Su figura espigada emergió del túnel. Las miradas del estadio Monumental, todas en él. Con su paso cansino, recorrió los escasos metros que lo separaban del banco de suplentes. 12 de octubre 1974, amistoso entre Argentina y España. Nadie podía suponer que estaba asistiendo a un hecho decisivo y fundacional de la selección argentina. Vestido con una camisa blanca, corbata oscura y saco a cuadros, César Luis Menotti comenzaba su ciclo como entrenador y ya nada sería igual. Levantaba el telón de una historia que iba durar ocho años. Dejaba atrás décadas de improvisaciones, renovando el aire de la celeste y blanca.
El Flaco. Fue fiel a ese sentimiento que lo unió a la pelota hasta sus últimas horas. Eso fue lo que pregonó: el cuidado del balón, del espectáculo, y de sus muchachos, a quienes quiso, primero como hermanos menores y luego como hijos. Esa impronta futbolera, natural, con equipos de una enorme voracidad ofensiva. Lo había plasmado en el Huracán del ‘73, hecho a su medida, como un traje confeccionado por el mejor sastre. Así llegó a la Selección y se plantó desde un primer momento, para ser respetado. No solo por una cuestión personal, sino porque sabía que se podía lograr el milagro de un fútbol argentino organizado, que hasta sus más acérrimos detractores, no podrán dejar de reconocer.
Luego del fracaso en Alemania ‘74, los dirigentes entendieron que no podían seguir derrochando tiempo y buenos jugadores, perdidos en los laberintos de la desorganización. El presidente la AFA era David Braccuto, quien había ostentado ese cargo en Huracán un año antes, en el legendario equipo que logró ser campeón Metropolitano, sacándole brillo al designio de las tres G: ganar, gustar y golear. Menotti era el técnico y, como consecuencia lógica (aunque era una palabra casi abandonada para el fútbol local de esos tiempos) le ofreció ser el DT de la selección, tras la renuncia de Vlasdialo Cap, post Copa del Mundo. El Flaco tomó el desafío, dejando en claro que lo más importante era que se aceptaran sus condiciones de trabajo, las cuales fueron respetadas, logrando una pátina de reorganización y seriedad. El equipo nacional pasó a ser una prioridad y para los futbolistas, un orgullo ser convocados y no una carga pesada, como ocurría hasta poco tiempo antes. Más allá de cualquier éxito deportivo, allí estuvo la principal huella de Menotti.
La primera lista la dio el 30 de septiembre de 1974 con 18 jugadores: 3 de Boca, 6 de Huracán, 1 de River y 8 de Independiente. Dos días más tarde, los Rojos se clasificaron para la final de la Libertadores, en esa saludable costumbre que tenía el Rey de Copas de estar siempre en las grandes definiciones. Fue una alegría para el fútbol argentino, pero una complicación para el entrenador. Eran tiempos de una Libertadores más bohemia y artesanal, donde las fechas se iban estableciendo sobre la marcha. Por eso se determinaron las de las finales contra el Sao Paulo para el 12 y 16 de octubre, reservando el 19 para un hipotético desempate.
Menotti desafectó a los hombres de Independiente (Carlos Gay, Eduardo Commisso, Miguel Ángel López, Francisco Sa, Miguel Raimondo, Daniel Bertoni, Ricardo Bochini, Agustín Balbuena) y en sus lugares llamó a Roberto Rogel, Vicente Pernía, Roberto Mouzo, Alberto Tarantini y Marcelo Trobbiani (Boca Juniors), Jorge Paolino (Racing) y Edgardo Di Meola (River Plate). En los días previos al match, convocó a Juan Taverna de Banfield, quien venía de protagonizar la tarde récord del fútbol doméstico el domingo 6, marcando 7 tantos en la descomunal goleada de Banfield ante Puerto Comercial de Bahía Blanca por 13 a 1.
El predio de la AFA ni siquiera era un sueño. La Selección era un grupo errante que iba entrenando de club en club. A ese barco a la deriva se subió Menotti, sabiendo que la única opción era tomar el timón con firmeza. Realizó algunas prácticas en Ferro Carril Oeste y otras en Racing, tratando de inculcar sus conceptos en el escaso tiempo disponible. El plantel quedó concentrado en un hotel de diagonal sur a la espera del debut y de los convocados, solo uno quedó afuera. Ese fue Juan José López, como antesala de la extensa serie de desencuentros entre él y el técnico, que se irían incrementando con el paso de los años.
No hubo una gran expectativa. Los antecedentes no eran demasiados propicios y ni siquiera el cálido viento de esperanza que traen los cambios, alentó al público, que apenas llegó a completar la mitad del Monumental. Si hubo, en demasía, presencia del Estado, sobre todo del Ministerio de Bienestar Social, a cargo de José López Rega, en pleno ascenso a intentar quedarse con todo el poder, a tres meses de la muerte del General Perón y en los primeros tiempos de su esposa y sucesora, María Estela Martínez.
Una muestra de ello fue la televisación del partido. Desde fines de julio, los tres canales que eran privados (9, 11 y 13), pasaron abruptamente a la órbita estatal, con clara ascendencia del ministro, apodado el Brujo. Necesitaba en forma incesante dar a conocer sus influencias y por ello determinó que el cotejo se viese por dos canales en simultáneo. El fútbol solía emitirse por el 7, con los relatos de Oscar Gañete Blasco, los comentarios de Enrique Macaya Márquez y la colaboración de Mauro Viale. Para el evento, se sumó el 11, con Humberto Biondi y Horacio Aiello, quien hace 50 años hacía el intento de sumar a la mujer a la pantalla cuando había partidos, utilizando la muletilla “a la derecha de la pantalla señora”.
Con la copa Hispanidad en juego, los equipos salieron a la cancha. España, ausente en Alemania ‘74, tenía jugadores con mayor rodaje que los argentinos a nivel selección y era dirigido por una leyenda como Ladislao Kubala. Los primeros once que designó Menotti en su ciclo fueron: Rubén Sánchez; Vicente Pernía, Jorge Paolino, Roberto Rogel y Jorge Carrascosa; Miguel Brindisi, Francisco Russo, Carlos Babington; René Houseman, Edgardo Di Meola y Enzo Ferrero.
La selección nacional fue mejor en los 45 minutos iniciales, por la habilidad de sus punteros, a despecho del bajo nivel del departamento creativo que configuraban Brindisi y Babington. Para el complemento, con los ingresos de Trobbiani y Potente, Menotti buscó ser más agresivo, pero las acciones se emparejaron, sobre todo desde que Pirri, el excelente medio español, se hizo dueño de la pelota. Parecía que la tarde moriría en un bostezo futbolero sin goles, hasta que el propio Pirri abrió la cuenta a los 82 minutos. Tan solo 60 segundos más tarde, llegó el empate por intermedio de Roberto Rogel, que así lo evocó para Infobae: “En el vestuario hablé con Di Meola, que era nuestro centro delantero y le dije: ‘cuando veas que yo quito y me mando al ataque, preparate. Te la voy a pasar y voy a picar para el otro lado de donde creen todos, así se hace el hueco y llego al área’. Vi la oportunidad y me mandé. Además, teníamos que ir en busca del empate. Robé y pasé al ataque. Se la di a Di Meola, quien se abrió sobre la derecha y mandó el centro. Le di de cabeza, pero la pelota rebotó en el ángulo que forman poste y travesaño. Había sido tan fuerte, que el arquero no pudo hacer nada y el rebote cayó en el punto penal. Ahí salté más arriba que todos, desparramé a algunos rivales (risas) y metí otro cabezazo que se convirtió en el empate que festejamos mucho. En mi caso particular, era un sueño enorme hacer un gol con esa camiseta”.
No hubo ningún resquicio para más emociones y el 1-1 quedó sellado. Los medios de la época resaltaron algunos aspectos de la Selección, sobre todo el hecho de no ser superados físicamente por su par europeo, cuando ese era siempre un punto candente. En el diálogo con la prensa, Menotti estaba conforme, en líneas generales, apuntando más a un futuro promisorio que ese presente complejo. Dejó varias frases, pero sobre todo una sentencia para destacar, por su cariz premonitorio: “El día que comprendamos que debemos jugar en permanente movilidad y no nos moleste que tengamos siempre el marcador encima, podremos hacer valer nuestra mayor capacidad para el toque. Y no tendremos la obligación de transportar tanto la pelota por temor a entregársela a un compañero que viene con un rival pegado”. Esa fue una de las aristas donde más hizo hincapié en la recta final hacia el Mundial ‘78, convenciendo a sus muchachos que podían hacer la diferencia.
Quedó un recuerdo más de Roberto Rogel. Palabra autorizada, porque había sido convocado en algunas ocasiones anteriores y empezó a vislumbrar un cambio, desde aquel partido fundacional de hace 50 años: “En marzo de 1970 teníamos que jugar contra Brasil, en Porto Alegre, unos meses después de habernos quedado afuera del mundial. Pizzuti era el entrenador y nos reunió apenas unos días antes en el hotel internacional de Ezeiza. Fuimos solos, nadie nos acompañó. Íbamos al matadero. Sin embargo, le ganamos 2-0 al equipo que luego fue campeón del mundo en México ‘70. Así era la realidad de la Selección, cosa que cambió completamente a partir de ese debut de Menotti. Porque se creó una mentalidad de organización que le hizo muy bien a nuestro fútbol”.
El Flaco estuvo al frente, también, de los dos partidos que restaban en el calendario de la Selección en la temporada ‘74. Le ganó a Chile en Santiago 2-0 e igualó en un tanto en Buenos Aires, ambos cotejos correspondientes a la Copa Dittborn. El detalle poco recordado, es que continuó siendo, en paralelo, el entrenador de Huracán, cargo que abandonó al concluir el año.
Ese hombre flaco y espigado, como un Quijote futbolero, sin Sancho ni molestos molinos de viento. Creyó siempre en sus ideas, las que defendió hasta la obstinación, profundamente convencido. Como aquel postulado que plantó al momento de asumir. La selección tenía que ser la prioridad y debía comenzar a prestar atención al interior, para nutrirse de esos valores que pocos miraban. Cuatro años más tarde, nuevamente ataviado con camisa blanca, pero con corbata azul y saco al tono, en ese mismo banco de suplentes local del estadio Monumental, sintió dos cosas íntimas. Tocar el cielo con las manos y que el fútbol argentino le daba unas gracias eternas.