La arboleda frondosa y el silencio, apenas interrumpido por algún pájaro que nos deja su canto. Ese paraíso perdido para quienes habitamos en las grandes ciudades, donde la calma y el sosiego parecen ser cartas del mazo de otros. La casa de Juan Bava, allá en la zona Norte, alejada de los ruidos, que enmarca una vida tranquila, ajena a esos estruendos de cuando era uno de los árbitros más destacados de nuestro fútbol. Nos encontramos en una escenografía ideal para la charla que dejó muchas historias impactantes de aquellos tiempos.
La primera nos remontó más de 40 años, para situarnos en el domingo 20 de noviembre de 1983, cuando se dio una circunstancia muy particular en la cancha de Temperley, a pocas fechas del final del torneo, en el que Bava fue, involuntariamente, el actor principal: “Era un partido casi decisivo para las aspiraciones de Temperley de mantenerse en Primera y recibía a Huracán. Las barras eran amigas y comieron juntas un asado al mediodía, un rato antes de arrancar. Todos los presentes tenían ganas que ganasen los locales (risas), pero la pelota no quería entrar: pegaba en el poste, el travesaño, se iba por un centímetro afuera, etcétera. Faltando pocos minutos, se desató un diluvio impresionante, a tal punto que prácticamente no veíamos nada dentro del terreno de juego. De pronto, se escapó un delantero visitante por una punta, tiró el centro al área y yo, que venía corriendo siguiendo la jugada, me patiné porque el suelo era todo barro, la pelota me pegó y se metió en el arco. Increíble. Fue un gol que no vio nadie, porque las dos hinchadas estaban juntas y guarecidas en la otra punta. Cuando detectaron que había cobrado el gol, empezó a moverse el alambrado sin parar. Terminó el partido con el triunfo de Huracán 2-1 y cuando llegué, como pude, al vestuario, vi que habían colgado una soga como para ahorcarme. Salimos por una puerta lateral, y los patrulleros que nos tenían que llevar a los árbitros hasta la comisaría, terminaron chocando. Pudimos seguir en uno de los dos y eran como mil personas que nos seguían. Uno que venía con nosotros era el comisario que dijo: ‘No vayamos a nuestra seccional que no vamos a estar seguros, sigamos hasta la de Lanús’ (risas). Mi auto lo había dejado en puerta de la casa de Juan Carlos Loustau, en la zona de Temperley. La barra lo sabía y quería prenderlo fuego, pero no sabían cuál era. Pichi salió a la puerta y preguntó quién era el que mandaba del grupo y uno se identificó. Lo metió en su casa, cerró con la llave y le dijo: ‘Acá me tenés que matar. Sacalos a todos ya mismo y no quemen nada, porque vamos en cana los dos’. Y logró el objetivo en medio de un lío infernal que determinó un paro de árbitros”.
La vida tranquila de Juan, rodeado de los caballos, otra de sus grandes pasiones, en medio de un hábitat envidiable. A la hora de hablar de los inicios en el tema arbitraje, la mayoría transita alguno de los dos extremos: una vocación definida desde siempre o un arribo por casualidad. Bava se anota en este último listado: “No tenía ninguna vocación, al contrario. Yo jugaba mucho al fútbol, estuve en las Divisiones Inferiores de Atlanta y era zaguero central, por lo que mi pelea con los árbitros era permanente (risas). En un momento, mi hermana se puso de novia con Juan Bozo, que era juez en Primera División y a partir de una relación comercial (yo tenía fábrica de calzado) él me convenció para hacer el curso. A los pocos meses ya me quería ir (risas). El primer partido que me dieron fue para hacer juez de línea en la cancha de Tigre, en un partido de la Reserva, donde había una sola persona, que se la pasó insultándome. Tenía la decisión tomada de dejar, pero justo nos ascendieron con Juan Carlos Loustau para ser asistentes en Primera División, categoría a la que llegamos como principales en seis años”.
Con el devenir de la década del ‘80, el fútbol colombiano fue creciendo en su rendimiento, pero en simultáneo, también lo hacía la violencia, que se fue metiendo de lleno en el deporte. En mayo del ‘89, Juan Bava atravesó por un momento límite: “Estábamos en Medellín para la semifinal de la Copa Libertadores entre Atlético Nacional y Danubio de Uruguay, donde yo era juez de línea y Carlos Espósito el árbitro principal. Eran más de las once de la noche del día anterior y nos entraron a la habitación del hotel, partiendo la puerta de un golpe e ingresaron varios, todos armados hasta con ametralladoras. Eran como cinco o seis, con uno que los dirigía, que era el que portaba el maletín con la plata. De pronto lo puso sobre una mesa y lo abrió: ‘Esto es para ustedes’. Estaba repleto de dólares, no tengo idea cuánto había ahí adentro, pero jamás vi tanto dinero junto, que por supuesto rechazamos. Entonces dijo: ‘Nacional tiene que ganar y ustedes tienen un precio: uno acá, otro en Argentina y un tercero detrás de la cortina de hierro, pero ustedes son boleta. Hagan lo que quieran, ésta es la orden’. Se fueron. Dos semanas antes habían matado a un presidente en un avión con más de 100 personas. Eran bravos de verdad. A las seis de la mañana lo veo a Espósito, que estaba sin dormir. ‘No sé qué hacer’ me comentó a lo que le respondí: ‘Yo sí sée lo que tengo que hacer. Si a los 30 del segundo tiempo éstos no hacen un gol, lo meto yo de cabeza’ (risas). Tenía dos hijos para criar en Buenos Aires. Cuando llegamos al vestuario, el jefe del operativo nos comentó que tenía como 40 motos para custodiarnos, a lo que le contesté: ‘Pero no se haga problemas, esto va a ser una fiesta’ (risas). Atlético Nacional, terminó ganando por goleada, porque era más equipo y luego fue campeón”.
En noviembre de 1990 le tocó nuevamente protagonizar un hecho que no tenía antecedentes en el fútbol argentino. Era una tarde de mucho calor, que denunciaba la cercanía del verano y que se iba a poner aún más caliente con lo que ocurrió en Liniers: “Cuando llegué al vestuario me vino a ver Lelo García, que era el canchero de Velez y me dijo: ‘Te voy a dejar solo cinco pelotas y cierro la utilería, porque cada vez que se va una a la tribuna, se las roban’. Yo nunca fui de darle demasiada bola al reglamento, donde estaba especificado que tenían que ser ocho. Tuvimos la mala suerte que, a los 40 minutos, ya habían caído las cinco en las populares y cuando miré a asistente deportivo, me hizo el gesto que efectivamente, no tenía más. Ruggeri se me acercó para seguir jugando porque se iban a enfriar y le contesté: ‘Sos un fenómeno. Si no hay pelotas, con que querés jugar’ (risas). De pronto, de la tribuna de San Lorenzo, mandaron una, pero abierta por un cuchillo y ahí me calenté y suspendí el partido. En cuanto entré al vestuario, empezaron a devolverlas y el jefe del operativo policial vino a convencerme para seguir, diciéndome que tenía 40.000 espectadores a lo que contesté: ‘Es un problema suyo. Además, si no puede controlar a cinco estúpidos que se las robaron, tiene que dejar la profesión’ (risas). Se juntaron todos los dirigentes y de pronto uno me avisó que estaba Grondona en el teléfono, que fue clarito: ‘Escuchame Bava, si no volvés, te echo’. Le respondí que no hacía falta, me iba solo. Me fui para mi casa y en las radios me daban con todo. Mi esposa trabajaba en la compañía de Plácido Domingo, con quien somos compadres. Ese día ella estaba con una soprano que había venido para actuar en el Colón y yo tenía que llevarla. Fuimos para el hotel a buscar a esta cantante y en la habitación sonó el teléfono. Era Plácido desde España que quería hablar conmigo: ‘¿Qué pasa Juanillo que en Argentina no hay pelotas?’ (risas)”.
Si hubo un personaje destacado del fútbol con el que Juan Bava tuvo cruces en forma permanente, ese fue Daniel Passarella, ya sea como jugador o entrenador. La historia tuvo su capítulo inicial en el primer Superclásico oficial que le tocó dirigir, en febrero de 1989: “Se me fue el silbato, no tiene otra explicación. Era un tiro libre para River desde bastante lejos, en un tiempo donde, en esa jugada, el árbitro iba a la línea del fuera de juego y el asistente al fondo del campo. En cuanto pateó, pensé que se iba afuera, pero la metió en el ángulo y yo había hecho sonar el pito. Daniel se acercó: ‘¿Qué cobraste?’, a lo que le respondí: ‘Offside’. Me miró y dijo: ‘Estás loco’. Terminó con 99 goles en Argentina en su carrera y ese debió ser el 100. A partir de ahí, me pasaba de todo con él. Unos meses más tarde, me tocó la tercera final de la Liguilla River – Boca en cancha de Velez y yo había visto las dos anteriores, donde les hicieron la vida imposible a Calabria y Loustau. Entonces los llamé a mi vestuario a los dos capitanes (Passarella y Marangoni) con los técnicos (Merlo y Aimar) para indicarles que no iba a permitir nada de lo que habían hecho en los partidos anteriores y a la primera, echaba al que hiciera algo. Iba todo bien, con River ganando, hasta que Graciani le dio un golpe en la cara a Serrizuela y Daniel salió corriendo para protestarme, pero cuando me vio, se dio vuelta, encaró al juez de línea y le dijo de todo. No me quedó otra que expulsarlo. Y de técnico la seguimos y en cuanto podía, declaraba ‘Bava es hincha de Boca’ (risas).
También tuvo una vinculación con altos y bajos con Diego Armando Maradona: “Era como una relación de amor – odio permanente. Lo dirigí muy joven, en su primera época en Boca y luego, en su etapa de entrenador, lo expulsé dos veces: una en Mandiyú y la otra en Racing, que fue increíble. Él no había estado en toda la semana con el plantel y apareció el domingo para dirigir. Me gritaba de todo: ‘Cobrá una para nosotros’ era lo mínimo, pero yo le hacía el gesto para que se callara y bastante lo aguanté, hasta que vi cuando le tiró agua al juez de línea, que me levantó la bandera y no tuve más opción que rajarlo (risas). Durante el Mundial de Italia profundizamos el trato y me quedó grabado cuando me comentó que le tenían que abrir las jugueterías a las tres de la mañana para llevar a las hijas, porque en otro momento le era imposible por la gente. En 2001 tuve el gusto que me llamase para que fuera uno de los árbitros de su partido homenaje. Otra historia increíble fue en la Copa del Mundo del ‘90, cuando viajé para ver el torneo y Julio Grondona me consiguió un lugar para estar. El día del partido con Brasil, temprano a la mañana, me pidió que lo acompañara a la concentración en Trigoria y allí presencié cuando le dijo a Bilardo: ‘Yo sé que Diego no vino a dormir. Si lo ponés y perdemos, te mando en cana’, a lo que Carlos respondió: Va a jugar’. Con el tobillo destrozado, hizo esa jugada maravillosa que terminó en el gol de Caniggia, en un partido que debimos perder 30 a 1 (risas)”.
Las anécdotas que siguen brotando, mientras detrás de los grandes ventanales se dibuja este invierno tan pleno, con un hogar a leña crepitante para empatar el frío que se adivina más allá de los cristales. Los recuerdo ahora se detienen en 1992, en aquel torneo apertura que significó el fin del maleficio de Boca, tras 11 años sin títulos locales: “A pocas fechas del final estaba puntero e invicto y recibió a Independiente, que iba ganando 1 a 0, cuando cobré un penal, que en realidad fue un penalcito, porque apenas le pegó en la mano a la Vieja Reinoso y nadie lo había visto en toda la cancha. Islas vino corriendo desde el arco desperado: ‘¿Cobraste penal?’ y le respondí: ‘Sí, una macana, pero ya lo cobré' (risas). Me acerqué a José Luis Villarreal, que era el encargo de patearlo: ‘Villita, tiralo afuera por favor’. Me miró serio: ‘¡Qué lo voy a tirar afuera! Lo meto con pelota y todo’. Tomó carrera y la mandó a la segunda bandeja, entonces Islas volvió a venir corriendo: ‘Nos salvamos, Juan’ (risas).
“El árbitro debe ser como un psicólogo dentro de la cancha”, subraya Bava, porque no a todos los jugadores se los puede tratar de la misma manera. Me manejaba mucho con la personalidad y los iba hablando, algo que ahora sería imposible porque te leen los labios. Una cosa era Giunta y otra, Marangoni, lo mismo con Passarella o Carlos Enrique. Algunos eran más complicados que otros, pero yo sabía llevarlos bastante bien. Había varios que eran muy correctos y te ayudaban, como Juan Simón, Miguel Brindisi y el propio Diego. Una vez me tocó un Boca contra Velez en la Bombonera, donde ya venían con pica desde hacía dos años, cuando lo habían expulsado a Maradona. Desde el arranque se mataron a patadas, fue una guerra y se dio una situación increíble: Omar Jorge, defensor de Velez, le cometió una falta a Ricardo Gareca dentro del área y cobré el penal, pero nadie se dio cuenta. Jorge la puso en el suelo, reanudó y yo también salí corriendo detrás de la pelota”.
En tantos años de recorrido con el arbitraje, Juan Bava tuvo la oportunidad de estar al frente de todos los clásicos del fútbol argentino, donde también le fueron quedando las más variadas vivencias: “Tuve la suerte de poder dirigir muchos clásicos, algunos bastante picantes. El más complicado era el de Tucumán, porque una vez se agarraron las dos hinchadas y fue muy complicado todo lo que pasó ahí. También se puso feo un par de veces el de Rosario por los incidentes. Con el de La Plata me ocurrió una situación muy particular, porque era el primero luego del ascenso de Gimnasia, en septiembre del ‘85. Tiraron el alambrado y el campo de juego, a los costados, se llenó gente, pero decidí jugarlo igual, pese a que el comisario a cargo del operativo me dijo que en esas condiciones era imposible, le di para adelante igual”.
Por más que esté dentro de la cancha para decretar la justicia, dentro del árbitro sigue latiendo la pasión y el amor por el fútbol, que le permite degustar a los cracks desde cerca: “De los jugadores que dirigí, el que más me impactó, obviamente, fue Maradona, pero también el Beto Alonso, Ricardo Bochini y el Bichi Borghi, que era un fenómeno, alguien distinto”.
Los días de Juan pasan con tranquilidad, en esta casa que parece estar hecha a su medida, rodeado de vegetación y caballos, también afines a su hija más chica, que se destaca en la disciplina de salto. El fútbol no pasa por ser una de sus prioridades: “No veo mucho, porque me da bronca lo que pasa con los árbitros argentinos, que muchas veces están como a la deriva, atados, nada que ver con lo que ocurría en mi época. De la camada actual puedo rescatar a Facundo Tello, pero de los últimos años, sin dudas que el mejor de todos fue Patricio Loustau. El VAR al principio no me gustaba, porque siempre pensé que el error formaba parte del fútbol, pero creo que va a terminar siendo algo positivo”.
La calidez de la charla se extendió hasta el momento del saludo final. El agradecimiento fue, no solo por abrirnos las puertas de su hogar, sino de un cofre de anécdotas increíbles y bien pasionales, como les gustan a todos los futboleros.