La multitud había invadido el campo de juego en medio de la locura. Todos cantaban, gritaban y corrían en su búsqueda. La foto quedó como símbolo de una jornada pletórica. El colorido inigualable de los viejos palcos de la Bombonera, desbordantes de público y alegría. El césped oculto por la marea humana. Y él, recortado por sobre todos. Ya en andas, con el brazo derecho extendido y el puño cerrado. Era Diego Armando Maradona, en el atardecer del 15 de agosto de 1981, celebrando el título, pero viendo el futuro. En ese gesto les estaba advirtiendo a los hinchas: “Disfruten este momento”.
Ese paso de Diego fue una brisa en medio de la tormenta. Que despejó los nubarrones solo por un rato. Como una Cenicienta futbolera, a Boca le llegaron las 12 cuando el genio se marchó y volvió a su realidad doméstica, que tocaría fondo en un ‘84 plagado de problemas. A partir de la temporada siguiente, comenzó a asomar la cabeza, nutriéndose de algunos resplandores del pasado, la calidad de sus jugadores y su fuerza eterna. Pero de campeonatos, ni hablar. Aquella vuelta olímpica del ‘81 se iba alejando. Por eso la obtención de la Supercopa, frente a un excelente Independiente fue tan importante para la historia del club.
El Mono Navarro Montoya había llegado a mediados del ‘88, cumpliendo el sueño del pibe. Ese del que tantas veces se habla y es difícil de alcanzar. Enseguida se hizo dueño del arco de Boca y tuvo en aquella noche su primer abrazo con la gloria, atajando el legendario penal ante Luis Artime, como lo evocó en diálogo con Infobae: “Con Independiente nos conocíamos bien. La serie de penales tuvo muy buenas ejecuciones de ambos lados. En el de Artime, aguardé hasta último momento, porque esperaba que la cruzara para asegurarla. Pero cuando vi que abrió el pie, me impulsé todo lo que pude y logré desviarla con la punta de las dos manos. Si bien el remate fue a una altura que puede favorecer al arquero, para mí estuvo bien ejecutado, porque fue al lado del palo”.
“En aquel momento, esa Supercopa fue como ganar una Copa Libertadores. Tanto para nosotros, como para los hinchas, que estaban enchufadísimos”. Las palabras de Juan Simón, ponen en contexto lo que fue la obtención de ese torneo, para un pueblo futbolero pasional como pocos y sediento de títulos. “Si hablás con cualquier hincha de aquellas generaciones, te van a decir lo mismo. Porque nosotros así lo sentimos hasta el día de hoy”.
En la misma sintonía se alojan las reflexiones de Navarro Montoya, poniendo en su justa medida lo que significó aquella gesta: “Para Boca ganar la Supercopa del ‘89 fue un punto de inflexión en su historia. Hay un antes y un después de esa conquista, porque se venía de muchos años de graves problemas deportivos y económicos. Ya en la temporada anterior, con el Pato Pastoriza como entrenador, se había armado un gran equipo, que peleó el campeonato hasta el final. El Cai Aimar llegó y le puso su impronta a esa base, a la que se le sumaron buenos refuerzos para obtener el título. En pocos años, Boca pasó de casi perder la Bombonera y no competir a la altura de su historia, a ganar esa Supercopa frente a un coloso de esos tiempos, como era Independiente”.
Habían llegado a la final dos buenos equipos. Con el condimento de haberse enfrentando 15 veces en las últimas tres temporadas, entre amistosos, torneos de primera división, liguillas y Supercopa. En la previa, era imposible hacer un pronóstico certero. Diego Latorre había debutando en Primera División dos años antes, pero en aquella temporada del ‘89, logró afirmarse como titular. En la charla con Infobae recordó como fueron las finales ante un encumbrado rival: “Independiente tenía un equipazo, con el Bocha siempre vigente, ya en el tramo final de su carrera. Recuerdo a Pedro Monzón, que era implacable atrás. Fue uno de los defensores que más patadas me pegó (risas). Independiente era sinónimo de prestigio, del ADN del fútbol argentino. Fueron dos partidos durísimos. Ellos tenían un sobresaliente medio campo, donde estaba Ludueña, que sabía manejar muy bien los ritmos y nosotros un equipo de excelentes jugadores, muchos de ellos, con amplia trayectoria”.
Fueron 180 minutos donde no hubo goles y muy pocas situaciones frente a los arcos. Independiente, huérfano de Bochini en la ida por una lesión, recién reapareció en el segundo tiempo de la revancha, sin estar en plenitud. Para el momento de los penales, Boca no tenía en cancha a su ejecutor habitual, Alfredo Graciani, que debió salir por una lesión en su muslo derecho. Con la definición igualada en dos por las concreciones de Ponce, Bianco, Marchesini y Altamirano, era el turno de un joven Diego Latorre: “Me atreví a pedir un penal. Es un momento de inconsciencia necesario, porque a veces, cuando uno lleva varios años, puede tener un exceso de responsabilidad. Todos saben a la perfección lo que significa convertir, pero, sobre todo, errar en una definición. Cuando me confirmaron en la lista, me sentía confiado, sabiendo que como era un pibe, si no lo hacía, nadie iba a reprocharme mucho. Ese me liberó. Lo complicado fue que los cuatro remates anteriores habían sido gol. Puse la cabeza en blanco, sabiendo que, al haber surgido de Boca, estaba educado para los momentos límites. Cuando la vi entrar, sentí alegría y alivio”.
Luego de Diego, también anotaron Rubén Darío Insúa e Ivar Stafuzza. Allí llegó el momento donde comenzó a torcerse la historia, cuando el Mono desvió el disparo de Artime. Boca estaba a las puertas del título. La responsabilidad y el privilegio estaban en el pie derecho de Blas Giunta, ese infatigable batallador de la mitad de la cancha, que había arribado al club pocos meses antes, para ponerse una camiseta que parecía hecha a su medida. Tomó una corta carrera y su remate entró con claridad en el arco y en la leyenda. Allí fue el delirio. Corridas para todos lados, abrazos, festejos y una popular visitante que parecía explotar. Todas las gargantas boquenses liberaron el atragantado grito de campeón, con la alegría de superar a Independiente, que se había convertido en una sombra en los últimos tiempos.
Para el Mono Navarro Montoya fue un momento inolvidable. De esos que quedan por siempre adheridos a la galería de los más selectos en la carera de un jugador: “Fue una alegría indescriptible, sin igual, por todo lo significaba para mí que apenas llevaba un año en el club. Salir campeón luego de tantos años era el sueño del pibe cumplido. Además, pude dar la vuelta olímpica junto con mi hermano, que falleció pocos meses más tarde. Es un título referencial e inolvidable. El buzo que usé durante toda la Supercopa era la camiseta del CASI. Era una época donde los arqueros no estábamos uniformados como ocurre hoy. Teníamos esa creatividad y nos daban el espacio para poder personalizar las camisetas. Me pareció una linda idea, que terminó quedando en la historia del club”.
Boca había arrancado el ‘89 pleno de ilusiones. Puntero en el torneo local y de regreso en la Copa Libertadores. A mitad de año, ambos sueños se habían esfumado. Ni siquiera el consuelo de la Liguilla, donde perdió la final con San Lorenzo, que decretó el fin del ciclo de José Omar Pastoriza como entrenador. Era el momento de Carlos Aimar, otrora mano derecha de Carlos Griguol, ante su primer gran desafío, luego de una interesante experiencia en Deportivo Español. Para Juan Simón, el DT fue clave en la conquista: “El Cai fue fundamental. Tanto él como todo su cuerpo técnico. Era un entrenador joven, trabajaba mucho en la unión del grupo y era uno más. Vivía todo con mucha intensidad y nos transmitía esa pasión, más allá de todos sus conocimientos. Entrábamos a la cancha muy mentalizados, gracias a sus palabras, porque era un gran motivador, además de ser un entrenador que sabía muchísimo”.
En esa unión de plantel y cuerpo técnico comenzó a edificarse el sueño del postergado título. “El plantel estaba muy bien, rememora Simón. Contaba con la base del equipo que había peleado hasta el final contra Independiente el torneo 1988/89, a los que se habían sumado Blas Giunta, el Bocha Ponce y Víctor Marchesini. En ese torneo que se nos había escapado unos meses antes, fuimos muy irregulares, con partidos buenísimos y otros más flojos. A esa Supercopa le apuntamos con todo, la tomamos con mucha seriedad, para intentar sacarnos la espina del campeonato local, donde habíamos estado mucho tiempo primeros. En mi caso particular era importante y me jugaba mucho, porque venía recuperándome de un desgarro y recientemente me había convocado Bilardo para la selección, en la recta final hacia el Mundial de Italia”.
La Supercopa tenía en 1989 su segunda edición, luego del muy buen debut, en repercusión del público, donde se consagró Racing. El sorteo le hizo un guiño a Boca, porque sería uno de los dos equipos (el otro era el campeón defensor) que partirían adelantados, sin tener que disputar la primera ronda. La ida contra la Academia fue un abúlico empate en cero en la Bombonera. La revancha fue victoria 2-1 con un penal convertido por el Bocha Ponce y un cabezazo de José Luis Cuciuffo, una de las tantas variantes que tenía ese equipo en ataque.
En la semifinal aparecía Gremio, que eliminó a dos equipos argentinos en las fases anteriores (River y Estudiantes) y había sido el verdugo de Boca en la edición del ‘88. El empate en cero en la ida fue clave para afrontar la revancha con confianza, en un Bombonera a tope. Apenas iba un cuarto de hora, cuando Latorre y Marangoni edificaron una gran jugada, que culminó con un golazo del capitán, que así nos lo recordó: “La semifinal contra Gremio fue inolvidable, porque tuve la suerte de hacer un golazo y nunca sabré como la gente se enteró que al día siguiente cumplía años y me cantaron durante quince minutos el feliz cumpleaños. Yo jugaba y saludaba, levantado la mano también para poder seguir concentrado en el partido. El público estaba como enajenado. Fue tan maravilloso como inesperado y difícil de absorber. Un verdadero regalo”.
Para Diego Latorre también configura un momento especial: “Lo recuerdo particularmente porque la cancha estaba muy eufórica, y le cantaban el feliz cumpleaños a Claudio. Hicimos una linda jugada por la derecha y ese tanto, no fue uno más. Nos dio calma y seguridad para afrontar lo que quedaba del partido. Además, fue una maravilla de gol. Para mí, la belleza es práctica, no es un adorno. Las cosas bellas muchas veces salen de forma espontánea. Y si toma la forma de un gol tan importante, en un encuentro tan delicado, habla del artista. Que es capaz de desprenderse de la presión que hay en el ambiente y lograr ser él. Se sintió un impacto tremendo dentro del campo de juego, porque él era admirado, querido y tenía esa cosa de refinamiento. Era una leyenda del fútbol”.
A la hora del balance, con la distancia que permiten estos 35 años, los protagonistas dejan sus reflexiones sobre un título bisagra en la historia contemporánea de Boca: “Habíamos logrado algo importante y era que el equipo saliese de memoria, porque jugábamos siempre los mismos”, declara Simón.
Y sigue: “Navarro Montoya, Stafuzza, yo, Marchesini y Cuciuffo; Giunta, Marangoni, Ponce, Latorre; Graciani y Perazzo. Éramos un equipo sólido. A tal punto que, en esa Supercopa, solo nos marcaron un gol en los seis partidos. Fue Racing, en la revancha de los cuartos de final, donde ganamos 2-1. La noche de la final fue maravillosa. Lo que más me impactó de ese día fue la locura de la gente. No se podía creer lo que era la popular de Boca desde un rato largo previo al inicio del partido. Y lo que fue volver desde allí (NDR: el estadio de Independiente) hasta la Bombonera, luego de ser campeones. El puente Pueyrredón estaba inundado de hinchas de volvían caminando y festejando. Fue inolvidable. Eran las tres de la madrugada y seguíamos dando notas. Era mi primer título en el fútbol argentino y con la camiseta de Boca”.
Latorre fue la mejor aparición en muchos años de un jugador surgido de las inferiores. Con habilidad, destreza y calidad, se había ganado un lugar en el equipo y en el corazón del hincha: “Fue mi primer gran logro como deportista, siendo parte importante del equipo. Esa Supercopa me consolidó como futbolista, compitiendo en la máxima exigencia, como lo es el hecho de ejecutar un penal en la final. Creo que en esos partidos con Independiente logré estar a la altura, jugando con excelentes compañeros y enfrentando a grandes adversarios. Era un pibe de la casa, que sabía lo que era el mundo Boca, pero allí pude dar un paso más, corriendo los límites. Sentí una superación personal. Conseguir ese título que tanto esperaba el club, nos reivindicó a nosotros y le dio mucha felicidad al pueblo boquense”.
También es un recuerdo especial para el Mono Navarro Montoya, que pone la lupa en el contraste con los opacos tiempos cercanos que había atravesado la institución: “Hay que ponerse a pensar donde estaba Boca unos años antes. Inmerso en una crisis tremenda en el plano institucional, económico y deportivo. La obtención de esa Supercopa fue el primer logro luego de tantos años difíciles, a los que se sumó unos meses después, la Recopa ante Nacional de Medellín, campeón vigente de la Libertadores y que había perdido la final Intercontinental ante el Milan de Arrigo Sacchi. Eso que un tiempo atrás parecía una utopía, lo logró ese plantel, cuerpo técnico, dirigentes, hinchas y socios, que pusieron el corazón, el cuerpo y el alma en un momento muy difícil del club”.
Un par de años después, llegaría el Maestro Tabárez a la dirección técnica, para volver a gritar campeón. Y un lustro más tarde, Carlos Bianchi, para acostumbrar al pueblo Xeneize a las vueltas olímpicas. Pero hubo un tiempo donde varias generaciones sufrieron por ver a su Boca lejos de la pelea grande. Aquel grupo de jugadores supo que la Supercopa ‘89 era la chance de sumar otra estrella en el escudo. Y de quedar por siempre en la historia.