solo dos cuadras hasta la plaza. Las personas lo ven y lo saludan, le agradecen, sonríen. Y uno allá lejos, ya vacío de palabras, abre los ojos y lanza un sapucay.
Nino y Tato suben al escenario. El presentador dice: “Con ustedes: Nino Showwwwwwww Ramírez”, y el pueblo estalla. Comienza a sonar la letra de La pelota de cuero. El acordeón de juguete, escondido en su caja enorme, espera su momento de esplendor.
Yo no sé de qué se trata una tradición, pero esto bien se parece al verdadero chamamé.
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