“El día que dirigí mi primera práctica en Independiente fue el 10 de enero del ‘94. Cuando llegué, comencé a caminar e iba observando todos los trofeos y las cosas que ostentaba el club y me dije: ‘Acá, ganes lo que ganes, es poco’. De pronto me puse a charlar con alguien que trabajaba allí y le hice este comentario. Enseguida me respondió: ‘No. Nos falta la Supercopa’. Lo miré y le dije: ‘Ojalá quiera Dios que podamos ganar eso y que se sume una copa más, diferente en esta vitrina’”. En las palabras de Miguel Ángel Brindisi, aún late ese recuerdo como si fuese próximo, desmintiendo a estos 30 calendarios que han transcurrido. Su paso por Independiente fue breve, pero de enorme intensidad. Ganó tres títulos en un año y medio, dejando el recuerdo de un cuadro brillante. De esos que cumplen con uno de los mandatos no escritos en el fútbol, pero que son sinónimos de perpetuidad: un equipo que salía de memoria.
Aquella Supercopa está instalada como uno de los recuerdos más dulces de los Diablos Rojos en la era contemporánea. Era una final deseada. Iban diez minutos del segundo tiempo y de la delicada zurda de Gustavo López partió la perfecta habilitación. Sebastián Rambert picó con su reconocida velocidad, quebró el achique de la defensa de Boca y varios metros antes de pisar el área, definió con enorme precisión por sobre la cabeza de Navarro Montoya. Pascualito abrió sus brazos en el clásico festejo. A ese imaginario avión se subió el pueblo Rojo. Faltaba mucho, pero todos ya sabían que eran campeones. Ese 9 de noviembre de 1994 se anotó en la historia. No solo porque se lograba la copa que faltaba, sino porque también se sepultaba el dolor de haber perdido ante ese mismo rival, en esa cancha, la Supercopa de cinco años atrás.
El hincha de Independiente, tan habituado en años anteriores a los festejos, empezaba a impacientarse. Ya había pasado un lustro de la última conquista, a mediados del ‘89, en tiempos donde aún la sabia veteranía de Ricardo Bochini hacía estragos en las defensas rivales. Parecía que, con su retiro, un par de temporadas después, no solo se había acabado la magia, sino la estirpe ganadora. Era como un duelo que se vivía en la mitad roja de Avellaneda. Costaba asimilar su ausencia. Y eso repercutía en formaciones sin continuidad y rendimientos opacos, lejos de las grandes luces.
En ese contexto se dio la llegada de Miguel. En el futbolero quedaba el recuerdo de un extraordinario jugador, de los mejores que pisó las canchas argentinas. Pero no se conocía mucho de su faceta como entrenador, llevada adelante fuera del país. En la charla con Infobae, evocó lo que implicó ese llamado: “Independiente significaba un desafío muy grande porque era mi primer trabajo en el país en una institución de primera división. Y era un sinónimo de confianza de los directivos. Toda mi carrera se había desarrollado en el exterior (Guatemala, Ecuador y España) con un comienzo en Alumni de Villa María en la provincia de Córdoba. Le di muchísimo valor al llamado de los dirigentes, porque yo no tenía pasado ni identificación con la institución y era consciente que los resultados iban a jugar más que nunca un rol fundamental, porque no es mucha la espalda que tenés cuando no hay una historia en común. Me encontré con un plantel que me encantaba en la previa y que fue excelente a medida que nos fuimos conociendo. Estuve y estoy orgulloso de ese grupo, con quienes seguimos en contacto hasta el día de hoy y todo parece que fue ayer. Son esas cosas maravillosas que te depara la profesión”.
Es cierto que no había una historia en común entre ambos. Pero sí esa sintonía en la manera de ver y sentir el fútbol. Que era la que los hinchas de Independiente llevaban en su ADN, al igual que Miguel, en su etapa de jugador. El respeto por el buen trato de balón y una permanente actitud ofensiva: “De arranqué plasmé una idea, que enseguida tuvo eco en ellos a través de la convicción de los muchachos, pero también con la historia rica y el gusto de su gente por un estilo de fútbol. Todavía estaba muy vigente lo del famoso Paladar Negro. Debíamos ser protagonistas e ir a buscar permanentemente en todas las canchas, presionando siempre, intentado jugar en 30 metros y con salida pulcra de la pelota desde el fondo. Llevó un tiempo, con es lógico, pero me di cuenta que la cosa podía andar bien a partir del regreso de Gustavo López de una lesión, en la fecha 9 del Clausura. A partir de allí, el equipo explotó y comenzaron a llegar las victorias, muchas de ellas en forma categórica, para ser reconocidos por todo el ámbito del fútbol nacional”.
La definición del torneo Clausura 1994 fue apasionante. El destino quiso que los dos únicos aspirantes al título tuvieran que enfrentarse en la fecha final. Independiente recibió en su estadio a Huracán, que lo aventajaba por un punto. Al Rojo solo le servía ganar y lo hizo con la amplitud que marcó la chapa final de 4-0. Apenas un par de semanas más tarde, debió afrontar el camino de la Supercopa. Era la séptima edición del certamen creado por la Conmebol, que reunía a todos los campeones de la Copa Libertadores y donde el cuadro de Avellaneda nunca había podido destacarse.
La historia comenzó el 8 de septiembre, con una derrota por la mínima ante Santos en Brasil, con la desgracia del gol en contra de Pablo Rotchen. Pero en la revancha, dos semanas más tarde, se vio la mejor versión de Independiente, goleando por 4-0 con los tantos de Arzeno, el Palomo Usuriaga, Rambert y Perico Pérez de penal. A principios de octubre, debió viajar nuevamente a Brasil. Ahora el destino era Porto Alegre para enfrentase con Gremio. La paridad parecía no poder quebrarse, hasta que Rambert puso el 1-0 a siete del final, pero Ayupe de tiro libre, decretó el 1-1. La historia volvió a repetirse a la hora de jugar en casa, donde Independiente era implacable. Usuriaga y Rambert convirtieron para el 2-0, sellando el pasaporte a la semifinal.
El equipo no se desenfocaba y seguía la misma senda que lo había llevado al título local. Los reflejos intactos de Islas en el arco. La solidez de la última línea, que no se resintió ante la lesión de Rotchen, que fue suplantado por la experiencia de Serrizuela, complementándose en la zaga con Arzeno. En los laterales había seguridad, marca y velocidad en iguales dosis con Craviotto y el Luli Ríos. De mitad de cancha en adelante un detalle importante y decisivo: en los ocho partidos de la Supercopa fueron titulares los mismos futbolistas que se complementaban a la perfección. La dinámica incesante de Cagna, el despliegue inagotable de Perico Pérez, el talento de Garnero y Gustavo López, para abastecer la voracidad ofensiva de Usuriaga y Rambert.
Para las semifinales nuevamente debieron armar las valijas con rumbo conocido. Ahora era la ciudad de Belo Horizonte la que los recibía para medirse con un muy buen Cruzeiro, que ganó con justicia por 1-0. Había que hacer un gran partido en la revancha para llegar hasta el sueño de la final. Independiente, una vez más, no solo no defraudó, sino que desarrolló una actuación de gala, aplastando a su rival con el elocuente 4-0, con dos conquistas de Usuriaga, una de Rambert y la restante de Serrizuela. Del otro lado de la llave, con menos brillo, pero la misma convicción, asomaba el Boca de Menotti.
Para Miguel Brindisi era un momento particular, con aditamentos extra, más allá de la decisiva instancia: “Con diferencia de menos de tres meses me tocaron vivir dos situaciones muy especiales. La primera fue tener que definir el campeonato Clausura nada menos que con Huracán, el club de toda mi vida. Y no solo eso, hasta el día de hoy lo sigo sintiendo como mi hogar, donde eché raíces desde pibe. Como profesional, era categórico el deseo de ganar, porque era mi primer título en el país. El otro instante con impacto emocional fue la final de la Supercopa: me tocó tener enfrente a Boca, donde tuve un paso tan lindo y recordado, al lado de Diego, con su gente que es extraordinaria”.
Tras el título de Vélez en la Copa Libertadores el último día de agosto, el fútbol argentino se aseguraba otro logro internacional. Cada uno con sus armas, habían llegado hasta la ansiada final, como nos lo evocó Brindisi: “El rival más difícil de los cuatro que nos tocó, sin ninguna duda, fue Boca. En todas las etapas anteriores, enfrentamos a equipos brasileños, que son complicados, pero los pasamos con autoridad. Un gran logro de ese equipo es no haber recibido ni un solo gol como local, lo que habla de la enorme concentración que tuvo, más allá de todas sus virtudes en el plano futbolístico. El primer tiempo en la Bombonera la pasamos muy mal, porque nos encontramos con un rival que proponía, al igual que nosotros, pero que nos presionaba en todos los sectores, bien al estilo del Flaco Menotti. Lo que jugó Roberto Acuña, el volante paraguayo esa tarde no tiene nombre. No lo podíamos parar por ningún lado. Nos fuimos al vestuario perdiendo 1-0 por el gol de Manteca Martínez y allí hicimos algunos retoques. En el complemento la historia fue de igual a igual y logramos empatar con el gol de Rambert de cabeza”.
Para la revancha, el estadio, por entonces de la Doble Visera, actualmente rebautizado con toda la justicia roja como Ricardo Enrique Bochini, se preparó como en sus grandes jornadas de copa. Aquellas que estaban un tanto olvidadas para el hincha, pero que ese equipo se encargó de reverdecer. Más allá de la paridad de denunciaba el score en cero, flotaba en el aire la sensación que, en cualquier momento, Independiente podía lastimar a partir de la creatividad de Garnero y López, y la potencia ofensiva de Usuriaga y Rambert. Y así llegó el único gol de la tarde: “Para el partido de vuelta teníamos muy claro lo que había que hacer, dice Brindisi. Apoyados por nuestra hinchada, que llenó el estadio. Ganamos con justicia 1-0, con ese recordado gol de Pascualito Rambert, con una gran definición por sobre la cabeza del Mono Navarro Montoya. Fuimos contundentes y justos vencedores”.
La tarde se tiñó definitivamente de colorado y la marea roja invadió el campo de juego para la anhelada vuelta olímpica en casa. La emoción en los rostros del plantel y cuerpo técnico, que abrazaron la Supercopa, sabiendo que daban un nuevo paso para quedar en la historia. Fue un conjunto sin misterios. Que manejó premisas básicas, como lo recuerda su conductor: “La clave del equipo estuvo en poder convencerlos de que ellos podían transmitir esa alegría que tenían a cada momento, dentro del campo de juego. Para eso tengo una frase: ‘Del rectángulo de juego o expulsás o atrapás’. Y este equipo atrapó, porque la gente se sentía muy identificada. Con todo el respeto del mundo, hago una comparación con lo que hoy siente el simpatizante de la selección argentina, porque sabe que el equipo no lo va a defraudar. Eso es lo que se llama identidad. El hincha de Independiente lo estaba sintiendo y ese grupo jamás le falló”.
La claridad de Miguel. Aquella que esparcía en los campos de juego como futbolista, se extendió a su etapa de entrenador y sigue en la actualidad, al momento de los recuerdos. Y también de las anécdotas, como la que atravesó cuando puso un pie en Independiente: “El 10 de enero del ‘94 fui por primera vez a la cancha para comenzar el trabajo. Ingresé por lo que hoy es la calle Bochini, donde está la pileta. Había citado al plantel para las 9:30 y llegué una hora antes. El portero me interceptó, preguntándome el nombre, pidiéndome el documento y el motivo por el que estaba ahí (risas). Le respondí que era el nuevo entrenador y tenía que dirigir la práctica. No quedó muy convencido y empezó a hacer algunos llamados. Le llegó la autorización, me dejó pasar, pero sin estar demasiado seguro (risas)”.
Miguel Ángel había esculpido una obra a su medida. Como un artista, supo mezclar a la perfección los colores del paladar negro del hincha rojo, para dibujar una gema muy admirada. Que está instalada, con justicia, en la selecta galería de los grandes cuadros argentinos.