El estilo. El que dicta la moda, el lenguaje o a una forma de hacer arte. Son infinitos los ámbitos en los que vamos a encontrarnos con ese término y el fútbol es uno de ellos. No tan refinado como quien nos hable del renacentista David de Miguel Ángel o del clásico al escuchar una obra de Mozart. En un plano más terrenal, los equipos de nuestro país fueron tomando uno para mostrarlo como estandarte. Nadie podría dudar que Bochini configura el histórico de Independiente, de pelota al piso y toque, al igual que Francescoli el de River, de permanente vocación ofensiva, lleno de clase y talento. En contrapartida, Boca se afilió, casi con orgullo, a un modo si se quiere opuesto: el de la garra, el tesón y la pasión extrema para disputar cada pelota. Y pocos futbolistas han corporizado tanto ese famoso estilo como Enrique Hrabina.
El reencuentro con el Ruso. Mantiene intactas las facciones características de sus tiempos de jugador, esas que parecen haberlo tallado como un antiguo guerrero, con la barba que ahora es moda y no lo era tanto en los ‘80. El gesto amable y la risa constante en la charla, a despecho de aquella imagen que solía intimidar cuando clausuraba el lateral izquierdo de Boca, a pura adrenalina desbordante. Y la identificación con los colores, que se dio desde el instante inicial: “Fue un amor a primera vista. Me citaron en el estadio para la firma del contrato y me asomé por una puerta que daba a un codo de La Bombonera, que estaba despintada, pero para mí fue como ver el coliseo romano. Tuve una sensación única y pensé: ‘Lo que debe ser esta cancha con gente, acá la tengo que romper’. Y fue así, porque cada vez que pisaba ese césped me sentía el Increíble Hulk. Llegué a principios de 1985 y me encontré con grandes dirigentes, comenzando por Antonio Alegre, que recién había asumido como presidente, tras el caos del ‘84 y la intervención del club. Estuve una semana entrenando con Gimnasia, que recién había ascendido, pero no se decidían a contratarme y surgió nada menos que esta posibilidad. Fui a verlo a Heller por el tema de la plata, y me dejó en claro que no había plata, así que ni hablar de una prima. Ni de una hermana, ni nada (risas). Arreglé por el sueldo y los premios, sabiendo que la institución no estaba bien, pero era Boca, además, me encontré con una gloria como Alfredo Di Stéfano como entrenador”.
Eran tiempos de un Boca a la deriva, desprotegido, más asociado a las crisis y los problemas financieros, que a los goles o los festejos. Jugadores, dirigentes y cuerpo técnico fueron como piezas de rompecabezas que comenzaron a unirse ante la adversidad: “La cancha no estaba habilitada y los primeros meses del ‘85 hicimos de local en Huracán. Al segundo partido, ya comencé a percibir ese rumor de aprobación que bajaba de las tribunas con cada una de mis intervenciones. Un año más tarde, cuando el equipo ya estaba más asentado, fue que escuché por primera vez el canto: ‘Ruso, Ruso, Ruso, huevo, huevo, huevo’, que era un combustible más para dejar todo en la cancha, con ese aliento que no faltaba nunca. Tuvimos un partido que nos marcó: la final de la liguilla ‘86 contra Newell´s. Perdimos 2-0 la ida de locales y al comenzar la revancha en Rosario, nos metieron un gol. Parecía imposible revertirlo. Ahora en el fútbol le dicen épica a cualquier cosa. ¿Sabés lo que fue eso? Además, el árbitro Abel Gnecco nos expulsó a las tres H: Hoyos, Higuaín y yo y también a un par de ellos. A mí me echó bien, porque le di una tremenda patada al Galgo Dezotti que se iba solo. Lo viví asomado a la boca del túnel con la gente de Newell´s arriba y fue una fiesta porque el Tuta Torres metió dos goles en los minutos finales y terminamos 4-1. Para ese grupo fue como ganar la Copa Libertadores”.
El año ‘86 supo anidar para siempre en el olimpo del fútbol argentino, no solo por el título mundial de México, sino porque River ganó por primera vez la Libertadores y más tarde la Intercontinental. Cuando ese calendario dejaba caer sus últimas hojas, ocurrió la estruendosa llegada de Menotti como técnico de Boca: “Nos citaron en La Bombonera para su presentación y con el Pipa Higuaín le pedimos los botines al utilero, porque pensamos que nos iba a ser imposible entrar en su estilo (risas). Al rato, vimos que nuestros apellidos estaban ahí y nos subimos al micro para la pretemporada, antes que se arrepintiese (risas). Desde la primera práctica, con su manera tan particular, nos fue dando seguridad y confianza. Eran las épocas en las que el torneo de verano se jugaba a muerte y llegamos a la fecha final con la chance de ser campeones, con solo empatar ante River. Arrancamos ganando 1-0 y de pronto estábamos 3-1 abajo contra un equipazo, que se perdió varios goles. Nosotros fuimos con todo adelante y cada contra con Alzamendi, Funes y Caniggia metía miedo (risas). Comas descontó y cuando ya terminaba, el Tuta Torres metió un zurdazo en el travesaño y yo aparecí como un fantasma, no sé de dónde (risas) y puse el 3-3 de palomita. A partir de allí, cambió mi ecuación con el hincha, porque hasta el día de hoy me lo recuerdan”.
La personalidad de Menotti le cambió la cara a ese equipo adentro de la cancha, pero afuera también, como lo resume el Ruso en una anécdota: “Estábamos de pretemporada y el Flaco siempre hacía sobremesa en el hotel con sus amigos, como Cacho Fontana o el Negro Olmedo. Una noche, que estaba por salir a tomar un café, me llamó: ‘Venga, Enrique. Lo estuve observando que se viste con muy buen gusto, de manera elegante. Por eso me surge la pregunta: ¿por qué no juega de la misma manera?’ (risas). Con él hicimos un torneo bárbaro, con gran remontada, pero no nos alcanzó para ser campeones. Después tuvimos un bajón y la cosa levantó con la llegada del Pato Pastoriza y justo en el último partido del ‘88, me lesioné. Me fui de vacaciones sin el diagnóstico exacto y me empecé a tratar en un lugar y el desgarro estaba en otro. Cuando regresamos, me dolía mucho y en la entrada en calor contra Racing por la Libertadores estaba completamente rengo. Me infiltré y jugué, pero ya no pude más. Era como tener un hachazo en la parte de atrás del muslo. Me costó mucho volver y me ayudó el Cai Aimar, que había llegado como DT, haciéndome actuar de a poco en la Reserva. Más tarde llegó el Maestro Tabárez. En su primera charla, en un pizarrón, detalló las pautas de trabajo y lo que quería de nosotros. Cuando terminó, busqué un teléfono y llamé a Carlos Heller: ‘Si este hombre puede hacer todo lo que dice, somos campeones’. Y así fue, sabía muchísimo y los ejemplos sobran: no solo ratificó a Batistuta como nueve, sino que colocó a Soñora de lateral derecho y a Walter Pico como mediocampista”.
Toda historia tiene su comienzo y el de Ruso fue en Atlanta, cuando concluía la década del ‘70 y los Bohemios estaban afirmados en Primera: “Tendría 8 o 9 años y me sumé al baby fútbol. Me quedaron los mejores recuerdos, como el viaje en tren, desde Devoto hasta Villa Crespo o el colectivo 108. Era una institución muy social, con gran cantidad de personas de la colectividad y por eso me apodaron Ruso, por lo rubio y el apellido raro (risas). Pero nada que ver, porque somos cristianos y de familia checa, pero el fútbol es así. Mi mamá nació allá y mi papá es hijo de checos, instalados en la zona del Bajo Flores, donde estaba la casa de mis abuelos, y se hablaba bastante el idioma natal, el cual intenté aprender con mi vieja, pero es muy difícil. Todas las_Inferiores las hice como segundo marcador central y de a poco los entrenadores me fueron hablando para jugar como lateral izquierdo, porque me veían con el físico y las condiciones para hacerlo. Debuté en 1981, cuando Atlanta había descendido, con Eduardo Manera como entrenador, que me ubicaba como volante por ese costado, pero luego con Victorio Cocco me afirmé marcando la punta, en buena parte porque él y su cuerpo técnico me enseñaron la función. El torneo de la B el ‘82 fue espectacular, por la llegada de San Lorenzo y varios equipos que se armaron bien. Perdimos con Temperley la final del octogonal en cancha de Huracán, después de patear 26 penales, cuando Cassé me atajó el último a mí, en lo que fue la decepción más grande de mi carrera”.
Aquel torneo de la B quedó en el recuerdo. San Lorenzo le dio otro vuelo, con sus triunfos iniciales y un acompañamiento popular pocas veces visto, que llevó a los sociólogos a poner su estudiosa lupa allí. Hrabina llamó la atención de los dirigentes del cuadro de Boedo, para sumarlo al nuevo equipo, ya de regreso a Primera División: “Estaba tasado en 60.000 dólares, que era bastante para un lateral del ascenso y la negociación se fue dilatando. Disputé dos partidos en Atlanta, en el arranque del ‘83 y el día que cerraba el libro de pases, mi hermano tuvo que poner 10.000 dólares, porque San Lorenzo no llegaba con el dinero. Una cosa de locos (risas), pero finalmente se concretó, al filo del horario reglamentario. Fui parte de un equipo inolvidable, en el que íbamos al frente como locos (risas) y con un Bambino Veira muy joven como técnico. La mayoría éramos gente con hambre, que nos brindábamos por entero. Muchos decían que nuestra defensa (Biaín – Higuaín – Hrabina) era una carnicería (risas), porque había que ser muy guapo para pasar por ahí. Nos descompasábamos un poco por la vocación ofensiva, que tuvo el toque de distinción con Mario Husillos. Terminamos segundos a un punto de Independiente. Quedé libre a fines del ‘84 por la deuda, porque el dinero que puso mi hermano nunca se lo devolvieron y lo terminé saldando yo con el paso de los años”.
Uno de los dolores más grandes del hincha de Boca en la década del ‘90 se dio en aquella final perdida contra Newell´s por penales en la Bombonera. Eran los tiempos en los que Hrabina ya había abandonado los hábitos del lateral, para retomar los de marcador central, como en una parábola con sus comienzos, acercándose al final del cuento: “Después de eso, por el arrastre de la lesión, jugaba cada vez menos, algunas veces en Reserva, donde me expulsaron en dos ocasiones. Tenía la cabeza en cualquier lado por un tema familiar y allí Tabárez me dijo que no iba a contar conmigo, pero que Boca era mi casa, y que podía seguir entrenando hasta conseguir club. Ninguna oferta me conformó, porque lo que había vivido con esa camiseta, no lo iba a volver a sentir. Al poco tiempo arranqué analizando rivales a pedido del Maestro y de ese modo fui parte del título del Apertura ‘92. Más tarde fui el técnico de la Reserva y dirigí un par de veces en Primera como interino, ante las idas de Habegger y Menotti, hasta que Macri ganó las elecciones y varios nos tuvimos que ir. Comencé la etapa de DT, con el punto más alto en el recordado ascenso con Almagro, después de tomar el equipo en las últimas posiciones del Nacional B, en dupla con Juan Amador Sánchez, con quien también nos fue muy bien con Guaraní de Paraguay, clasificándolo a la Copa Sudamericana. Fueron apareciendo varias opciones, la mayoría del exterior, pero ya quería quedarme en el país. Dirigí un tiempo más en el Ascenso, hasta que decidí dejar”.
El Ruso había desandado toda una vida junto a Alfredo Graciani, desde los inicios llenos de ilusiones en Atlanta, hasta llegar al mismo tiempo a Boca, donde compartieron 6 años y medio. La vida, tenía una desagradable carta para jugar entre ellos: “Una mañana estaba desayunando y recibí una llamada de Alfredo. Atendí, pero no era él sino la esposa, contándome que se había descompuesto. Le dije que llamara una ambulancia y yo mientras hacía las ocho cuadras en bicicleta. Tardé cinco minutos, pero al llegar, ya había fallecido de un infarto. Fue un golpe durísimo, porque era como un hermano para mí.”.
Para los que lo vivimos, era un clásico de cada domingo por la noche en Fútbol de Primera. A las nuevas generaciones, les ha llegado la historia con la viralización de esos videos, donde Mauro Viale lo llamaba Jarabina. “Una cosa de locos, incluso ahora yo también digo que mi apellido es así (risas). Le expliqué mil veces cómo era la pronunciación, que es como una jota suave al inicio, pero ya le quedó así. Con el paso de los años, me invitó seguido a sus programas, y me decía de esa forma, en lo que era como una broma para todos”
En los ‘80, todo fluía de manera más natural en el fútbol. El Ruso recuerda esos tiempos y hace un repaso por la actualidad: “Me tocaron punteros tremendos, como Alzamendi, Medina Bello, Caniggia, el Turco García o el Pichi Escudero. Era muy difícil porque se daba un permanente mano a mano con ellos. Además de excelentes jugadores, eran guapos, porque yo era leal, pero metía como loco y ninguno jamás retrocedió. Encaraban siempre y eran duelos hermosos. Ahora no veo tanto fútbol, pero siempre voy a La Bombonera. Del resto, casi nada, porque realmente no me atrae. En mi posición, me gusta mucho Lautaro Blanco, creo que es un acierto para el club. Y en la selección, Tagliafico me encanta: cabecea, pasa bien al ataque, va al frente y hace goles”.
Marzo de 2024 quedará resaltado con dorado en su vida, ya que fue distinguido como personalidad destacada del deporte por la Legislatura Porteña: “Fue muy emotivo e impensado, porque yo siempre fui un tipo de lucha, y una gratificación de este tipo es impactante. Fue grandioso, porque mi hermano, que vive en San Luis hace 40 años, estuvo allí y no me avisó nada. Me quebré al sentir ese reconocimiento después de tantos años, rodeado de familiares, amigos y ex compañeros. Quiere decir que algo hiciste bien en la vida, porque siempre traté de ser respetuoso en todos los lugares donde estuve”.
Al momento del adiós, que seguramente será hasta pronto, dejó caer una sentencia llena de sentimiento: “El hincha de Boca es el mejor del mundo y nunca me voy a cansar de decirlo, porque no existe uno que sea tan pasional y sanguíneo”. Y pocos como Enrique Hrabina supieron sintonizar tan bien esa onda que, desde el fondo de los tiempos, baja desde la tribuna, en un grito pintado de azul y oro.