De todos los tiempos y los lugares posibles para nacer, a Arthur Ashe le tocó hacerlo en 1943 y en Richmond, Virginia, una de las ciudades más cargadas de racismo en los Estados Unidos. Le tocó entonces ir a escuelas e iglesias para negros. Tomar autobuses para negros. También le tocó perder a su madre a los 6 años. En medio de todo ese escenario, apareció su amor por el tenis. Un deporte en el que sería muchas veces el único negro y en el que le tocaría dar peleas que nadie antes había tenido que dar. Así, dentro de todo lo que le tocó sin que él lo eligiera, al ir por el camino del tenis Ashe eligió, casi desde el comienzo, ser único.
Un deporte tradicionalmente de blancos, en el que incluso los jugadores se vestían por completo de blanco, no parecía el destino ideal para un chico negro que a diario veía, en las plazas de Richmond, las estatuas en honor a los generales que habían defendido al Sur esclavista en la Guerra de Secesión del siglo XIX (y que siguieron en pie hasta hace un par de años, cuando el alcalde de la ciudad, Levar Stoney, decidió retirarlas). Pero algo le llamó la atención al joven Arthur de esas raquetas y esas canchas en el gran parque público donde trabajaba su padre. Y emprendió ese camino.
Su tenis en aquellos primeros años era más bien cauteloso, con el foco puesto sobre todo en la defensa y en que la pelota picara adentro del campo y del otro lado de la red. Fuera de la cancha, seguía un mandato similar: no levantar la voz y estar a salvo de despertar el enojo de cualquier persona. Era muy difícil para él escapar a un miedo que se reforzaba con noticias como el crimen de Emmett Till, un chico negro de 14 años que en 1955 fue asesinado en Misisipi luego de que lo acusaran de haber silbado ante el paso de una mujer blanca. “En el Sur, si sos negro y actuás muy rápido, tu vida está en peligro”, afirmaba Arthur, ya adulto, al recordar ese hecho que lo marcó para siempre.
Y ni siquiera los buenos modales y el no reaccionar ante las provocaciones le alcanzaron a Ashe para evitar los problemas en sus primeros pasos en el tenis, cuando ya empezó a notarse su calidad. Él mismo contó en su autobiografía “Days of Grace”, publicada en 1994, cómo un grupo de chicos blancos destruyó una cabaña durante un torneo de juveniles en el que él, como muchas veces, era el único jugador negro. Cuando les pidieron explicaciones, se complotaron para acusarlo.
En el final de su adolescencia empezó a abrirse una puerta de salida para ese mundo de opresión cuando dejó una Richmond que lo expulsaba y se fue a terminar la escuela secundaria en la más amigable Saint Louis. En un contexto distinto, con menos prejuicios, su estilo de juego cambió. Dejó de ser un pasador de pelotas para convertirse en un jugador agresivo, que disfrutaba de las superficies rápidas. Su derecha y su saque mejoraron, y ganó el campeonato nacional para juniors en cancha cubierta. Y a los 19 años, por sus condiciones, le ofrecieron una beca deportiva en la famosa UCLA, la Universidad de California en Los Angeles.
La historia grande empezaba a escribirse, pero había que esperar un poco más para ver la gran explosión de Ashe. Fue en 1968 cuando cambió su vida para siempre. Pero no solo porque fue el año en el que el tenis empezó a abrirse al profesionalismo y supo entonces que podría vivir del deporte que amaba, sino porque la violencia política conmovió hasta los cimientos a Estados Unidos, y también a él. Nada menos que ocho torneos se llevó en ese 1968, pero terminó de asombrar al mundo cuando se consagró en el US Open y se transformó en el primer negro en lograr el torneo de singles de varones. Y, al mismo tiempo en su vida, esa que había buscado preservar de todo ruido, empezó a meterse de forma inevitable la pelea que otros atletas negros daban para reivindicar sus derechos, en un contexto de violencia política con dos asesinatos que afectaron especialmente a Ashe: los de Martin Luther King y Robert Kennedy, a quien había visto el día anterior al crimen.
Hasta ese entonces, mientras el basquetbolista Kareem Abdul-Jabbar se negaba a ir a los Juegos Olímpicos y Muhammad Ali renunciaba a sus títulos mundiales de boxeo al rechazar el llamado para combatir en Vietnam, Ashe se sentía demasiado solo en el mundo del tenis como para acompañar el movimiento, más allá de entender la legitimidad de sus reclamos. Incluso era mirado de reojo por otros deportistas de la comunidad por su silencio. Entonces eligió decir basta.
“Vi que otros atletas negros usaban su influencia y poder para expresar posiciones políticas. Y en cierto momento dije: ‘Arthur, no podés quedarte a un costado mientras eso pasa. Tenés que hacer algo’”, explicó en declaraciones que aparecen en el documental “El Ciudadano Ashe” (2021). Siempre con su amabilidad, con su manera gentil de hablar, empezó a expresar ideas cada vez más filosas. Por ejemplo, a elogiar en público la lucha de Nelson Mandela, por entonces preso en una Sudáfrica donde gobernaba el Apartheid, y pidió ir a ese país a jugar al tenis, pero le negaron la visa tres veces y lo declararon “persona no grata” hasta que finalmente lo admitieron en 1973.
Mientras su figura crecía, a la par se gestaba un encono cada vez mayor con Jimmy Connors, uno de los grandes tenistas de la época. Ashe le puso voz a lo que muchos colegas expresaban por lo bajo sobre Jimbo, tan admirado por su talento para el tenis como despreciado por su egocentrismo. Le enrostró el no haberse afiliado a la ATP, el sindicato de jugadores recién fundado y del que Ashe era presidente, pero fue más lejos al referirse a su negativa a jugar la Copa Davis: lo calificó como “antipatriota”.
Connors subió la apuesta y le entabló una demanda judicial por tres millones de dólares, y quiso el destino que en 1975, con ese frente judicial en curso, los dos llegaran a la final de Wimbledon. Ashe corría claramente de atrás contra el número 1 del mundo de aquel entonces, pero planteó una estrategia brillante, que iba en contra del juego de potencia que le salía de forma más natural. Con toques suaves, restándole peso a la pelota, sacó de quicio a Connors y lo superó por 6-1, 6-1, 5-7 y 6-4. Como en el US Open 1968 y como había hecho también en Australia 1970, Arthur, ya con 32 años, se convertía en el primer campeón negro de un nuevo torneo de Grand Slam.
Si bien sabía que el ocaso de su carrera estaba cerca, el final fue mucho más traumático de lo esperado. A finales de 1979, después de sentir fuertes dolores en el pecho mientras se entrenaba, Ashe tuvo que ser sometido de urgencia a un cuádruple by-pass coronario. Los problemas cardíacos, esos mismos que se habían llevado a su madre, le pusieron fin a su carrera. Con los años, él mismo expresaría su creencia en que más allá de la carga hereditaria, todos los años en los que calló ante las provocaciones tuvieron que ver en el daño que sufrió su corazón.
Siguió vinculado al tenis, ya que apenas se retiró lo designaron capitán de EE.UU. de Copa Davis. Allí le tocó lidiar con John McEnroe, alguien que dentro del campo de tenis se comportaba de manera exactamente opuesta a él. Ese choque de gigantes tuvo el punto más álgido de enfrentamiento cuando en 1981 jugaron la final contra Argentina y Ashe amenazó con retirarlo de la cancha si en algún partido repetía su mala conducta. Con el tiempo, aprendió a manejarlo mejor y fueron campeones tanto ese año como en 1982. “McEnroe tiene la libertad para ser un chico malo. Yo no la tenía. Mi raza no lo permitía. Si yo hubiera sido así, el mundo del tenis me habría expulsado. Cuando lo veo reaccionar como lo hace, me enojo y a la vez lo envidio”, contaría por aquel entonces Ashe.
Los problemas de salud reaparecieron de forma dramática en setiembre de 1988, cuando fue internado para una cirugía urgente de cerebro por una parálisis en el brazo derecho. Tras la operación, los médicos le informaron que padecía de toxoplasmosis, una infección vinculada al HIV, del que se contagió por una transfusión con sangre contaminada que le habían hecho en la cirugía de 1979. Por aquel entonces, por la estigmatización que sufrían los pacientes de esa enfermedad, decidió no hacer pública su condición para tratar de preservar a su familia. Eran tiempos todavía en que ser portador de HIV era una condición vergonzante para buena parte de la sociedad: la ignorancia igualaba al HIV con el SIDA y con la homosexualidad, a la que el pensamiento dominante veía con rechazo en buena parte del mundo, y también en Estados Unidos.
Ante los primeros rumores periodísticos sobre su estado, Ashe decidió actuar y el 8 de abril de 1992 anunció que sufría de SIDA. A partir de allí trabajó para la concientización de la sociedad y llegó a hablar sobre el tema en las Naciones Unidas, durante el Día Mundial del SIDA el 1° de diciembre de ese año. Como si el destino así lo buscara, otra vez a Ashe le tocaba lidiar con el prejuicio y la ignorancia ajena.
Murió el 6 de febrero de 1993, a los 49 años, por una neumonía que se complicó a raíz de su dolencia. El tenis estadounidense, ese mismo que al principio le dio la espalda, hoy lo reconoce en múltiples homenajes. Entre muchísimos otros, lleva su nombre el estadio principal de Flushing Meadows, donde se disputa el US Open. Pero acaso sea más importante la estatua de bronce que se alzó en su Richmond natal, la misma ciudad de la que tuvo que escapar para poder cumplir sus sueños. Allí, la imagen de Ashe sosteniendo una raqueta y libros ante un grupo de niños, le gana al menos por un rato la batalla al odio. Como él mismo hizo durante su carrera única.
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