Puedo cerrar los ojos y ver nuevamente su sonrisa en ese Cosmos del dolor que fue su vida. Fue hace exactamente 48 años; era un miércoles húmedo de sol impiadoso. El barrio, La Paternal, lucía un esplendor infinito con las ropitas colgadas en las terrazas bajas y se advertía en sus balcones la gracia infinita de malvones, rosas y jazmines.
No puede ser que aquel chiquito de 16, debutante en primera, de largos rulos negros, músculos esculpidos, sonrisa esperanzada, mirada destellante, vocecita angelical y magia única, sea hoy un mito de inacabables historias. Lo recuerdo como el hijo a quien su madre, Doña Tota lo despidió diciéndole que rezaría por él luego de un beso interminable en la puerta de la casa de Fiorito. Y que el padre, Don Diego, pidió salir antes del trabajo y llegó unos minutos antes que comenzara el partido ante Talleres de Córdoba.
Desde la platea, mis compañeros de El Gráfico y yo –que sólo habíamos ido para verlo debutar- mirábamos el banco esperando que el técnico Jorge Montes señalara su ingreso. Ese día, además, el club le había entregado a sus padres las llaves del departamento de la calle Argerich 2746. Estos dos hechos marcarían los hitos iniciales de la nueva vida de Diego Armando Maradona.
Desde aquella tarde del 20 de octubre de 1976 hasta su retiro como jugador en 1997, Diego fue la estrella máxima del fútbol mundial, el mejor jugador de todos los tiempos; una pesada “cruz” que lo colmó de alegrías sin que él se quedara con algo de felicidad. Era ese chico que vimos comenzar tirándole un caño a Cabrera quien nos mostraría el espejo de su espejo y la anchura de su medida cual anticipo de su incomparable magia. Era el Diego de la primera piel. Era el Diego con el aroma inicial de un rosal en apogeo; los rulos negros revueltos, las piernas aceradas, la carita pícara, las respuestas atrevidas y los sueños anchos, sin línea final.
Era el Diego inicial, el de los deseos y las ilusiones: un adolescente puro, por entonces más hijo que padre, más compañero que líder; orgulloso del barro, del cielo de chapas, de las carencias y de aquel bondi impaciente que no lo esperaba huyendo tras el humo negro de su motor agonizante.
Ese chico debutó un día como hoy de hace 48 años. Yo estuve allí. Y no fue casual. La historia es simple y fue así:
Su mejor amigo de la infancia se llamaba Jorge... Jorge Cyterszpiler. Había padecido poliomielitis y su hermano Juan Eduardo jugaba en la inferiores de Argentinos, era una gran promesa de esa inagotable fuente de talentos que es Argentinos. Jorge no se perdía ningún entrenamiento de su hermano. Pero éste falleció de cáncer a los 16 años y tras esa tragedia familiar el “renguito” desapareció del club.
Sin embargo, cuando transcurría 1974 mucha gente de Argentinos lo iba a ver para sacarlo de la depresión y sólo pudieron convencerlo para que regresara cuando le hablaron de un pibe que la rompía en la 9ª División y se llamaba Diego Armando Maradona, “el chiquito que hacía jueguito durante los entretiempos y tenía la pelota sobre sus pies haciendo malabares durante 10 minutos, ¿te acordas?”. Fue así que Jorge volvió al club, le dieron el cargo de “una especie”de coordinador, se acercó mucho a Diego, se hizo amigo, después “gomía” (el grado superior de la amistad) y por último, su manager.
Algunos viernes Diego solía quedarse a dormir en la casa de los Cyterszpiler de la calle San Blas; sobre todo cuando la 9ª División jugaba muy temprano los sábados. Se entretenían con el “Scrabble” o “El Estanciero” y hasta se daban el lujo de ver televisión.
Ese renguito amigo de trágico final -se suicidó una tarde de mayo del 2017– lo trajo una tarde a conocer la redacción de El Gráfico. Y su amor por Diego lo convirtió en un martirio bendito para nosotros: quería que El Gráfico lo reporteara, cubriera los partidos de Los Cebollitas, le hiciera reportajes y lo sacara en la tapa.
Por cierto que fuimos a verlo jugar cuando actuaba en la 7ª y su magia fue tan subyugante que por primera vez en su centenaria historia El Gráfico le dedicó un espacio a un jugador de divisiones inferiores, tal era su talento. A su vez Jorge asumiría un compromiso “a fuego” con nosotros pues se comprometía a decirnos antes que a nadie cuándo debutaría Diego en la Primera División.
Fue así que cuando pasó de 7ª a 5ª y jugó cuatro partidos, Jorge nos llamó pero para advertirnos que lo de Diego sería de un momento a otro, en cualquier próximo partido. En tal sentido hubo una “falsa alarma” pues en 1975, un año antes de su debut oficial, Diego soñó con que jugaría su primer partido en Primera División la noche del 14 de agosto a los 14 años. En tal oportunidad Argentinos enfrentaría a River –que estaba en los umbrales de un título después de 18 años de frustraciones– en el estadio de Vélez. Los jugadores profesionales llevaban a cabo una irreductible huelga por el reconocimiento del Convenio Colectivo de Trabajo que finalmente lograron; pero ese partido lo jugarían juveniles. Diego aspiraba a ser convocado pero su técnico Francisco Campana no lo citó. Es así que en tan histórico encuentro en el cual River ganó con el gol de Rubén Norberto Bruno y salió por fin campeón, Maradona fue un alcanzapelotas y se ubicó detrás de un arco donde se hallaba el entrañable y recordado conductor Juan Alberto Badía haciendo notas para el Canal 13.
Debimos esperar 14 meses para que Jorge nos confidenciara que Jorge Montes le había anticipado ese lunes algo que aún no sabía Diego y era que si lo veía bien en la práctica “de mañana”, debutaría el miércoles contra Talleres en La Paternal.
En la redacción de la revista apuramos el cierre de lo que técnicamente se llamaba el “primer pliego”; eran 32 páginas con notas atemporales y vigentes que se integrarían a las otras 40 con la actualidad del fin de semana.
Cerca de las dos de la tarde arrancamos en dos remises Héctor Vega Onesime –que sería el cronista del partido-, Humberto Speranza –inolvidable fotógrafo-, Osvaldo Ricardo Orcasitas (O.R.O) -a quien tanto extrañamos-, Antonio Prieto, Juan Carlos Mena y Gustavo Cherquis (hoy periodista de DirecTV).
Aquella tarde de miércoles era calurosa y húmeda. Los vecinos del barrio se sentían invadidos. Veredas, umbrales, cordones… Todo estaba intrusado hasta la sombra bajo los árboles, esperando la hora de poder ingresar a la cancha. Se advertía en las calles cercanas a los fatigados hinchas de Talleres que descansaban su largo viaje en ómnibus. Eran muchos, más de mil y dejaban su incesante canto de aliento junto a botellas abandonadas ya sin el vino del aroma dominante.
Mucho tiempo después, en el 2000, Diego recordaría cada instante de aquel día. Fue en “La Pradera” donde se recuperaba de aquel colapso de salud que puso en jaque su vida en Punta del Este cuando se esfumaba Diciembre del 99′. Ahora, en La Habana, disfrutando de aquel ámbito de paz, silencio y familia nos sentamos a grabar su testimonio durante muchos días para el libro autobiográfico “Yo soy el Diego de la gente” (Planeta). Y evocando aquel debut del que se cumplen hoy 48 años, nos dijo por momentos emocionado, en otros eufórico y siempre con tono feliz: “En la práctica del martes se me acercó el técnico, que era Jorge Montes, y me dijo: ‘Mire pibe que mañana va a ir al banco de Primera’. A mí no me salían las palabras, entonces le dije: “¿Qué? ¿Cómo...?”. Y él me lo repitió: “Sí, va a ir al banco de Primera… Y prepárese bien porque usted va a entrar. Entonces agarré, desde ahí mismo, desde Comunicaciones donde nos entrenábamos, me fui corriendo con el corazón en la boca para contarles a mis viejos. Y claro le conté a la Tota y te imaginás… A los dos segundos ya lo sabía todo Fiorito”.
“Justo para ese día, Argentinos me había empezado a alquilar un departamento en la calle Argerich 2746 en Villa del Parque. Pero todavía teníamos las cosas en Fiorito. Además allá estaba “Mama Dora”, mi abuela que no quería saber nada de mudarse. Así que por ahí pasaban todos, mi primo Beto, mi primo Raúl; todos pasaban por la casa de Villa Fiorito para saber si jugaba o no. Claro ellos me iban a ver hasta las inferiores, siempre y cuando tuvieran plata para el colectivo. La cosa que cuando le conté a mi primo Beto, el que más quise y más quiero se largó a llorar… Pero se largó a llorar de una manera que no lo podíamos parar. En ese momento yo me di cuenta de que estaba por pasarme algo grande al otro día. Y también y justo al otro día un miércoles mi viejo laburaba, así que no podía estar en eso que tanto habíamos soñado juntos. Entonces me preparé para ir a la cancha solo”.
“En realidad, podría haber debutado un mes antes pero me mandé una… Resulta que en un partido de Tercera contra Vélez el árbitro había sido realmente un desastre. Cuando terminó el partido me acerqué y le dije así tranquilamente: “Juez, usted es un fenómeno, tendría que dirigir partidos internacionales”, cuando me miró mientras íbamos a los vestuarios le dije: “Sos un desastre”. Me dieron cinco fechas por la cabeza y eso atrasó mi debut”.
“Cuando llegó el gran día, miércoles 20 de octubre de 1976, hacía un calor bárbaro. O eso sentía yo, por lo menos. Me puse la camisa blanca y el pantalón de corderoy turquesa con la botamanga ancha, el único que tenía. ¿Qué iba a hacer? ¡No había otro! Se hablaba de los premios y todo eso, entonces pensaba: “Bueno, en este partido al suplente le toca algo y si entro, un poco más”. Hacía cuentas: por ahí, me compro otro pantalón o algo, perdimos, je, pero igual fue todo muy lindo”.
“La mañana del debut cuando me despedí, mi vieja me acompañó hasta la puerta: “Voy a rezar por vos hijo”, me dijo; mi viejo pidió permiso para salir antes del laburo para poder irme a ver. Antes de entrar a la cancha me avisaron que mi viejo había llegado a tiempo. Lo primero que me impactó fue ver a la hinchada de Talleres, había cordobeses por todos lados”.
“Nosotros, los jugadores de Argentinos nos juntamos antes del partido a comer en Jonte y Boyacá. Fue el clásico bife con puré con la charla técnica de Montes como postre, todo ahí, después cruzamos caminando hasta la cancha entre la gente. ¡No nos conocía nadie! Los cordobeses tenían un equipazo, Ludueña, Ocaño, Luis Galván, Oviedo, Valencia, Bravo... Nosotros no teníamos tantas figuras, la verdad nos tendrían que haber echo 18 goles. Yo entré por Giacobetti en el segundo tiempo con el 16 en la espalda y la camiseta roja cruzada por una banda blanca ¡como me gustaba esa camiseta! Era como la de River… pero al revés, je”.
“Los cordobeses nos estaban dando un toque bárbaro y a los 27 minutos el Hacha Ludueña hizo un golazo. Antes del final del primer tiempo Montes, que estaba en la otra punta del banco, giró la cabeza hacia mí y me clavó la mirada, como preguntándome ¿se anima? Yo le mantuve la mirada fija y esa, creo, fue mi respuesta. Enseguida empecé con el calentamiento y en el arranque del segundo tiempo entré”.
“En el borde de la cancha, Montes me dijo: “Vaya Diego juegue como usted sabe… y si se puede tire un caño”. Le hice caso: recibí la pelota de espaldas a mi marcador, que era Juan Domingo Patricio Cabrera, le amagué y le tiré la pelota entre las piernas; pasó limpita y enseguida escuché el oooole… de la gente, como si fuera una bienvenida. Entre los chicos me había acostumbrado a que me cagaran a patadas pero en ese primer partido aprendí rapidito que tenía que saltar justo. Lo gambeteas al marcador, saltas la patada y seguís con la pelota; si no aprendes eso a la tercera patada ya no podés seguir”.
“Perdí el primer partido, sí, pero arrancaba con Argentinos una larga historia, hermosa, inolvidable siempre digo que futbolísticamente toqué el cielo con las manos pues sabía que se iniciaba algo importante, algo grandioso en mi vida…”.
Aquel Diego de emociones virginales comenzaba a ser el padre de sus padres, de sus hermanos, de sus sobrinos; el jefe de la orgullosa familia.
Sería también el líder de sus compañeros y el paradigma de sus colegas; una celebridad mundial que alternaría con reyes, príncipes, jeques, primeros ministros, papas, presidentes.
Aquella mañana del 20 de octubre de 1976 cuando su madre Doña Tota lo despidió en la puerta diciéndole que rezaría por él, estaba lejos de sospechar que su hijo se multiplicaría en muchos Diegos uniendo en su universo controversial lo abyecto y lo sublime.
Sí, puedo cerrar los ojos y recordarlo todo. Volver a ver aquella frescura sin haber imaginado que hoy su evocación son solo palabras sin sentido como un reflejo de su reflejo. Qué dolor tan grande recordar estos hechos de su vida sin haberlo podido acompañar hasta el paso final hacia su muerte…
Archivo: Maximiliano Roldán