Pondré algunos ejemplos que lo dicen todo. Te ponés a recorrer el universo de transmisiones que hay en vivo de los Juegos Olímpicos y te cruzás con una pareja de tiradores serbios, de deportistas de más de 40 años, que no habían figurado mejor que séptimos en la prueba individual de pistola de aire de diez metros. Ganan la medalla dorada en el último disparo y terminaron los dos abrazados, llorando, rodando por las zonas cercanas al espacio de tiro. Y no sabés ni quiénes son los tipos, pero entendés la lógica: gente ya veterana, está empezando a pensar en retirarse... Ni siquiera tienen un suceso de diploma en su competencia individual y de golpe ganan la medalla dorada.
Te ponés a espiar por qué en Río una jugadora de bádminton de España sorprendió a todos. ¿España en bádminton? ¿Por encima de China, de Indonesia, de Corea? Efectivamente, fue medalla dorada en Río, después no estuvo en Tokio. ¿Por qué no estuvo en Tokio? Porque se rompió los ligamentos cruzados dos veces y aparece de vuelta en la semifinal. Ahora en París está ganando siete arriba, 10 a 6 va a buscar una pelota. Y ahora se lastima la pierna derecha. Sigue tres puntos, pero se retira y es un mar de llanto. El estadio conmovido por donde lo mires con su rival abrazándola.
Seguís, das vuelta la hoja y te encontrás con que los dos números uno del mundo o dos de los mejores jugadores de historia del golf y del tenis, con cientos de millones de dólares en la cuenta bancaria, lloran desconsoladamente por haber ganado la medalla dorada que no les reporta ni dinero, ni contratos, ni puntos, ni nada. Es lo que pasó con Scottie Scheffler y con Novak Djokovic. Y esta es probablemente la mejor forma de entender qué pasa con los Juegos Olímpicos, qué generan los Juegos Olímpicos. Y a la vez sigue siendo intangible, sobre todo en Argentina, porque en ninguno de los casos es argentino, porque los resultados son magros, porque por suerte pasó lo del Maligno Torres, porque esto nos va a permitir seguir redescubriendo la lógica que tenemos nosotros como sociedad. Y es que ahora un montón de pibes y pibas van a querer practicar BMX, o simplemente tener una bicicleta y hacer una pirueta, que es hacer deporte, y que de eso se trata.
Pero la paradoja es que Argentina no aspira históricamente a ganar más de cinco o seis medallas en los últimos 40 o 50 años. Superar las cinco medallas parece imposible y, sin embargo, los niveles de audiencia del público en todos los aspectos, sea la tele, el cable, las redes sociales y los portales es extraordinario. Y cuando fue Tokio, que pasó algo similar al menos con la tele, yo simplificaba pensando que era la consecuencia de “deporte a cambio de la pandemia”.
Es que cuando llegó Tokio estábamos en plena ola de COVID-19 y la verdad es que la mayoría de los argentinos estábamos atornillados a ver cuántos enfermos y cuántos muertos había por día. Si pintaba una nueva vacuna, si volvía Aerolíneas con la vacuna rusa, si llegaba la Pfizer y de golpe descubrimos que valía la pena mirar lucha grecorromana, tenis de mesa o gimnasia rítmica.
La gran mayoría de los deportistas del mundo, los más importantes, están acá. Entendamos que hay tipos que ganaron la competencia de tiro al plato fallando un plato en 50. En la final de arquería te encontrás con que se enfrentan un coreano y un norteamericano, llegan a la última instancia del último set. Estaban empatados y empatan el último set con tres diez cada uno. Tres tiros perfectos. Que el diez, entiéndanlo, es clavar la flecha en un circulo chiquitito a 70 metros, y van al desempate. Pero empatan en diez también. No hay error. Donde mires, donde busques, no hay error.
Pasa la gimnasia artística y te encontrás con que un chico filipino al que le había ido muy mal en los últimos Jjuegos, gana dos doradas en los individuales. Un chico que se llama Carlos Yulo. Ya no es el mainstream, ya no es Simone Biles, no son los rusos que están prohibidos. Son banderitas marginales, por decirlo de una manera. ¿Por qué? Porque estos 20 días olímpicos, del primero al último, todos los países que participan, que son más de 200, tienen alguna ilusión, tiene alguna expectativa, aunque sean falsas, aunque sean relativas, aunque sean fantasiosas. Son expectativas porque tienen atletas compitiendo.
Vas a la equitación. Palacio Versalles. No importa si salta bien o mal cuando vos tenés semejante entorno. Vas a la prueba de ciclismo en ruta, en la que gana el belga Remco Evenepoel las dos doradas. El tipo se baja y parece que está pensando más en la viralización que en la medalla. Apenas cruza la meta, toma la bicicleta, la pone delante de sí, levanta los brazos y sabe que la foto que va a salir en todo el planeta es la del ganador campeón con la Torre Eiffel atrás en la llegada de Trocadero. Más allá de lo de París inclusive, no tiene error un Juego Olímpico .
Más allá de las polémicas de la ceremonia inaugural, que para mí tuvo ribetes absolutamente extraordinarios. Con todo lo difícil que es hacer una ceremonia inaugural, que no sea un plomo con tres horas de desfile de delegaciones donde solo nos importan las nuestras, básicamente, y alguna figura. Más allá del tema de la cuestión de género, que es algo que hay que discutir, que estaría bueno profundizar y no banalizar... Un Juego Olímpico sigue siendo algo distinto. Y la síntesis no está en París. Estuvo en Tokio. No podíamos cruzar de Córdoba a Santiago del Estero, pero ciudadanos de 205 países del mundo podían ir a un Juego Olímpico.