Maradona temía manchar su póster. Sentía que ponía en juego la corona, el respeto, parte del cariño del hincha. Todo podía pasar en la noche del Centenario. Ese Uruguay-Argentina significaba clasificarse al Mundial 2010 con él como entrenador o el vacío más profundo. El destino ya le había regalado una ficha unos días antes. En el partido con Perú, en el Monumental, durante un rato Argentina se había quedado sin pasajes a Sudáfrica. El empate, después del primer gol del Pipita Higuaín que casi nadie recuerda, lo dejaba afuera. En ese instante de película, en medio de una lluvia despiadada que nadie sufrió porque el pánico era más fuerte, apareció Palermo para un festejo de gol que fue la tapa de su libro. Diego se tiró a chapotear en el agua como un chico feliz. Ahora había que replicar esa épica de visitante. Fue un partido donde el talento y la imaginación quedaron rehenes de los nervios. El miedo a perder algo grande es demoledor. Recién a los 39 minutos del segundo tiempo, de una jugada sucia, imperfecta, llegó la primera liberación.
Pelota parada sobre la derecha, en el callejón del volante derecho en tres cuartos del campo rival. Messi con el cuerpo engañó con un posible centro, pero buscó a Verón unos metros a su izquierda. La Bruja, sin marcas cercanas, controló y sacó un derechazo. El rechazo fallido de un rival le dejó la pelota servida a Mario Bolatti. El 5 del Huracán de Cappa, un héroe hoy semi olvidado, la paró y, rápido para la resolución, la metió con cara interna. El grito perforó el silencio del mítico estadio. Diego desató su euforia al costado del banco. Al final se cayó después de abrazar a Marito Di Stéfano, el histórico utilero. Bilardo, camuflado dentro de su capucha negra, lo festejó desde el túnel. Dio indicaciones, pidió cambios. Quería ayudar aunque casi no pudiera...
Los dos veían el abismo detrás de un posible fracaso. Aun cuando Bilardo, en su rol de manager, el día de la presentación había pedido más palos del periodismo. Esa tarde acusó a la crítica de estar “muy flu”, que puede subtitularse como light. Él buscaba emular la previa de México 86, cuando lo quisieron derrocar. Quería un enemigo, que apareció con el máximo protagonismo ese 14 de octubre de 2009. Con otras palabras, se trató de una dedicatoria tipo la del vestuario después de ganarle 3-2 a Alemania, la que quedó inmortalizada en la película Héroes. Aunque esta vez no se habló de panqueques. De hecho todavía nadie se había dado vuelta... Las cartas se destaparon cuando terminó el partido, con el desahogo del deber cumplido. Maradona y Bilardo habían llegado a ese día un tanto distanciados, con internas filtradas a los diarios. Pero escaparle a la muerte futbolística los unió otra vez.
El Cabezón Lemme, histórico ladero de los dos, iba festejando con Diego en un costado de la cancha cuando vio que llegaba Carlos. Tal vez sin querer, con el tiempo avaló todo lo que se decía. Él lo agarró del hombro a Bilardo, lo empujó hacia Diego y les gritó con cariño: “Ustedes dos no pueden estar peleados”. El viejo entrenador campeón del mundo entonces agarró a su 10, a su capitán. Lo abrazó, saltó, vibró. Y lloró como pocas veces en su vida. “Que hablen giladas, pedazos de putos”, lanzó Carlos, con los ojos desorbitados. Si él quería tirar el avión después de perder con Camerún en Italia 90, ni pensar qué hubiera hecho si Argentina ni siquiera se clasificaba a una Copa del Mundo. Y ahí, temblando por la emoción y la rabia, escupió Diego: “Que la chupen ahora. ¡Que la chupen!”.
Hay varios Maradona. Aunque todos coinciden en la voracidad de sus días. No fue casualidad que cuando cumplió 40 años él mismo dijera que eran como 70. Su vida fue como andar en una Ferrari sin tocar nunca el freno. No iba a variar como entrenador de la Selección. El ciclo se había iniciado un año antes de esa noche en Montevideo. Cuando por fin parecía el momento de Bianchi, llegó Diego. Tal vez el único que lo esperaba hasta que surgió esa idea de Grondona hablando con sus hijos Julio y Humberto. Hasta se podría decir que él lo olfateó en el avión de regreso de Alemania 2006. Estaba lúcido, impecable físicamente. Era el que se disfrutaba en La Noche del Diez, su programa en Canal 13. Allí, en ese avión de regreso, aceptó una entrevista con Olé.
Alrededor de las 5 de la mañana, mientras los otros pasajeros pedían silencio, Maradona decía que no quería ver más las fotos de los Batistuta o Mascherano llorando las eliminaciones de los Mundiales. Allí lanzó esa frase que tanto le dolió al Pato Abbondanzieri: “Mis arqueros salen quebrados”. Una vez terminada la charla, los enviados del diario nos fuimos a la otra punta, donde descansan las azafatas, a escribir. De golpe se corrió la cortina y apareció. “Los estaba buscando. Quiero que agreguen en la nota que estoy con el Turquito Mohamed para lo que necesite”, se puso a disposición del DT al que se le había muerto Faryd, su hijo de 9 años, en un accidente de tránsito. Después de una foto para el recuerdo, Diego se despidió de un modo especial. “Si necesitan algo más, el capitán de la Selección, y quizás el futuro técnico, los ayuda”, dijo con una mirada pícara. Y desapareció. Dos años después, lo llamaron para reemplazar al Coco Basile. “Ganarle a Bianchi es como noquear a Tyson o Monzón”, lanzó después del primer encuentro con Don Julio. A Bianchi, según el mismísimo entorno grondonista, le cobraron “haberle dicho tres veces que no” a la Selección. “Quieren a Maradona, ahí lo tienen”, dicen que susurró el presidente de AFA.
Desde el inicio fue todo muy Diego. Nostalgia, emoción, polémica, peleas, frases cruzadas. El contrapunto siempre pareció un combustible para él. Ya el día uno hubo problemas con los ayudantes. El dato simpático de la foto oficial fue que Bilardo, como no tenía un saco, se puso el de Omar Souto, el histórico administrativo de la Selección, el que rastreó a Messi en la guía telefónica para hablar con su papá. Y ocurrió que, puro vértigo como es, después de la charla con los medios, se fue apurado y Souto no podía entrar a su casa porque las llaves habían quedado en el bolsillo del traje... La parte más fuerte, en tanto, apuntó a que quedaron a un costado en el predio Checho Batista y el Tata Brown, los primeros designados, porque el Diez ya quería a otros. Pese a su derroche de personalidad, Diego era un tanto influenciable. Algunas voces susurran en off que incidió en su cambio de frente intempestivo una charla con Alejandro Mancuso, que volvió de un viaje y fue derecho a verlo a su casa en el barrio de El Trébol.
Había encontrado un refugio de felicidad en el Showbol, el fútbol 5 donde la pelota no se iba nunca. Se juntaba a entrenar los martes a la noche en Mataderos. Comía asado, se movía como jugador y se sentía Maradona otra vez. Allí podían aparecer Ruggeri, el Negro Gamboa, Almeyda, Nacho González, Calderón y tantos otros ex jugadores. Solían estar todos adentro, cuando en la puerta de la casa de “Mancu” se hacía todo un movimiento de autos, de pronto se liberaba el garage y entraba Diego en su Mini Cooper azul. Generó una relación entrañable con el ex número 5 de Vélez y Boca. Entonces, Maradona lo quería como ladero. Era su hombre de confianza en esos tiempos. Pasó a preferir ayudantes y no potenciales entrenadores... Entonces, pidió por él y por Ruggeri. Hasta amenazó con renunciar si no llegaban. Grondona aceptó a Mancuso, se sumó el Negro Enrique, pero descartó siempre al Cabezón. Llamarlo por el apellido siempre fue una forma de ponerlo lejos.
Todo el camino fue sin frenar ni en las curvas. “Tenemos un Rolls Royce lleno de tierrra, hay que limpiarlo”, avisó Diego antes del debut en Escocia. Pretendía cambiarles la cabeza a los jugadores, algunos perseguidos por el rumor impiadoso de que no habían respaldado a morir a Basile. “Yo pasé del Infierno al Paraíso. ¡¿Cómo no van a poder ustedes?!”, arengó en la primera práctica en frío de Glasgow. “Les saqué el miedo a perder”, levantó la apuesta después del 1-0.
Su primer once fue Juan Pablo Carrizo; Zanetti, Demichelis, Heinze, Papa; Maxi Rodríguez, Mascherano, Gago, Jonás Gutiérrez; Lavezzi y Tevez. Ese debut internacional lo vivió con sensaciones extrañas. Feliz por el inicio pero paralizado por el miedo. Antes del partido había recibido un llamado desde España de Gianinna, angustiada, porque sufría pérdidas y tenía miedo por su embarazo de Benjamín. Finalmente todo salió bien, pero un padre sufre aún más el sufrimiento de un hijo. El Kun dejó la concentración y se tomó un avión inmediatamente. “Estoy muerto en vida. Tengo mucho miedo”, confesó Diego antes de una práctica en la intimidad del lobby del hotel.
Desde ese día todos sus días parecieron durar más de 24 horas. La cinta de capitán que le sacó a Zanetti y le dio a Mascherano antes de tiempo, porque él aún no se sentía preparado. El conflicto con Riquelme, que no le atendía el teléfono después de unas declaraciones de Diego y terminó con su salida de la Selección después de una tapa de Olé. La Selección local y los más de 100 jugadores convocados. Los cambios de arqueros de un partido a otro. El viaje a una clínica a Europa que se intentó disfrazar de gira para tachar jugadores de la lista. La limpieza en el equipo que perdió con Paraguay. El ataque a la cancha de River para ir a jugar con Brasil con los leones cerca en la cancha de Rosario Central, aunque al final resultó un 1-3 demoledor... Antes y después, Bilardo aparecía en las fotos, pero no en su película. Para completar el combo, todo salía en los medios. Un reality show antes de que aparecieran los reality show en televisión.
Diego y Carlos toda la vida tuvieron una vida de matrimonio en crisis. Amor u odio. El mejor de todos o le tiro con Menotti. Era un Doctor, lógicamente, con la guardia baja en esas Eliminatorias. Ya estaba un poco más grande. Podía entrar en la habitación de Messi-Agüero sonámbulo y provocar el susto con carcajada de ellos, según cuenta la leyenda. El miedo a que Bilardo fuera el DT suplente si algo le ocurría también sembró la desconfianza, aun cuando él quería que brillara Maradona. Tanto se lo alejaba, que alguna vez se festejó cerca del propio cuerpo técnico el título de un diario que decía “El Doctor Pintado”.
Así se llegó a esa noche que definía el futuro de sus vidas. Y el desahogo con rabia. Maradona iba escupiendo su venganza a cada paso. En el césped de la cancha, en los pasillos del vestuario, hasta llegar a la famosa conferencia de prensa y al “la tenés adentro” con destinatario puntual. Diego arrancó casi en un monólogo, con el hilo de voz que le quedaba y el rencor escapando por la boca. Una exposición vulgar que, con el tiempo, por ser el beneficio de ser Maradona, se tomó con más gracia que enojo. Así su frase se hizo historia. “Agradecerles de todo corazón a la gente argentina. Solamente a ellos, que se cruzaron el charco y estuvieron pendientes de la Selección. Hay un sector que no se lo merece y ellos lo saben bien. Está todo bien, muchachos, pero yo tengo memoria. Y ahora voy a recordar más que nunca. Para los que no creyeron en esta Selección, para los que me trataron como una basura, estamos en el Mundial. Yo soy blanco o negro. Gris, no voy a ser en mi vida. Para los que no creyeron, con perdón de las damas... Que la chupen. Que la sigan chupando”.