La imagen es un emblema de la historia del fútbol argentino. La foto, en blanco y negro, retrata un momento extraordinario que está cumpliendo sus primeros 100 años. En primer plano, un hombre de saco oscuro con finas rayas blancas, luce una boina en su cabeza y está aferrado a uno de los postes del arco. Aunque su atuendo lo desmienta, es el árbitro del partido. Su vista, como la de todos, se clava en esa pelota, que adivinamos de un marrón gastado, bien pesada, a punto de traspasar la línea de meta. En el piso, un defensor uruguayo, en el infructuoso intento del rechazo final, levanta un poco de tierra, arrojado sobre la raya de cal, al tiempo que un futbolista argentino, parado a su lado, presiente el desenlace. Como fondo, las rebosantes tribunas del estadio de Sportivo Barracas, con su flamante alambrado para contener a la multitud. En un segundo plano, se recorta la figura de Cesáreo Onzari, el delantero que, unos segundos antes, ejecutó ese córner que acaba de ingresar en el arco de los celestes, y también en la leyenda, porque aquella tarde del 2 de octubre de 1924, se convalidó por primera vez un gol desde el tiro de esquina, y ya nada sería igual.
Iban poco más de 10 minutos, cuando el arquero visitante Mazzali mandó la pelota al córner. Allí fue Onzari, puntero de Huracán, a ejecutarlo, desde la izquierda, con la pierna derecha. El balón hizo una extraña curva en el aire, se cerró en forma repentina e ingresó en la valla sin que nadie la tocara en el camino. La mayoría de los presentes allí, tanto público como jugadores, supusieron que se iba a reanudar el juego con saque de meta. Sin embargo, el árbitro uruguayo Ricardo Vallarino convalidó el gol, para la sorpresa generalizada.
Apenas unas semanas antes, la International Board, dando curso a un pedido de la Asociación Escocesa, había aprobado el cambio, por lo que se permitía que los tiros de esquina se ejecutasen directamente, pudiéndose marcar goles de esa manera. La notificación estaba en poder de las distintas asociaciones, pero muchos desconocían de su reglamentación. Uno de los pocos debidamente informados, era el juez que no dudó un instante en convalidar el tanto. Debido a que Uruguay era el reciente ganador de la medalla dorada en los juegos de París, desde ese momento, a esa conquista se la conoce como gol olímpico.
Cesáreo Onzari era un extremo de Huracán, que se destacaba por su habilidad y velocidad, aunque no solo actuaba pegado a la raya, como se estilaba en esos tiempos, sino que también era temible con las diagonales. Desde aquella tarde, adquirió fama internacional, dejando el sello de una jugada para todos los tiempos. Tanto es así, que, durante muchos años, cada vez que se concretaba un gol con esa modalidad se decía “un gol como el de Onzari a los olímpicos”. Como era lógico suponer, la extensión de la frase era incómoda y se la redujo a gol olímpico, tal como la conocemos en la actualidad.
En principio ese iba a ser uno de los tantos amistosos que disputaron los clásicos rivales del Río de la Plata en las primeras décadas del siglo pasado, pero este se fue llenando de condimentos, hasta hacerlo único e irrepetible. La selección uruguaya venía de ganar la medalla dorada en los Juegos Olímpicos de París, que la hizo colocarse en la cima del fútbol mundial. A su regreso, se organizaron dos partidos, uno en Montevideo y otro en Buenos Aires, que tendría como sede la cancha de Sportivo Barracas, sita en los cruces de Luzuriaga y Tomás de Iriarte, donde actualmente está emplazado el parque Pereyra. Era un estadio moderno para la época, donde incluso, ese mismo año, combatió Luis Ángel Firpo. La selección actuó allí hasta 1932, diez años antes de su demolición.
El primero tuvo lugar el 21 de septiembre y finalizó igualado en un tanto en el Parque Central. La revancha se programó para una semana más tarde. La expectativa superó todas las previsiones y al momento de comenzar, había mucho público dentro del campo de juego, que se ubicó allí, al estar rebasada la capacidad y porque no existía alambrado para delimitar. Esto se hacía por medio de una cadena, que apenas se levantaba unos 30 centímetros del suelo. Las crónicas de época sitúan a más de 50.000 personas presentes allí. Uno de ellos fue Ernesto Duchini, quien sería un destacado futbolista de Chacarita Juniors, pero, sobre todo, un experto descubridor de valores juveniles. Así evocaba aquella tarde: “En Sportivo Barracas se jugaban todos los partidos internacionales y ese día estaba repleto. El problema fue que la gente invadió el campo y el cotejo debió suspenderse”.
Pese a las condiciones anormales, el árbitro dio la orden de comenzar, pero tan solo cuatro minutos más tarde debió detener las acciones. Agustín P. Justo, por entonces ministro de Guerra y ocho años más tarde, presidente de la Nación, estaba presente e intentó ordenar la situación, pero el caos se declaró, no solo por la invasión, sino porque hubo agresiones y desmanes, que llevaron a los uruguayos a tener que refugiarse en el vestuario. Para completar un panorama muy particular, se desató una intensa lluvia, que el público resistió en forma estoica por casi tres horas, esperando una reanudación que nunca llegó.
Se lo postergó por cuatro días y fue allí donde los dirigentes orientales, dejaron claras sus exigencias para que la continuación tuviera condiciones acordes, que constaban de varios puntos. Uno de ellas era la colocación de un alambrado perimetral, para evitar más momentos de zozobra. Sus pares argentinos se pusieron a trabajar y, de ese modo, el 2 de octubre estuvo lista la obra, que desde ese momento se conoció como “alambrado olímpico”, por tener como visitantes a los campeones de los juegos.
Tenaz y entusiasmado, Ernesto Duchini regresó a Sportivo Barracas para ver el gran choque, que se había suspendido: “La segunda vez llegué varias horas antes de que empezara el partido y me ubiqué muy bien, justo detrás del arco donde Onzari hizo el gol. Como hasta ese momento no se cobraban las conquistas directas desde el córner, fue una enorme sorpresa para todos. Más allá de la anécdota, fue un gol importantísimo para el fútbol argentino, porque permitió que la selección le ganara al campeón olímpico y que se nos considerara, desde ese momento, entre los mejores del mundo”.
Como se estilaba por aquellos tiempos, un árbitro argentino dirigía el clásico en tierras uruguayas y viceversa. El oriental Ricardo Vallarino dio la orden y comenzó el match ante casi 40.000 espectadores, que observaron una violencia excesiva, que se vio reflejada en la fractura que el delantero Pedro Cea le produjo a Adolfo Celi, zaguero de Newell’s. Eran tiempos donde los cambios no estaban permitidos, pero ante una instancia así, los visitantes aceptaron el ingreso de un futbolista, que fue Ludovico Bidoglio, de Boca Juniors, quien tuvo un largo recorrido con la camiseta celeste y blanca.
Uruguay alcanzó el empate por intermedio de Cea, pero Argentina logró el 2-1 definitivo con la conquista de Domingo Tarasconi, potente delantero Xeneize, uno de los más grandes goleadores de aquellos años, quien quedaría inmortalizado en la voz de Carlos Gardel, en el tango “Patadura”, donde se realzaban a algunos cracks de la época: “Hacer como Tarasca de media cancha un gol”. Para Onzari no fue una jornada felizmente completa: a cuatro minutos del epílogo, fue lesionado por José Andrade, lo que devino en la suspensión el encuentro, ya que el público reprobó la violencia del juego de los visitantes, lanzando todo tipo de proyectiles al campo de juego.
Pero hubo más condimentos, aún, en aquella histórica tarde, porque se dio la primera transmisión con características radiales en forma directa, a través de LOR radio argentina, una emisora que estaba al aire desde 1920. Un radioaficionado, llamado Horacio Martínez Seeber, siguió las alternativas del cotejo, ubicado en una construcción que estaba instalada sobre el techo del vestuario visitante. Su tarea fue bastante particular, ya que hizo una especie de relato con las acciones del encuentro, pero sin mencionar los apellidos de los futbolistas, sino haciendo referencia a los distintos sectores del campo de juego por donde se daban las maniobras. En los días previos, en los diarios de mayor circulación, se habían publicado unos avisos donde estaba detallado el terreno, dividido en partes, para que los oyentes tuviesen una mayor noción a partir de la narración. Martínez Seeber era un gran conocedor en la materia y poseía la licencia oficial de radioaficionado número 1. Esa tarde, instaló tres micrófonos: uno para él, otro para Atilio Casime, cronista del diario Crítica, que hizo los comentarios, y el restante para tomar el ambiente del público.
Han pasado 100 años, y en el devenir del fútbol, hemos visto muchos goles olímpicos, en una de las acciones del fútbol que requiere de mayor precisión y astucia. Quien hubiese pensando en aquella soleada tarde porteña de 1924, que allí se estaba levantando el telón de una historia maravillosa. Y en el centenario, debemos repartir las gracias: a Cesáreo Onzari por tan fantástica pegada, al árbitro, por estar al tanto de las novedades reglamentarias, sin whatsapp ni redes sociales y al certero fotógrafo, perfectamente ubicado, que no dudó en disparar su cámara en ese instante, que se convirtió en eterno.