Colonia Belgrano, defino: esta sucesión de calles rectas que pasan por una plaza, bordean una escuela, varios locales de comida, un hogar de ancianos que parece un lugar feliz, una iglesia valdense del siglo XIX -la primera del país-, una pista de kartings, una casa con un jardín impecable y un búho, una casa donde hacen bricelets -todos la conocen-, una casa donde hacen embutidos, una casa donde nació Silvio Soldán, bicicletas sueltas contra los postes de luz, un vendedor de flores que se apura antes de la siesta, y esta otra manzana en uno de los vértices del pueblo donde se ven, una al lado de la otra, las casitas amarillas.
Allí, dicen, viven los bienvenidos. Este es hoy su lugar. Y el de otras 1500 personas más, claro.
Se dirá que el pueblo nació en 1887, gracias a la inmigración mayormente alemana, italiana y francesa. Se dirá que rápido se convirtió en un poblado fundamental para el comercio agrícola, y llegado el punto de tener que bautizarlo eligieron que la colonia debía llamarse de un modo que hiciera honor a la calidad de las cosechas: bello grano (en italiano, bel grano). Sin embargo, los registros nacionalizaron el nombre y le mandaron directamente Colonia Belgrano, como si fuera un homenaje al prócer de la bandera y no a los productos de la tierra. Fue, digamos, el primer equívoco: un pueblo de inmigrantes detrás de un nombre nacionalista. Nadie se quejó, de todas formas. Hoy el pueblo es además el lugar de un experimento.
La historia del mundo, en general y con cierta brutalidad, puede verse como una lenta pero constante migración de las áreas rurales -digamos, de la naturaleza- a los centros urbanos. La historia de América Latina en particular es eso pero más brutal aún. En su último libro Martín Caparrós hace un pequeño repaso de esta mutación y arroja algunos números:
En 1960, el 50% de los habitantes de América Latina hispanohablante vivía en ciudades. Hoy ese número supera el 80% (cuatro de cada cinco vivimos en centros urbanos). En 1960 solo 7 ciudades de la América Latina hispanohablante tenían más de un millón de habitantes. Hoy son 53. Pasamos de 115 millones de personas que viven en areas urbanas a 320 millones de personas. Nos fuimos todos demasiado rápido al mismo lugar, al mismo tipo de lugar, por decir.
Pero esa tendencia al parecer tan latinoamericana está siendo combatida en este mismo instante en Colonia Belgrano. De eso se trata el experimento. Es que la fundación suiza Es Vicis en el año 2014 lanzó un programa en la Argentina para intentar contrarrestar la migración a los grandes centros urbanos. Lo bautizó “Bienvenidos a mi pueblo”. Desde la página web de la iniciativa se puede leer clara la misión: “Convocamos y seleccionamos a personas emprendedoras de zonas urbanas que busquen re-migrar hacia comunidades rurales, y las capacitamos para que se establezcan con un emprendimiento propio, oficios o profesiones sustentables. El programa comprende paquetes re-migratorios que posibilita el acceso a una vivienda digna, fuentes de financiamiento, guías y tutorías para asegurar la sustentabilidad”.
Como si se tratara de un gran reality, durante años fueron evaluando distintos pueblos del interior de Santa Fe para lanzar allí la prueba piloto. Colonia Belgrano fue postulado por una chica que nació allí pero vive en Suiza. Cumplía las condiciones: su población es abierta a recibir visitantes, es un pueblo donde prima el trabajo, el ritmo de vida es pausado, y la seguridad no parece ser un problema. Era, por decir, un lugar tentador. Un lugar -también- lejos de la tentación de querer ser otro lugar.
No todo fue color de rosas. Una vez lanzado el programa, se empezó a comunicar por Facebook. La gente comenzó a inscribirse. Comenzó la segunda etapa del casting: ¿quiénes serían los protagonistas del reality? ¿cómo los recibiría el pueblo? Había algunas pocas condiciones: solo podían aplicar parejas con hijos chicos, y tenían que presentar un emprendimiento para llevar adelante en el pueblo. A cambio se les entregaría una casa para estrenar que tendrían que pagar con un crédito a 20 años con una cuota mucho menor a un alquiler (15 mil pesos, aproximadamente).
Funcionó: con la llegada de las familias de bienvenida, la población de Colonia Belgrano creció casi en un 10%. Los bienvenidos hoy están integrados a las costumbres y a la economía local. Hubo, por supuesto, celos, gente que no entendía que a un extraño se le regalara una casa cuando algunos de ellos todavía alquilaban. Finalmente, se llegó a un acuerdo: del total de casas que había donado la ONG, dos irían para pobladores locales, el resto para las familias nuevas. Eso selló el trato final.
Seguimos recorriendo las calles, casi una por una. Cuando se hacen las doce del mediodía todos se meten en sus casas. Parece imposible, pero de pronto el pueblo baja aún más el ritmo. La bicicietas quedan ahí, donde estaban. Las puertas de las casas, abiertas. Pienso en abrir los autos, para ver si eso también queda a merced, pero no me animo: ya bastante con llegar de la ciudad y asombrarse con la siesta como para además vandalizarla. No es, de todas formas, sorpresa. Es otra cosa. La gente de la ciudad hoy resuelve todo con la misma fórmula: ansiedad. En los últimos diez años todo se volvió demasiado veloz y la misma treta para el éxito se convirtió en la cifra de la ruina. Todos somos la ansiedad de la ciudad a la que pertenecemos y aportamos a ella como quien produce energía solar y la ofrece a la red. Nos confundimos con ella al punto de no saber si la ciudad nos hizo así o nosotros la hicimos así a ella.
Esta es una historia llena de tensión, anoto, descubro. Elegir cambiar de vida no puede ser cosa tan gratuita, me digo, mientras envidio lo que no puedo querer. Entonces una chica de unos diez años pasa por al lado mío en bicicleta. Me toca la bocina para que me corra. Es rubia, lleva anteojos, y está concentrada en su tarea. La dejo pasar. A los pocos minutos vuelve por la misma vereda pero en el camino opuesto. Me corro antes de que haga sonar la bocina. En la canasta de la bicicleta lleva pan de pancho, unas salchichas y mayonesa. Va tan concentrada como antes, apenas más apurada. Tiene que llegar a su casa, imagino, antes de que su madre duerma y ella se pierda el almuerzo. Algo así, en mi imaginación.
Todo esto lo pienso en un banco de plaza en la detenida Colonia Belgrano, y siento que estoy intoxicándola. Entonces hago mi mejor esfuerzo y cierro los ojos: no soporto esto que siento pero no soy capaz de desear otra cosa, otro ritmo, otro pueblo para mi futuro. Ahí a dos cuadras, sin embargo, alguien hubo como yo que ahora duerme.
—Vi el proyecto por Facebook e inmediatamente me anoté. No sabía ni dónde era Colonia Belgrano.
Matías Leiva tiene una camiseta gris, el pelo entrecano y hablá con una de sus piernas apoyada en una pequeña cerca al frente de su casa. “Este cambio se lo recontra recomiendo a todo el mundo”, dice, a modo de síntesis. Su mujer es María Fernanda Giardini. La vemos a través de la ventana del cuarto de sus hijos mientras hace las camas. Nos saludamos y desde la ventana ella y desde la vereda nosotros comienza una charla. “Acá los chicos salen, juegan a la pelota, pueden ir al club, tienen actividades de la escuela, tenemos biblioteca… hay de todo”, dice. Se la ve contenta, es una de esas personas que sonríe mucho. Junto a su marido tienen un emprendimiento de calzado para niños. Tienen un taller donde hacen zapatillas y las venden en todos los pueblos de la zona. No solo ellos crecieron sino que hoy incluso tienen algunos empleados de Colonia Belgrano. Hacen, dicen, su aporte, el programa no solo es recibir una casa.
“Ya teníamos el emprendimiento cuando vivíamos en Rosario, pero ahora el modelo de negocio mejoró muchísimo porque tenemos todo lo que teníamos allá pero un estilo de vida mucho más feliz. La gente del pueblo es mucho más amigable de lo que es en la ciudad”, explica. Del lado de afuera de la casa, sus hijos juegan con sus primos, que vinieron de visita. También está con ella una vecina, también bienvenida, que pasó de casualidad por su casa a contarle algo. Se llama Cintia Perrone y llegó al pueblo en octubre del 2019. “Todos venimos por lo mismo: buscar la seguridad principalmente y tener tu casa propia”, dice.
Fernanda y Matías viven en Colonia Belgrano desde el 21 de septiembre de 2019. El detonante para Matías dice que fue un día que volvió a su casa en Rosario y se enteró de que habían matado a un chico de la edad de sus hijos. No quiso saber más nada con estar en una ciudad en la que podía pasar eso, cada vez más apresada por el narcotráfico. Con la pandemia y el encierro de los últimos dos años, además, la decisión pareció exponencialmente más acertada. Si bien se mantuvieron los cuidados, nadie en la colonia debió estar recluido, los chicos pudieron seguir jugando en las calles, Fernanda conversando por la ventana, Matías tomando mate en la vereda. Poco a poco, al mismo ritmo, los originarios se fueron acostumbrando a ellos.
—A veces les decís: “vos sos bienvenido”. Y te dicen: “no me digas así”… Y bueno, pero te quedó.
La señora está cruzando la plaza en bicicleta y es ella la que se acerca al vernos. “¿Son de Buenos Aires?”, pregunta, y después nos informa que Colonia Belgrano es “el mejor pueblo del mundo”. Levanta su mano, saluda, y sigue paseando en bicicleta. No pasan más de cinco minutos que un hombre se detiene también al lado de nuestra camioneta. Baja de la suya. Nos mira y no nos reconoce, entonces saluda, como queriendo saber. Nos presentamos, le decimos que estamos contando la historia de los bienvenidos. Nos dice “muy bien”. Nos cuenta que eligieron Colonia Belgrano por su cultura del trabajo. “No queríamos que viniera nadie a vivir de arriba acá. Si sos de trabajo, sos bienvenido”, dice.
Su nombre es Miguel Tron. Casi todos en el pueblo lo conocen por su compromiso con la comunidad. Le preguntamos por el “bricelet”, una de las características principales de Colonia Belgrano. Es una galletita de manteca de origen suizo que solo se consigue allí. De hecho, en su honor se festeja cada año la “Fiesta Nacional del Bricelet”, a la cual llega gente de toda la provincia de Santa Fe. Hace algunas décadas había varias fábricas, hoy sin embargo quedan pocos productores locales que mantienen viva la tradición. Público no le falta: cada fin de semana llega gente hasta ahí para llevarse bandejas de bricelet, de limón o de vainilla.
—La receta no te la voy a dar -dice Nora Garnero de Benzi, la más famosa de las productoras de Colonia Belgrano.
Llegamos a su casa acompañados por Francisco Berta, ex jefe comunal del lugar. Nos recibe en su cocina y nos muestra cómo hace el bricelet. Usa una especie de wafflera de hierro traída de Suiza, y dentro de ella pone pequeñas porciones de la masa congelada. Los pone al fuego, los cocina, y los deja secar. Unas horas después cada galletita está lista, crocante, extraordinariamente rica y discreta. No es una galletita vistosa, es solo un pedacito de masa crocante que, de algún modo, da felicidad.
Sigue cayendo el sol, cada vez más cerca de la tierra. Nos cruzamos una vez más con Miguel Tron, esta vez frente al hogar de ancianos frente a la plaza. “Es nuestro orgullo”, dice. Cuenta que todos los vecinos hicieron un esfuerzo grande para tener un hogar con altos estándares de calidad, muy por encima de las opciones que hay en la zona. Miguel se dedica al campo. Tiene dos tambos: en uno hace explotación tradicional y en el otro está probando un nuevo sistema de menor exigencia para sus vacas. Según dice, es todo una cuestión de productividad y exigir menos al animal de resultas tiene mejores resultados. Colonia Belgrano es, de pronto, una suerte de elogio a la lentitud. Un buen lugar para vivir en la vejez, un mejor lugar para ser un animal que da leche, un rescoldo calmo para los que escaparon de la furia de la ciudad.
Me siento en la plaza, ya solo. Pienso en lo obvio: ¿me iría, yo también, a buscar una vida diferente? Me iría, digo, a buscar tiempo para estas preguntas.
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