Allí estaba él. Firme, como tantas otras veces. No podía faltar y, pese a algunas dificultades por la edad, dijo presente y se sentó en la platea del Nuevo Gasómetro junto a su nieto. A sus ochenta y pico, luciendo el gorrito desteñido, pero fiel de mil batallas, ese hombre representaba a todos los hinchas de San Lorenzo. Cuando el árbitro pitó el final en la legendaria noche del 13 de agosto de 2014, levantó los brazos y por su cabeza pasó a modo de ráfaga, su película azulgrana, con el trío de Farro, Pontoni y Martino, los goles de Sanfilippo, los Carasucias, los Matadores y muchos más. Hombre duro y de llorar poco, se permitió las lágrimas por tercera vez en su vida por el Ciclón. Las anteriores, habían sido de dolor, con el cierre del estadio de Avenida La Plata y el ominoso descenso. Ahora, eran de emoción. Para el también, al igual que a todo el pueblo de San Lorenzo, había llegado el momento del dulce fin del maleficio: ser campeones de la Copa Libertadores.
“Esa imagen nos va a quedar de por vida”. La sentencia de Néstor Ortigoza encierra una inmensa realidad. Después de haber igualado en uno la primera final en Asunción contra Nacional de Paraguay, había confianza para la revancha como local, pero los arcos estaban invictos, hasta que llegó el momento del penal. Las dudas se disiparon porque allí estaba uno de los mejores especialistas en la materia en la era contemporánea, aunque para él hubo uno aún más complejo: “Ese no fue el penal que más tensión me generó antes de ejecutarlo. El que más nervioso me puso en mi vida fue el que metí contra Instituto por la promoción para no descender. Ahí sí que pateé una pelota de fuego”.
Y allí también radicaba otro secreto de aquel equipo, que en dos años exactos pasó de la desesperante pelea por no perder la categoría, cuando parecía muy probable repetir el lacerante camino del ‘81, al éxtasis de ser el mejor de América. Y fue a lo San Lorenzo, con ese sufrimiento que parece adherido a su ADN, peleando cada partido, cada centímetro de pasto, para abrazarse a la leyenda. Una clasificación agónica y al límite en la fase de grupos, dos eliminaciones sucesivas a grandes candidatos brasileños, el alivio de una semifinal tranquila con Bolívar y la definición contra Nacional de Paraguay, rival inesperado, de escasos pergaminos, para tan batallador como los Cuervos, con el gol de Néstor Ortigoza, que ya es un poster eterno.
La clasificación a esa edición de la Copa Libertadores la había obtenido en diciembre de 2013, al consagrarse campeón del torneo Inicial, con Juan Antonio Pizzi como entrenador. En diálogo con Infobae, así recordó aquel momento Marcelo Tinelli, por entonces vicepresidente del club que presidía Matías Lammens: “Festejamos el título con una comida, junto a los dirigentes y el propio Pizzi. Nos fuimos a llevarle la copa al Papa al Vaticano y estando en Europa nos enteramos que Juan había iniciado charlas con el Valencia, cosa que nos sorprendió mucho, porque no pensábamos que se podía ir. Cuando quedó confirmado que se volvía para España, tomamos la decisión de contactar al Patón Bauza, sabiendo que era la persona indicada para ese momento. Lo llamé a Quito y enseguida mostró su felicidad por la propuesta. Se puso las pilas como nadie, sabiendo que para todos los hinchas de San Lorenzo la Copa era lo más importante”.
Bauza ya conocía lo que era ser campeón de América, porque lo había logrado con Liga de Quito en 2008. El Patón no solo aportó su sabiduría futbolera, sino una calma en los momentos más críticos, que resultó fundamental para el logro final. Luego de ganarla, manifestó su pensamiento sobre el plantel: “Mi principal contribución fue entender lo que era este grupo de jugadores, entrar rápidamente en confianza con ellos para decirles mi diagnóstico del equipo y generar la creencia inmediata de parte de ellos para empezar a trabajar. Esos fueron los pilares fundamentales, mi mejor granito de arena en este asunto”.
Parecía un sueño inalcanzable. Los más memoriosos hablaban de las semifinales perdidas: La del ‘60 guiados por la voracidad goleadora de Sanfilippo, la del ‘73, todavía con los vestigios del gran equipo bicampeón de la temporada anterior o la más cercana del ‘88, ya con el Bambino como entrenador. Todo era parte del pasado y la historia se ponía en su lugar, cuando San Lorenzo agregó su nombre en la base de ese trofeo que había sido tan esquivo.
Desde el arranque la historia estaba complicada, con un grupo parejo. Comenzó perdiendo 2-0 en Brasil ante Botafogo y se recuperó en el debut como local frente Independiente del Valle, ganando por la mínima. Las dudas comenzaron a asomar con el empate en el Bajo Flores con Unión Española, que luego lo venció en Chile 1-0, en el inicio de las revanchas. El Ciclón viajó a Quito sabiendo que no podía perder y rescató una igualdad. Había llegado la jornada final, donde debía ganarle a Botafogo, para superarlo en las posiciones y esperar lo que ocurriría en Chile.
El primer paso ya estaba dado, con el pasaporte a los octavos de final, pero las varas comenzaban a estar cada vez más altas. Allí lo esperaba nada menos que Gremio, que había sido uno de los mejores en la fase de grupos. Fue triunfo como local en la ida 1-0 y derrota por el mismo score en Porto Alegre, que desembocó en los penales, donde iba a comenzar a agigantarse la figura de un arquero de perfil bajo y enormes reflejos. Sebastián Torrico contuvo los remates de Barcos y Rodríguez y metió al Ciclón en los cuartos de final.
Torrico había sido parte de la comitiva que visitó al Papa a fines de 2013, donde le quedaron grabados un par de momentos conmovedores: “No sé si refería a la Copa Libertadores, pero en esa audiencia nos dijo: ‘Vamos por otro milagro’. Pensándolo bien y sabiendo lo que significa San Lorenzo para él, es muy probable que haya sido por eso. Yo había llevado un par de guantes y cuando los vio, me preguntó: ‘¿Querés que te los bendiga y te los quedás?’, a lo que le respondí que eran un regalo para él. “Entonces me los guardo en mi museo deportivo”. Cada vez que recuerdo ese momento, me vuelve la emoción”. Estar en los cuartos de final era un paso muy importante, de cara a una ilusión que crecía en cada corazón azulgrana, sintiendo que los planetas, por una vez, podían alinearse. También eso percibía Tinelli: “Yo sentía que era el año en que íbamos a ganar la Copa. Me tenía muchísima fe, incluso después del primer partido del torneo que perdimos con Botafogo en Brasil”.
En el horizonte asomaba otro brasileño con chapa de candidato: Cruzeiro. Como era una costumbre, el Ciclón sufrió mucho como local y nuevamente se impuso por la mínima con un tanto convertido por Gentiletti. En la revancha, un nuevo golazo de Ignacio Piatti, apenas comenzado el cotejo, trajo la tranquilidad para poder manejar el desarrollo, de un equipo que tenía todo muy claro, más allá del empate que llegó sobre el final, como lo comentó el Patón Bauza: “Cuando eliminamos a Cruzeiro en Belo Horizonte me dije: ‘Este equipo está para campeón’. Ese día me deslumbró la personalidad, porque jugamos contra el puntero del Brasileirao, el principal candidato a ganar la Copa Libertadores y San Lorenzo se la bancó en una cancha dificilísima, jugó con una actitud tremenda y me demostró que podía llegar a lo máximo”.
Llegó el paréntesis impuesto por la disputa de la Copa del Mundo en Brasil y diez días más tarde, comenzó la serie semifinal contra Bolívar, que se hacía muy fuerte como local, pero declinaba su nivel fuera de La Paz. San Lorenzo tuvo una excelente noche en el Gasómetro y sacó una ventaja decisiva con la goleada 5-0 con tantos de Más (2), Matos, Mercier y Buffarini. La altura era un tema a la hora de encarar la revancha, pero el Ciclón se plantó con seguridad. Perdió 1-0 y pasó a la tan ansiada final.
El plantel ya estaba maduro y listo para dar el gran golpe, como reconoció el Patón Bauza: “Cuando vos tenés un buen equipo que, además, sabe leer, interpretar y manejar los partidos de 180 minutos con todos los condimentos que pueden intervenir, como la altura, los estadios complicados, la presión de las hinchadas rivales, tenés la primera batalla ganada. Eso se logra con un trabajo diario con los muchachos, en ser claro con los planteos que hay que realizar de local y de visitante. Hay que profundizar los cuidados personales y achicar los errores. Es mentalizar a todos que un mínimo descuido te puede dejar afuera y que el modo de neutralizar eso es con una gran concentración durante el juego. Este San Lorenzo aprendió todo muy rápido y se convirtió en un equipo copero”.
El miércoles 6 fue la primera final en el estadio de los Defensores del Chaco de Asunción. Tan parejo y trabado como se podía esperar, pero siempre un poco mejor San Lorenzo, que abrió el marcador a los 64′ por intermedio de Mauro Matos. Cuando parecía que la victoria estaba en el bolsillo azulgrana, el implacable Roque Santa Cruz, clavó el empate en tiempo de descuento. Una semana más tarde, era la hora de la verdad, con entradas agotadas desde varios días antes y con hinchas en la vigilia desde la víspera. El reporte oficial marcó 44.000 espectadores, pero fueron muchos más lo que estuvieron allí, sabiendo que el tren podía no volver a pasar y que ese era el momento.
Otra vez la gran paridad en el desarrollo del juego, que se quebró a los 35 minutos, cuando el árbitro brasileño Sandro Ricci, marcó el penal para el Ciclón por una mano dentro del área. Fue el único instante de silencio en esa noche pletórica de gritos. Ortigoza tomó carrera desde fuera de la medialuna y cuando llegó al balón, abrió su pie derecho con esa clase aprendida en la universidad del potrero, para colocarla mansamente a la izquierda del arquero, diplomándose por siempre como el héroe de una jornada inolvidable.
El segundo tiempo transcurrió entre la ansiedad del local y la impotencia de los visitantes, hasta que llegó el pitazo final y el viejo sueño se hizo realidad. Los jugadores corrían, festejaban y se abrazaban con todos. El siempre imperturbable Bauza, se permitió por primera vez saltar y gritar. San Lorenzo tenía el trofeo que merecía. Para Tinelli fue un momento tan esperado como especial: “Cuando terminó el partido me largué a llorar mucho, como hacía tiempo no lo hacía y me abracé con mi hijo Francisco. Inmediatamente pensé en mi papá, que siempre me había dicho que los dirigentes se habían equivocado en la edición del ‘60 permitiendo que el desempate con Peñarol se jugara en Montevideo, algo que lo tuvo ofendido toda la vida. Era la gran asignatura pendiente y allí le dije: ‘Lo logré viejo’”.
Los Gauchos de Boedo. Los Forzosos de Almagro. Desde el fondo de su historia, el cuadro creado en homenaje al cura Lorenzo Massa, supo de sacrificio, de pelea, de luchar por cada objetivo. Los durísimos golpes sufridos en menos de dos años, por el cierre del legendario gasómetro de Avenida La Plata y el descenso, no hicieron mella en su espíritu y lo fortalecieron aún más. Superando muchos avatares, de adentro y de afuera, sabía que tenía que ir por ese gran objetivo. El casillero vacío de su gloriosa historia. Y la deuda se pagó aquella noche del 13 de agosto de 2014, cuando el cielo se tiñó de azulgrana y tuvo una nueva estrella.