Las piernas estaban duras de tanto trotar sobre los médanos. River llevaba 17 días de pretemporada en Mar Chiquita. Corría enero de 1993 y Daniel Alberto Passarella preparaba al equipo que afrontaría otro año exigente. La concentración era en el hotel Mirador, ubicado a dos kilómetros de la ruta 11. Eran otros tiempos del fútbol argentino. El hotel apenas contaba con una televisión en el hall central, un pool, algunos juegos de mesa y un teléfono en la recepción en tiempos en que el celular era ciencia ficción. Alejados del ruido, el Kaiser llevaba allí una organización casi militar de entrenamientos que llegaba a su fin. Al otro día había partido de Copa de Oro de verano en el Mundialista marplatense frente a San Lorenzo y después regreso directo a Buenos Aires.

Pero el destino aquel 29 de enero de 1993 tenía preparado otros planes. El profesor Ricardo Pizzarotti había programado una última pasada regenerativa en un campo cercano, en Camet, perteneciente al Ejército, y a las 19,30 dio por terminada la jornada. Todos los futbolistas se subieron al micro de la empresa Asenjo para recorrer los casi 23 kilómetros que los separaban del Mirador. En el ómnibus se escuchaba música, se hablaba de fútbol y se miraba el atardecer por las ventanillas. A nadie le llamó la atención que en la entrada de Mar Chiquita, al lado del puente que cruza el arroyo El Cangrejo, había una camioneta Dodge azul con techo blanco estacionada. Y cuatro hombres corpulentos que hacían que pescaban pero en realidad estaban esperando el paso de ese micro.

Apenas lo divisaron, guardaron las cañas, esperaron media hora y enfilaron directamente al Mirador. El grupo estaba intoxicado de violencia y alcohol. Lo lideraba Miguel Angel Cano, Sandokán en el mundo de los barras, y lo secundaba Ismael Guassardo, alias Melena. Ambos lideraban la facción Boulogne y Villa Martelli de Los Borrachos del Tablón y tenían peso propio en la popular a punto tal que tomaban decisiones y habían crecido muchísimo bajo la presidencia en el club de Hugo Santilli. Pero un suceso los había hecho perder el favor de la dirigencia ya en manos de Alfredo Davicce, que apostó a otro grupo, el de Luis Pereyra y Edgar Buttassi como sus sucesores. ¿Qué había ocurrido? Que una fría tarde del 26 de julio de 1991 Sandokán había ido hasta la concentración del Monumental a “luquear” a los futbolistas, como se conoce en la jerga al pedido de dinero contante y sonante. Y Passarella, que estaba en el primer piso del estadio, se enteró. Bajó y lo enfrentó. La leyenda cuenta que le espetó: “¿Qué te dije yo? ¡Que no te quiero ver acá ni con los jugadores!” y que la respuesta de Sandokan fue insultarlo y empujarlo contra el tablero de luces que se rompió en pedazos y cuando el Kaiser se recuperó, lo corrió escaleras abajo y lo alcanzó en el hall del Monumental. “Lo tenía en el piso cagándolo a trompadas. Daniel era una bestia. Nosotros al escuchar el lío bajamos con el Tolo Gallego, (Oscar) Passet y (Fabián) Basualdo y lo tuvimos que separar porque lo mataba”, le contó en su momento Juan Amador Sánchez al colega Diego Borinsky. Y agregó: “Desde ese momento a Sandokán no lo vimos más, hasta el día de Mar Chiquita”.

Y el día de Mar Chiquita llegó. Los que un rato antes parecían pescadores ahora estacionaban la Dodge azul en la puerta del hotel. Dos se quedaron en el auto y los otros dos, Sandokán Cano y Melena Guassardo bajaron. Querían plata, querían entradas para el partido contra San Lorenzo y querían sangre. El profe Pizzarotti estaba hablando con el utilero Carlos Peralta cuando los divisó y se acercó para echarlos. Hay gritos, empujones y Passarella que estaba adentro charlando con José Miguel, aquel arquero que peleaba el puesto con Angel David Comizzo, salió a ver qué pasaba. Apenas lo divisó, Sandokán fue por él. Sacó una navaja que llevaba escondida en la cintura, oculta entre la remera y el pantalón, y tiró el puntazo directo sobre la humanidad del Kaiser. El técnico, con los reflejos intactos de su pasado como futbolista logró mover la cabeza justo hacia atrás pero el filo de la navaja alcanzó su oreja izquierda provocándole un corte de tres centímetros del que chorreó la sangre. Todos esperaban el nuevo navajazo de Sandokán pero el Tolo Gallego, ayudante de campo de Daniel Alberto Passarella, le pegó un grito que lo paralizó, mientras el profe Pizzarotti echó a Melena. Los barras se miraron y volvieron corriendo a la camioneta azul y huyeron camino a la ruta 11. Passarella estaba sacado. Quería ir en su búsqueda pero lo convencieron de que primero hay que coserle los puntos y después hacer la denuncia policial. Al otro día, tras el empate en uno con el Ciclón, dirá la famosa frase que retumba en el mundo del fútbol argentino: “River está tomado por la barra. ¿Qué estamos esperando? ¿Que maten a un protagonista?” Y sus dichos pegan tan fuerte que horas más tarde, Sandokán cae en una pensión en San Martín, en la calle Las Heras, y Melena en una guarida de Martelli. Insólitamente la primera carátula de la causa es lesiones graves en riña hasta que el juez Reynaldo Fortunato escucha la declaración del profe Pizzarotti que dice: “Apuntaron a la yugular de Daniel” y entonces a instancias de Jorge Cabarcos, abogado del entrenador, cambia el proceso por lesiones en grado de tentativa de homicidio y los condena a prisión en el penal de Batán, donde terminan encerrados ocho meses hasta que son excarcelados. Desde entonces, Sandokán y Melena dejaron de frecuentar el Monumental. Y Passarella saldrá campeón nuevamente con River, después irá a la Selección y terminará como presidente del club haciendo con la barra todo lo contrario a lo que había vivido y sentenciado tanto tiempo antes. Pero esa, claro, es otra historia.
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