“Las personas cuyos antecedentes procedían de la jungla eran primitivas. Sus físicos eran más fuertes que los de los blancos civilizados y, por lo tanto, deberían ser excluidos de los Juegos futuros”. El autor de esta polémica frase fue Adolf Hitler. El dictador alemán resultó uno de los personajes de la Alemania nazi que más esperó la realización de los Juegos Olímpicos de Berlín 1936.
El objetivo del nazismo durante la celebración de la máxima cita del deporte en el mundo era marcar la diferencia de la raza aria sobre los afroamericanos. O como ellos llamaban “auxiliares negros”. Fue en ese contexto que la estrella llegó procedente de Estados Unidos. ¿De quién hablamos? Del hombre que, con el paso del tiempo, marcó a fuego su nombre en la historia olímpica como uno de los atletas más recordados de la historia.
James Cleveland Owens tenía 22 años al momento de competir en sus primeros Juegos Olímpicos. Fue el menor de 10 hijos que tuvieron sus padres, personas que trabajan en los campos en Alabama. Nieto de esclavos, se mudó con su familia a Ohio y consiguió unirse a la universidad del estado y así aprovechar sus dotes en el atletismo. Así se convirtió en un competidor especialista en las pruebas de velocidad y en el salto en largo.
A fines de 1935, el mundo occidental propiciaba un boicot a los Juegos organizados por el Führer. Tanto EEUU como países de Europa que no estaban alineados con las políticas que promovía el Tercer Reich buscaron evitar que las delegaciones viajaran a Berlín, pero tras la negativa general, finalmente los Juegos se llevaron a cabo. El caso de Owens fue especial, ya que un movimiento en favor de la lucha afroamericana lo intimó a no participar y declarar su voz en contra de la competencia.
“Si hay minorías en Alemania que están siendo discriminadas, EEUU debería retirarse de los Juegos Olímpicos de 1936″, expresó JC, lo que generó ruido interno. A pesar de eso, y en medio de la propaganda nazi que desplegó el gobierno de Hitler de cara al certamen, el velocista llegó como uno de los 359 competidores estadounidenses que fueron parte de la delegación que finalmente quedó en el segundo puesto del medallero general por detrás de los locales.
El 3 de agosto de aquel año, Owens se coronó como el “hombre más rápido del mundo” tras conquistar la final de los 100 metros. Después de romper el récord mundial (10.2 segundos) en los cuartos de final, Jesse ganó la primera de las cuatro doradas en Berlín. También ganaría el primer puesto en la prueba de 200 metros y el relevo 4x100, pero la competencia del salto en largo sería la que marcaría su vida. Una historia de amistad que sobrepasaría los límites de comunión propuestos por el nazismo.
Un día después se presentó el mejor escenario deportivo para remarcar el relato de Hitler. Jesse era candidato a ganar la dorada, pero iba a tener un rival duro. De un lado estaba el afroamericano, ese “auxiliar negro” que no debió haber pisado el Olympiastadion de Berlín, según la retorcida mentalidad del genocida alemán. Del otro, un atleta rubio, de ojos claros, con una altura de 1.84 metros ejemplificaba el espejo perfecto de la raza aria, esa que para el por entonces líder de Alemania tenía que predominar en el mundo.
Después de competir en la clasificación de los 200 metros -logró el récord olímpico de la prueba con 21.1 segundos-, Owens se propuso demostrar también su dominio en el salto. Así fue como alcanzó una marca de 7.64 metros para terminar primero en la ronda inicial y avanzó a las semifinales. El “niño bonito” de Hitler llamado Carl Ludwig Long hizo lo propio y alcanzó los 7.15 metros para seguir en la carrera por el primer puesto.
Según cuentan las crónicas de la época, el Führer motivó a su pupilo con dos condiciones: tenía que vencer a Owens para mostrar la superioridad de su raza y no debía tener contacto alguno con el atleta de los Estados Unidos. ¿Qué hizo el saltador alemán? Todo lo contrario al mandato sugerido por el líder nazi. Después de los dos primeros intentos fallidos de parte de Jesse, el alemán se acercó para darle un consejo.
El relato, expuesto en un texto de “El libro completo de los Juegos Olímpicos” escrito por David Wallechinsky, marcó la cordialidad que tuvo Long. “Encantado de conocerte”, le dijo Owens para presentarse. “¿Cómo estás?, Estoy bien”, insistió Long, antes de volver a hablarle a su contrincante. “La pregunta es, ¿cómo estás?”. Acto seguido, Jesse le dijo: “¿Qué quieres decir?”. El contrapunto no tardó en llegar de parte del saltador de Leipzig.
“Algo debe estar devorándote”, dijo Long. “Deberías poder calificar con los ojos cerrados”, le remarcó el alemán al estadounidense durante la eliminatoria. Es que por dos errores, Owens había quedado a sólo un salto de quedar eliminado si no pasaba la barrera de los 7.15 metros. Frente a eso, el rey de la velocidad acusó el recibo de su rival y saltó varios centímetros antes de la tabla demarcatoria, lo que le permitió salir airoso de una situación límite y siguió en la competencia.
Allí fue cuando, más allá de la presencia de otros competidores, la lucha por el oro pareció ser entre Long y su “nuevo amigo”. En las semifinales, Owens saltó 7.74m en su primer intento para ponerse al frente de la clasificación, pero el alemán no se quedó atrás y logró igualar ese registro. El público en el estadio de Berlín que Hitler hizo construir como ostentación de su Alemania bramó con esa marca.
La competición continuó con la definición por las medallas con los mejores seis saltadores. Con el registro de 7.87 metros hecho por Jesse en las semifinales, nuevo récord olímpico, Ludwig Long estuvo obligado a buscar lograr el salto de su vida. Y lo concretó en su primer intento en la final. Los miles de espectadores en el estadio, junto con Adolf y sus secuaces en las gradas preferenciales (Goebbels, Goering, Hess y Himmler), celebraron que su atleta estaba mano a mano con el afroamericano.
Pero fue Owens el que, con todo el público en contra, logró superarse para ganar la dorada. Completó dos saltos, el primero de 7.97 metros y el restante de 8.06 para mejorar su propia marca y coronarse campeón olímpico. La furia de Hitler fue tal que se retiró del recinto antes de ver la última hazaña del ícono del atletismo que tras su actuación en el 36 se convirtió en una leyenda de su deporte.
Más allá de la victoria, las imágenes de los lentes de los fotógrafos de la época marcaron la fraternidad que nació entre un representante de la raza aria, según el Tercer Reich, contra la figura que trascendió las fronteras. Con el paso del tiempo, Owens habló de lo vivido en su experiencia en los Juegos de Berlín. “Ese asunto con Hitler no me molestó. No fui allí para estrecharle la mano. Lo que más recuerdo es la amistad que entablé con Luz Long. Era mi rival más fuerte, pero fue él quien me aconsejó que ajustara mi preparación en la ronda de clasificación y así me ayudó a ganar”, relató el deportista que mantuvo su récord de ganar en las pruebas de velocidad y salto en largo hasta Los Ángeles 1984, cuando su compatriota Carl Lewis lo igualó.
Las postales muestran como Long y Owens compartieron el podio de atletas junto a Naoto Tajima, el japonés que se colgó la presea de bronce. Allí no estuvo el Führer para estrechar sus manos, pero sí ambos se acompañaron en una de las jornadas más memorables de los Juegos Olímpicos. La relación entre ambos siguió hasta que el alemán se sumó al ejército de su país en la Segunda Guerra Mundial a pesar de estar habilitado para no hacerlo por ser un atleta olímpico.
“Mantuvimos correspondencia regular hasta que Hitler invadió Polonia. Luego cesaron las cartas. Después supe que Luz murió en la guerra, pero empecé a mantener correspondencia con su hijo y así se preservó nuestra amistad”, recordó Jesse sobre el abrupto final de Long. La historia cuenta que el atleta alemán murió en un hospital militar británico después de recibir heridas fatales tras la Batalla de San Pietro de 1943 en la isla de Cerdeña cuando tenía 30 años. Su cuerpo está enterrado en Sicilia.
Relatos cuentan que Owens quedó sorprendido por el gesto de Long, con el que terminaron celebrando tras el podio en Berlín. “‘Le hizo falta mucho coraje para hacerse amigo mío. Se pueden fundir todas las medallas y copas que tengo y no serían un recubrimiento de la amistad de 24 quilates que sentí por Luz Long en ese momento. Hitler debe haberse vuelto loco al vernos abrazarnos”.
Como le pidió su amigo en la que él mismo predijo que fue su última carta, el atleta ícono de EEUU viajó hasta Alemania para conocer a su hijo Karl. Ambas familias se reencontraron en el Campeonato Mundial de atletismo en 2009 que se realizó en Berlín. Hace poco tiempo, la nuera de Luz, Ragna Long, y su nieta, Julia Kellner Long, decidieron vender la medalla de plata que ganó el “niño bonito” de Hitler en los Juegos Olímpicos de 1936.