De repente, en medio de un ámbito festivo como el del Juego de las Estrellas del básquet argentino, Rubén Magnano llamó a los jugadores de su equipo y los agrupó para decirles unas palabras antes del partido. Todos, en silencio, escucharon al maestro de la Generación Dorada. “Muchachos, ganar no es lo más importante”, arrancó, serio, para cerrar con una frase que lo pinta de cuerpo entero. “Es lo único”, dijo, mientras contagiaba su media sonrisa al resto de las figuras del evento que se realizó hace algunos meses en Zárate y que lo tuvo a él como protagonista central de un homenaje dorado.
Esa frase resume su pensamiento, su filosofía, la que marcó a fuego a una camada de deportistas tan brillantes como humildes, tan competitivos como divertidos, tan talentosos como generosos, tan voraces como agradables, tan ambicioso como modestos.. Con sus formas, más de un sargento del ejército que de un entrenador de básquet, el cordobés fue el líder de una exigencia que permitió sacarle el jugo a todo el talento que tenía nuestra mítica GD.
Pero ojo que esta generación que volvió a emocionarnos por estos días con este emotivo reencuentro que celebró los 20 años de la mayor hazaña del deporte argentino, es mucho más que un resultado, que un triunfo, que un título, que hasta una medalla de oro… Un equipo que fue un ejemplo para la sociedad, para el deporte nacional y para el básquet mundial.
Para comprender por qué este equipo trascendió todo y se hizo eterno hay que entender un contexto de país y del deporte nacional. Un conjunto que fue un canto a la esperanza, el ejemplo tangible de que se podía ser distinto, que se podía soñar en grande en un momento tan difícil de Argentina. En aquel 2004, un equipo de básquet detuvo y emocionó a un país, mientras todavía estábamos tratando de recuperarnos de una catástrofe económica y social, la del 2001, con dinero robado de los bancos y muertos en las calles. Argentina, otra vez, había tocado fondo y si bien los cuestionamientos eran para la clase política, no podíamos mirar para otro lado. La culpa, también, estaba en cada uno de nosotros. Porque la mayoría buscaba salvarse, sin importar el otro. Los atajos, las trampas, los engaños, los fraudes estaban a la orden del día. Casi como hoy, como si nada nos hubiese enseñado ese puñado de argentinos que fue capaz de dejar atrás lo individual para concentrarse en lo colectivo, que hizo un culto de la disciplina, el profesionalismo y el sacrificio…
Ninguno pensaba en saltarse pasos, en buscar atajos, ni siquiera los más duros. Un equipo que aprendió del sufrimiento de las grandes derrotas, como aquella de la semifinal en el Mundial U22 de Australia 1997 o como aquella, aún peor, en la final del Mundial de Indianápolis 2002. Porque fue un seleccionado que supo que eso era necesario.
Codo a codo, espalda con espalda, 12 guerreros y un maestro. 12 soldados que aceptaron ser enseñados, corregidos y dirigidos. Que aceptaron debilidades y derrotas, que se hicieron más fuertes en la adversidad, que fueron más fuertes colectivamente que lo que indicaba la suma de las partes. Tipos rebeldes que empujaron y empujaron. Y así corrieron los límites de lo posible. Y de lo esperado.
En el 2002 fueron caballos salvajes que shockearon al mundo con un estilo desfachatado y, entre otras cosas, pusieron de rodillas a un imperio, en su casa y por primera vez desde que sus superestrellas NBA habían hecho su aparición, 10 años antes. Voraces, se llevaron todo puesto en aquella explosión mundial. Incluso la pared que significó perder la final del mundo de ese torneo. Pero aprendieron. Y, dos años después, bajaron una marcha y encendieron la máquina del oficio. No brillaron tanto, tal vez, pero aprendieron a ganar y tocaron el cielo con las manos en Atenas.
Nunca negociaron el esfuerzo. En cada concentración traían nuevos métodos, nuevos ejercicios, nuevas tendencias. Y las ponían al servicio del equipo. Y se medían entre ellos, además. Porque cada uno, con su ego, quería ser mejor. Y por eso los entrenamientos eran batallas que terminaban con cientos de roces, discusiones, heridos y hasta peleas. Pero, claro, cuando terminaban y se encontraban en las habitaciones, eran los mismos de siempre, los amigos del barrio que empezaron este sueño con una mano atrás y otra adelante. Ginóbili no era Ginóbili, era Manu, el Narigón. Y Scola era Luifa. Y así todos. Eran todos soldados del mismo ejército, más allá de que hubiese rangos y niveles de juego distintos.
Cada año, sin importar lo que pasara (lesiones, cansancios, hijos, malos momentos), se renovaba el deseo desbordante de juntarse, de encontrarse, de desafiarse, de ir por más, siempre por más. Porque la mentalidad, la ambición y la competitividad de este equipo no fueron normales. Excedieron, incluso, a sus talentos en la cancha.
Tantas cosas nos enseñaron. Como primer medida, que se podía funcionar colectivamente, que no todo era “lo mío”, el sálvese quien pueda que domina en nuestra sociedad… La Generación Dorada fue, en realidad, una Generación de Valores en la que el país podía mirarse y decir “che, es posible”. Ese ejemplo nos daban estos héroes, a cada paso, en cada torneo, en cada partido, en cada triunfo, en cada derrota, en cada declaración. Palabras y hechos, siempre alineados. Por eso se metieron en el bolsillo -y en el corazón- a propios y extraños.
Es verdad que, si nos atrevemos a comparar a un equipo con un país, hay que decir que es mucho más fácil funcionar tan armoniosamente entre 15 personas que entre 40 millones, pero al menos ellos nos regalaron un ejemplo, un camino, una forma de ser y comportarse. Luego, claro, siempre dependerá de nosotros, de cada uno, si se quiere seguir ese camino o no. Pero la idea, el juntos mejor que separados, llegó en aquel momento de crisis y, al menos, nos invitó a la ilusión. Por eso aquel equipo fue tan especial y trascendió el básquet, el deporte… La GD es un mito, una idea aspiracional, casi como ponernos un bar en la playa y ser felices para siempre.
La GD fue un antes y un después en muchos sentidos y distintos lugares de este mundo. Sirvió de mojón para nuestra sociedad, para el deporte argentino y hasta para otras potencias que nos miraron con admiración. Fue un mojón para otros seleccionados nacionales y, a la vez, para muchos del exterior. Hasta los máximos referentes de Estados Unidos, desde el DT Mike Krzyzewski hasta LeBron James y Kobe Bryant, admitieron cómo los golpes que le dio Argentina, más por las formas que por el resultado, fueron un click en la forma de encarar la formación de los equipos, las preparaciones y hasta el estilo de juego. “Para vencer a ese equipo, debías vencer a su espíritu”, le dijo coach K a su asistente cuando vio el mítico pogo previo al partido que la GD ensayaba antes de la salida a la cancha para automotivarse y amedrentar rivales…
El básquet argentino, salvo entre 1947 y 1954, nunca fue potencia. Ni cerca. Y durante 15 años lo fue, con hazañas y resultados enormes -dos medallas olímpicas y un subcampeonato mundial, entre otros- pero sobre todo con unas formas inolvidables, logrando así instaurarse como una verdadera escuela para el resto.
Lo hizo con cientos de carencias. Todo sin tener un biotipo de ciudadano alto y corpulento fundamental para este deporte, sin tener la raza predominante del básquet, sin nacionalizar jugadores, sin una infraestructura acorde, sin un presupuesto económico importante y sin una camada dirigencial que estuviera a la altura.
Un verdadero milagro que merece un estudio de la sociología y hasta de la ciencia. Ellos lo hicieron. Por eso no sorprende esta fiebre olímpica, 20 años después. Ni lo que pasó esta noche en el Parque Roca, por qué las 15.000 entradas se agotaron en días y miles lo siguieron, por TV, a lo largo del país. Estos campeones olímpicos nos enseñaron algo que más allá, que trasciende títulos, medallas y triunfos. Una cualidad que los hará eternos.