El amor al club. Debe haber pocas cosas más gratificantes para un futbolista que convertirse en símbolo de una institución. Gracias al esfuerzo, la dedicación y el haber recorrido cada una de sus divisiones inferiores hasta llegar a lo máximo. Así se escribió la historia de Adrián Domenech en Argentinos Juniors. Aquel chico que llegó con 14 años para jugar en la novena y diez años más tarde, fue el capitán que alzó la Libertadores, en una historia muy particular: “Nunca había querido que mi mamá fuese a la cancha a verme. En la antigua estructura de la copa, nos tocó ir una semana a Río de Janeiro para enfrentar a Vasco da Gama y Fluminense. Cuando me enteré que en el club estaban armando un viaje para los hinchas a esa hermosa ciudad, le conseguí un lugar a mi vieja para que se sumara. Como ganamos los dos partidos, se convirtió en la cábala de la gente, comenzó a ir siempre, sin que yo lo supiese. La final contra América de Cali se definió en un tercer partido en Paraguay y ella ya estaba super embalada (risas). Se subió sola a un micro en Retiro y se bajó en Asunción. Salimos campeones. Yo estaba con el trofeo en la mano dentro del campo de juego y vi que se me viene un malón de gente de Argentinos con una persona en andas que subía y bajaba. Cuando los tuve cerca, me di cuenta que era ella y me quería morir. Nos pusimos a llorar en uno de los momentos más emocionantes de mi vida”.
Amanecía la década del ‘70. Ya se sabía que Argentinos Juniors tenía historia y tradición de buen fútbol. Domenech fue con sus ilusiones de pibe y quedó fichado en la primera prueba, que se la tomó Francis Cornejo. Ese hombre que unos años antes había descubierto a un tal Diego Armando Maradona: “Había que aprender a jugar con él. Cuando uno ve a un compañero marcado, no le da la pelota. Pero con Diego sucedía algo extraordinario, porque se la pasabas igual y siempre resolvía bien. Una vez que enganchabas esa onda, se hacía todo mucho más fácil. Era una sorpresa continua. Compartimos muchas cosas, gracias a la amistad que tuvimos. Nos íbamos a la quinta que tenía en Moreno, y seguía dándole a la pelota. Fue una época linda, sana e inolvidable, que viví al lado de un extraterrestre (risas). Cuando llegué al club, tenía conocimiento que había un pibe que hacía jueguito en los entretiempos. Y que era distinto. Todo lo que se hablaba lo pude comprobar. Nos llevábamos un año de diferencia, pero las dos categorías entrenaban juntas. Con la ‘59, nos tocaba enfrentar a la de Diego, que eran nada menos que los Cebollitas. Ellos aún no podían competir en AFA, pero él en algunas ocasiones lo hizo con el documento de un chico más grande en nuestro equipo. Enseguida hicimos una muy linda relación, porque me di cuenta que era un gran pibe, con un corazón enorme. Era un distinto dentro de la cancha, pero cuando terminaba de jugar, jamás marcaba esa diferencia. Era uno más. Nos promovieron con una semana de diferencia a la primera división. El entrenador era Juan Carlos Montes y allí nos hicimos muy amigos. Como era obvio, Diego se afirmó enseguida y yo recién debuté en 1978, pero alternaba con el plantel y jugaba en reserva”.
El toque de la varita mágica del destino. La que permitió que ese Maradona en estado de ebullición explotara al máximo e hiciera de Argentinos Juniors un club observado por todos. Fue una transformación tan grande como inesperada: “Me tocó vivir el inmenso cambio, donde Argentinos Juniors pasó de ser un club de barrio que le caía simpático a todo el mundo por esa intención de jugar siempre por abajo, que era lo que nos enseñaban desde las inferiores, hasta convertirse en un cuadro protagonista. Ya no alcanzaba estar en mitad de tabla y no pelear el descenso. Había que estar en la discusión grande, con un protagonismo diferente. Y el punto máximo de aquella época fue cuando salimos subcampeones en 1980″.
El imán de Maradona fue creciendo, destruyendo fronteras. Argentinos Juniors recibía propuestas para disputar amistosos en cualquier lugar del planeta. En muchas ocasiones, el equipo terminaba de jugar el domingo por el torneo local y desde la cancha salía hacía Ezeiza. El periplo, con dos o tres partidos, duraba toda la semana: “Para los que éramos más pibes nos venían bárbaras esas giras, porque la verdad es que no cobrábamos tan seguido (risas). Fueron experiencias maravillosas, donde conocimos los más variados lugares y casi sin descanso. La famosa tarde que Diego le hizo los cuatro goles a Gatti en la cancha de Vélez, apenas terminado, salimos corriendo para el aeropuerto y viajamos para presentarnos en Los Ángeles y México, con partidos martes, jueves y viernes. Retornamos el sábado por la noche y el domingo enfrentamos a Huracán por el Nacional”.
Febrero del ‘81. Argentinos Juniors quedó huérfano de Maradona, que se fue a Boca. Aquellas ilusiones se fueron desvaneciendo. Como en el cuento de la Cenicienta, al Bicho le llegaron las 12 de la noche y debía volver a la realidad. También fue el momento del éxodo para Domenech: “Viajé a Uruguay con mi familia para las fiestas del ‘80, aprovechando que Diego jugaba para la selección el Mundialito. Estando allí, un dirigente me comentó sobre el interés de Independiente para contratarme, algo que se concretó poco después. Tuve un muy buen año, donde crecí como jugador, acoplándome a un plantel excelente donde estaban Bochini, Olguín, Villaverde, Trossero, Giusti y Alzamendi, entre otros. Estuve atento a la campaña de Argentinos Juniors, que no fue nada buena y peleó el descenso hasta la última fecha. Ese día, me tocó estar en el banco de suplentes y seguí el partido decisivo contra San Lorenzo por radio. Siempre digo que estuve ligado a los grandes momentos del club y hasta en eso se me dio, porque en la floja temporada ‘81, estuve en Independiente”.
Fue un año en rojo para Domenech. Pero lejos estuvo de darle pérdida el balance. Tras el préstamo, había llegado la hora del regreso a los Bichitos, que transitaban la vieja humildad de los ‘70 pre Maradona: “Un día estaba almorzando con los muchachos de Independiente y se me acercaron dos dirigentes de Argentinos Juniors para decirme que Chiche Sosa, que era el técnico, les había pedido que gestionaran mi retorno. Fue un gesto que me pegó bien y lo valoré. Me incorporé a un plantel joven, donde ya estaban Checho Batista y Bichi Borghi, pero que venía del padecimiento futbolero de pelear por no descender. Costó bastante acomodarse y no fue un año fácil. Sobre el final del campeonato, llegó Ángel Labruna. Para nosotros fue extraordinario, porque hacerle una pregunta de fútbol a él, era como abrir el diccionario. Y le sacamos el jugo, porque lo consultábamos todo el tiempo. Fue una persona importantísima. A mí, y a varios compañeros, nos dio un plus que no teníamos, metiéndonos el protagonismo en la cabeza. Así fue como en el Nacional ‘83 eliminamos sucesivamente a Boca y River, perdiendo en un partido muy cerrado la semifinal ante Independiente. La muerte de Ángel en septiembre de ese año fue un golpe durísimo. Desde el momento en que quedó internado, lo íbamos a ver, y nos daba las indicaciones para los partidos desde la cama del hospital. Un fenómeno”.
Ese estilo irrenunciable. El ADN del cuadro de La Paternal desde sus orígenes. Con el trato pulcro del balón, sin renunciamientos. Había deslumbrado con diversos equipos a lo largo de su historia, pero nunca alcanzando las altas cumbres del grito de campeón. Ese que estaba atorado en las gargantas y se liberó en 1984: “Asumió Roberto Saporiti como entrenador y se hizo un excelente mercado de pases, donde llegaron Vidallé, Olguín, Morete, Commisso y J. J. López, para sumarse a un plantel que ya venía trabajando bien. Hicimos una muy buena campaña. Llegamos a la última fecha arriba de Estudiantes y Ferro, que se enfrentaban en La Plata. Nosotros jugábamos con Temperley y teníamos que ganar para no depender de nadie. Así se dieron las cosas, porque íbamos ganando 1-0 con gol de Olguín de penal y cuando la gente se enteró del final con empate del otro partido, se metieron en la cancha. El árbitro era Carlos Espósito, con quien tenía confianza y, como capitán, me llamó: ‘Adrián, yo tengo que informar de esta situación y aún quedan varios minutos por jugar’. Le respondí que los íbamos a sacar. Era una ingenuidad. Convencía a dos y otros 10 invadían (risas). La emoción pudo más y nos ganaron por cantidad. En un momento divisé a mi hermano y le di toda la ropa para que la guardase. A la noche fuimos a Canal 9, donde se hacía el programa más visto que era ‘Todos los goles’. Estuvimos casi todos los muchachos allí como cierre de un día inolvidable”.
En el horizonte aparecía el desafío de tener que disputar la Copa Libertadores, algo inédito para los Bichitos de La Paternal. El destino parecía tener marcadas, en rojo, las cartas. En la fase de grupos, pudo quedar eliminado, ya que dependía de los resultados de Ferro en Brasil, que debía ganar sus dos partidos. El cuadro de Caballito no pudo y quedaron igualados. En el desempate, Argentinos Juniors ratificó que estaba mejor y avanzó. En el último minuto de la semifinal contra Independiente la historia pudo cambiar. Ganaba 2-1 en Avellaneda, pero su rival tuvo un penal, que Vidallé le detuvo a Marangoni para sellar el pasaporte a la final. Allí llegó la gloria en el tercer encuentro frente al durísimo América de Cali: “Nadie me podía sacar la copa de las manos. A mis compañeros se las prestaba para sacarse fotos, pero me la tenían que devolver. Después de la cena y los festejos, me la llevé a la habitación y durmió al lado mío (risas). Recién la solté cuando llegamos de regreso a nuestro país”.
Eran un hermoso desvelo futbolero aquellos sábados de diciembre de los ‘80, cuando los equipos argentinos disputaban la Copa Intercontinental en Tokio. El match arrancaba justo a la medianoche, configurando una de las escasas ocasiones que teníamos de ver en vivo a los equipos europeos. Los ojos se extasiaban ante esos choques y los oídos pedían clemencia por el incesante sonido de las cornetas de los japoneses. La de 1985, entre Argentinos Juniors y Juventus se ganó un merecido lugar en la leyenda: “Hoy les doy la razón a los que en aquel momento nos decían que habíamos hecho historia. No teníamos ni idea de los jugamos o conseguimos con semejante partido. En ese momento, sinceramente, lo cambiaba por jugar mal y ganar de suerte. Pasaron casi 40 años y me siguen llamando para entrevistas, porque es muy recordado y lo será por siempre. Estuvimos cerca de ganarlo, se nos escapó por muy poco y ellos estuvieron mejor en los penales”.
A mediados del ‘87 se cerró el ciclo de Adrián con la camiseta de Argentinos Juniors. Había llegado el momento de cambiar de aire, en dirección a un equipo grande: “River llevaba dos años queriéndome comprar, pero no se daba porque los dirigentes me pedían que me quedase para jugar la Copa. En marzo del ‘87 le hicimos un partidazo al Boca de Menotti y le quitamos el invicto. Esa misma noche tomé un café con el Flaco. Y me manifestó que le gustaría sumarme al plantel a mitad de la temporada. Carlos Heller, que era el vicepresidente, me dijo que se podía concretar, si me conseguía el pase libre. Así se hizo, pero cuando llegué, César ya se había ido. Al segundo partido que disputé, me rompí los meniscos de la rodilla derecha. Era otra época, donde recién se incorporaba la artroscopía como método de operación. Tardé mucho en volver. No era un gran momento económico del club, pero salimos subcampeones y disputamos la Libertadores del ‘89. A medidos de ese año, apareció un grupo inversor con una oferta para ir a Turquía, lo que significaba estabilizarme y una tranquilidad. Pero atravesé una situación de película: para ir a Estambul, que era el destino final, tenía que pasar por Madrid y de allí a Londres. Una locura. Estaba a prueba la comunidad europea y por eso, los empresarios españoles que nos llevaban pasaron y yo no. Me metieron en una habitación en carácter de deportado. Entonces volví a Madrid en el primer vuelo. Las cosas se solucionaron y viaje a Turquía, pero al arribar, me di cuenta que me habían cambiado las condiciones. Hubo algunas gestiones, pero al mes estaba de regreso en Argentina y en esa temporada 1989/90, no actué en ningún lado”.
Había llegado el momento de la recta final como futbolista, con un paso breve por Platense, que fue la despedida. Era el turno de ponerse el buzo de DT, como ayudante del Checho Batista, consiguiendo el ascenso de Argentinos Juniors frente a Talleres en 2004. Un tiempo después, ya a cargo del equipo en forma interina, logró salvarlo en una promoción ante Huracán. Pero ya en ese momento, latían las ganas de volcarse a la formación con los más jóvenes: “Esa es mi verdadera vocación. Empecé en Argentinos Juniors, que es mi casa y tuve la suerte que me fuera muy bien, por lo que me buscó River, donde creo haber hecho una tarea interesante. Desde hace varios años estoy en Defensa y Justicia y hemos logrado un cambio grande en las inferiores. Lo que más me atrae y moviliza en estos momentos es la captación. Tengo una enorme satisfacción personal, a modo de balance de tantos años trabajando con los chicos. Cinco campeones del mundo en Qatar yo los tuve en la etapa formativa: Alexis Mac Allister, Enzo Fernández, Gonzalo Montiel, Exequiel Palacios y Guido Rodríguez”.
La sonrisa de Adrián. Esa compañera de toda la vida, dijo presente en la charla. El recorrido se fue deteniendo en todas las estaciones de la pasión, hasta llegar al andén actual, donde las nuevas generaciones reciben sus enseñanzas. Las mismas que lo fueron nutriendo a él, en aquellas polvorientas canchas donde las inferiores de Argentinos Juniors soñaban con un mañana mejor. El que llegó de la mano de Diego y tocó el cielo con las manos, la noche que Domenech levantó la Copa Libertadores