La muerte, aunque esperada, es más cruel cuando se concreta. El Flaco Menotti dejará de ser un par de nombres y se convertirá en leyenda. Será la leyenda del técnico que cambió el orden en la vida de la selección argentina desde 1974 en adelante. También será la leyenda de quien tratando de atrapar la fina línea de la finitud, que es cuando ya no se puede fingir, dijo que el más grande de la historia había sido Pelé.
Es imposible transitar la vida de una leyenda con un solo soplo de emoción. Evoco el tiempo pasado y recuerdo cómo nos conocimos. Fue en septiembre del 63 y él jugaba en Rosario Central. Su metro noventa y cinco, su melena rubia, sus rasgos finos y una pegada mortal lo convertían en un actor atractivo para hablar de los cracks de la nueva generación. Nos sentamos a tomar un café en el Hotel Riviera, yo le preguntaba por Jim Lopes, que era su excéntrico técnico, y él me respondía con párrafos textuales dichos por Lisandro de la Torre. Luego le preguntaba por el Gitano Juárez, el líder del vestuario de su club, y él me contestaba fragmentos del último discurso de Luciano Molinas. De la Torre y Molinas eran prestigiosos militantes del partido Demócrata Progresista, uno como parlamentario y el otro como ex gobernador de la provincia de Santa Fe. Y si hiciera falta rematar, la recomendación de una lectura para él inevitable: El hombre mediocre, de José Ingenieros.
No era todo intelectual, pues me invitó a pernoctar en Rosario, lo que me valió una sanción disciplinaria, para ir a escuchar esa noche al joven bandoneonista rosarino Néstor Marconi, sobre quien el Flaco decía que tocaba mejor que Troilo. Hasta que luego, cuando vino a jugar a Boca Juniors en Buenos Aires, conoció a Pichuco en el Caño 14 donde morigeró su opinión: “Marconi se aproxima bastante a Troilo, pero el Polaco Goyeneche es inigualable”. Así fue hasta los ochenta, alternando el fútbol con la literatura, la música y el arte, tratando de explicar y de entender en los tiempos futuros que los hechos de destreza, de talento y de estética se unen en un punto. Tal vez eso explique su amistad y admiración con Fito Páez, Baglietto, Troilo, Serrat, Sabina y el Cigala.
Fue una figura reconocida y prestigiosa en todo el universo futbolístico. Había que ir con Menotti a Europa, pues ya retirado como entrenador y escribiendo para la DPA no había estadio donde ingresáramos para la Eurocopa de 1988 que no se rindiera a sus pies y que no fuera requerido por decenas de periodistas de todo el mundo para que diera cuanto menos tres o cuatro conceptos que abrían debate y reflexión. Nunca lo vi tan feliz como en la final que Brasil le ganó a Italia en México 70. Él había incidido fuertemente para que jugara ese último Mundial y no se fuera del fútbol con la imagen dolorosa de aquellas patadas que había recibido en la Copa de Inglaterra 66. La influencia de Menotti siempre fue fundamental en la vida de sus jugadores y compañeros, por eso Pelé a pesar de haber anunciado que no iría a ese Mundial terminó yendo y siendo la figura excluyente. Para Menotti aquel triunfo no sólo fue un hecho deportivo, pues venía a ratificar el valor de su prédica en el fútbol: el jugador por encima de la táctica.
Este hecho fue el que creó la enorme grieta del fútbol argentino que hasta hoy no se pudo zanjar, pues Carlos Bilardo era el tacticismo y el Flaco el conceptualismo. Y en esa franja entre el debate de las dos posiciones Bilardo y Menotti, aun siendo abuelos y dos glorias del fútbol argentino, nunca se pudieron reconciliar. Dejaron para un debate abierto y vigente estas dos posiciones que parecen irreconciliables, aun cuando en el perfil de los jugadores elegidos Menotti y Bilardo llevaron siempre a la Selección a los mejores de cada puesto. Hemos visto, con emoción gratificante, el homenaje al que adhirió la hinchada de Estudiantes de La Plata al tributo del entretiempo que la AFA propició en memoria del Flaco Menotti.
Amaba y enloquecía con Diego, lo amaba cuando lo veía jugar y se enloquecía cuando tomaba conocimiento de cuestiones de su vida privada. Más aún, Diego no pudo continuar en el Barcelona por recomendación de su propio técnico, Menotti, y costó muchísimo reunirlos dos años después en Buenos Aires. Fue una tarea titánica de cuarenta y ocho horas para convencerlos de que un padre y un hijo no pueden negarse la obligación de abrazarse. Cosa que ocurrió tan pronto el Flaco cruzó la puerta de ingreso de la casa de Diego, cuando éste vivía en Correa y Libertador. Todo lo que había dicho sobre Menotti, todo cuanto se habían reprochado, todo cuando se habían acusado se desvaneció en un brazo. El Flaco y Diego eran la simbiosis perfecta del fútbol.
Otra noche en Roma se juntó con Omar Sívori y éste trajo al galés John Charles. Fue en un cabaret de la Vía Veneto, donde el Flaco recordaba jugadas de sus admirados, de Pelé, de Diego, de Cruyff y, obviamente, de Sívori, quién convirtió a su invitado Charles en goleador de su imbatible Juventus. Cuando iba a Madrid visitaba antes que a nadie a Alfredo Distéfano, a quien siempre trató como Don Alfredo, pues en aquella época no se tuteaba, siquiera a sus jugadores. Menotti solo se permitía llamar por su nombre a Maradona, a quien llamaba como Diego o a Ramón Díaz a quien le decía cariñosamente Pelado, todos los demás en el Juvenil del 79 eran “pibe” y sin tutearlos. “Venga, pibe”, “escucheme, pibe”. Y ya de adultos, en la Selección por el nombre, pero siempre sin tutearlos: “Venga Pato, oiga René…”.
Escribió libros, ofreció videos técnicos para la televisión, generó influencias en Pep Guardiola y en una generación de otros directores técnicos, creó nueva conciencia para la priorización del seleccionado nacional, ganó el campeonato de 1978, el juvenil de 1979, generó orgullo en los hinchas de Boca, de River, de Huracán, de Independiente, de Racing y fue un símbolo de Central. Más aún fue el respaldo irrestricto de Scaloni y su cuerpo técnico en su carácter de Director de Selecciones Nacionales.
No podía morir cualquier día, tenía que ser un domingo y un domingo en que se jugaba una final. La leyenda que nace ahora se nos fue de la vida sin haber resignado jamás un solo punto de su convicción, rindiéndole culto a la amistad y al valor de la estética. Tal vez por ello se negó a pelear contra la muerte, dejó que viniera por él.