El viejo auto Lada de fabricación soviética detuvo el ruido infernal de su motor frente al chalet que Diego ocupaba en La Pradera. Un jovencito alto, flaco de esbelta y mimbreada figura descendió con franciscana humildad para decirle a Guillermo:
—Señor Coppola, hay un señor que ya estuvo ayer acompañado por otro señor que quieren ver a Maradona.- Y de inmediato agregó: “Uno de ellos, el más alto es paisano suyo y dice que jugó al fútbol con él…”-
—¿Te dio el nombre?-, preguntó Guillermo al tiempo que se reincorporaba de una hamaca tipo paraguaya en la que consumía un desacostumbrado cigarrillo matinal, serían las 11 y media.
—El señor dice llamarse Kempes, Mario Alberto Kempes y el otro no habla español habla en gringo, no les entendí bien desde donde vienen.
—Bueno, mirá… deciles que ahora Diego está con el fisiatra y que después tiene al médico, que hoy va a ser difícil que pueda recibirlos, decile así . Ah y dales el teléfono de acá para que mañana llamen antes de venir-
“Guille es Kempes” le dije con el mismo escozor con el que me respondió: " Y qué quréss que haga, no se lo puede molestar, cuando él está en la habitación y acompañado, olvidate”.
—Pero Guille hace dos días que está allí, que no lo vemos.-
—Dejalo así, ya va a bajar, tranqui- agregó al tiempo que retomábamos la charla para ambientar los diferentes momentos de la vida de Diego. El propósito era recoger su testimonio para escribir la biografía oficial: “Yo soy el Diego de la gente”.
Aquel Coppola de hace exactamente 24 años –marzo del 2000- sabía como nadie cada reacción, respuesta, mirada, gesto, señal, aprobación, sorpresa o interpretación de Diego ante sucesos o circunstancias de dilemas o conflictos. Se subordinaba a todo cuanto le complaciera a Diego y rechazaba anticipadamente aquello que pudiera perturbarlo o incomodarlo. Vivía y actuaba a su imagen y semejanza.
Tanto en la gloria de Napoli como en la agonía de La Habana, Coppola actúo con la intención de resolverle a Diego todas las cuestiones cotidianas. No siempre lo logró. Pero bajo el encanto de la épica y la fama la vida es sensualmente más disfrutable . El Coppola maravillosamente interpretado – no solamente actuado- por Juan Minujin en la serie que ofrece Star*, es el Coppola burbujeante como el champan nocturnal infaltable en cada una de sus mesas. Un singular seductor de saludos sonrientes y acotaciones histriónicas hilarantes, agradables, ocurrentes. Pueden generar empatía con jugadores, entrenadores, empresarios, funcionarios. Pero también con celebridades como Don Enzo Ferrari –bien logrado por Rodolfo Ranni – o Don Beppo, un capo camorra que no aparece pero en cuya mansión celebramos el scudetto del 85. Y ni hablar de presidentes de clubes como Corrado Ferlaino. Guillermo tenía una frase para cada uno, un gesto de acercamiento. Y por ello resultó un muy buen trabajo el de Ariel Winograd – el director- quien acertó en la armonía de saber jugar al protagonista con las épocas. Se advierte en las técnicas de visualización, vestuario, estética y lenguaje de cada década.
El Coppola de la serie es el Coppola de la dicha. Desde su función en la mesa de dinero del banco hasta que facilita el pase de Diego desde Argentinos a Boca representando a los jugadores que debían dar el sí en el sentido contrario: de Boca a Argentinos. No era fácil se requería mucha dialéctica persuasiva. Solo Guillermo podía convencer –en la vida real- a un Randazzo. Y fue por ello que sus representados que eran muchos lo recomendaban a otros jugadores. Tal el caso de Ruggeri y de Gareca quienes durante las Eliminatorias para el Mundial 86 le hablaron tanto a Diego sobre el valor de Coppola en sus vidas que cuando la Camorra le “recomendó” separarse de Jorge Cyterszpiler –por divergencias en ciertos negocios- Maradona no tenía dudas que su representante sería Guillermo Coppola.
Fue a partir de allí que Napoles, el hotel Paradiso, el campo de entrenamiento de Soccavo –hoy abandonado- y el estadio San Paolo –hoy bajo el nombre de Diego Armando Maradona- se transformaron en escenarios de jolgorio con sonrisas nuevas, henchidas de gloria a las que se incluía como llave esencial para llegar hasta Diego al “Cappa Bianca”, Coppola, el representante. Un hombre dinámico con respuestas oportunas y vertiginosas, de visible ampulosidad gestual, muy concordante con aquel ámbito napolitano de saludos estentóreos quien además dejaba a su paso la fragancia de Ombré Leather, el mejor perfume de Tom Ford.
Los seis capítulos son seis películas sustentadas en anécdotas. Las de la vida personal no me consta ninguna -idilios, amores contrariados, desencuentros-. Las de la vida pública tienen un fenomenal desarrollo y un brillante remate. Lo de la Ferrari –que en la cuenta final la terminó pagando Diego-, el famoso cheque en blanco del aristócrata Gianni Agnelli –dueño de la FIAT- para que firme con la Juve, los “esfuerzos seductivos” de la esposa de Berlusconi ayudando a su marido para incorporar a Diego al Milán, los 50 millones de dólares en efectivo para él, para Diego, (¿ y nada para Guille?) por firmar para el Olympíque de Marsella al multimillonario Maurice Tapie, tienen claramente un núcleo verdadero. Lo sabíamos e informábamos a medida que los hechos se iban produciendo. Suena como que la cuestión central resulta indiscutible pues lo avala el relato del propio Diego.
Pero ¿qué es una anécdota si no se la transforma en cuento?. Y lo que Guillermo hace es darle narrativa al hecho agregándole matices que no vulneran la realidad fehaciente. Hay en cada relato de Coppola una carga de porteñidad de época. Probablemente exacerbada por una cuota de egocentrismo objetivamente admisible. Al muchacho de Constitución que luchó por entrar como empleado del Banco Federal lo citaba el poderoso Berlusconi y le pedía el favor de convencer a Diego para que deje Nápoles y fuese a jugar al Milán. Y acaso con algún “regalo” que esa vez no pudo ser… No solo eso, también un ingreso estentóreo al jet set, y además requerido por la prensa de cualquier parte del mundo. Ah, agreguemos aquellas bellas mujeres y ser la persona más influyente en la vida del mejor jugador de fútbol del mundo. Ese rápido salto lo acostumbró a ser invitado siempre, tanto que desde entonces no se le advierten módicos gestos de anfitrión. Invitaban a Diego, lo invitaban a él. Querían a Diego tenían que hablar con él. Ni hablar de los pedidos de la prensa, las relaciones políticas, comerciales, futbolísticas, todas las propuestas, convenios y pactos ya sea con lo sublime – niños necesitados, hospitales, orfanatos- o con lo abyecto: la Camorra, sin cuya aceptación y bilateralidad la vida hubiese sido dificultosa. Tanto es así que después de la puteada a los italianos mientras se cantaban los himnos en el Mundial de Italia 90 ” aparecieron " sucesivamente controles positivos de doping -1991-, deuda al fisco por impuestos impagos – informados en 1992 originados en 1987- y cierta hostilidad de un sector de la prensa, inimaginable hasta entonces. Diego ya les había dado dos campeonatos (1986/1987 y 1989/1990), una Copa de Italia (1987) y una Supercopa de Italia (1990), además de la Copa UEFA en 1988/1989. La mayor parte de esa gloria la compartió con Guillermo a quien las calles napolitanas aún hoy saludan con gratitud, respeto y admiración.
La etapa de Cuba –acaso una segunda parte pendiente de la miniserie- fue asimétrica a la dicha. El colapso de salud en Punta del Este, la recuperación en Buenos Aires y por último la rehabilitación en Cuba. Primero familia, médicos, fisiatras, entrenadores. Después el desenfreno, el aturdimiento, el regreso a viejas costumbres que se creían superadas. Amigas, amigos, mucho ruido, descanso desordenado, todo un descontrol. Y en el chalet de al lado, pegado, allí en La Pradera, Coppola intentando sostener una vida sin proyectos, sin sueños. Se vivía cada día esperando a alguien a algo incierto. Tal vez a ese sonido sincopado de ritmos nocturnales de boliche esperando un amanecer sin quimeras. Resultaba desgastante. Y lo peor: no se producía dinero pues Diego prefería el sosiego. Los días de gloria habían pasado y todo cuanto los había simbiotizado comenzaba su ruinosa decadencia. Ni la cárcel -97 dias en la de Dolores-, ni el incendio en barrio Parque con el Scania, ni las evocaciones de la épica napolitana, ni las tardes de La Bombonera cuando faltando menos de una hora para el comienzo del partido Guille se abría paso llevando la ropa de Diego para la decepción de Riquelme que era su suplente. Otra vez al banco… Tras cuatro años se había desvanecido hasta la evocación del homenaje, Aquella conmovedora tarde de diciembre del 2001 cuando Coppola feliz por la convocatoria y la organización le escuchó decir a su amigo Diego: “El fútbol es el deporte más lindo y sano del mundo, eso no le quepa la menor duda a nadie. Porque se equivoque uno, no tiene que pagar el fútbol. Yo me equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha”.
Una noche de desvelo en La Habana, ciudad que no quería, Coppola se animó a decirle que debía volver a Buenos Aires. Sería la primera vez que haría algo indeseado por Diego. Fue una ruptura dolorosa. Diego le dijo cosas, le recriminó actitudes, le reclamó hechos del pasado. Aquellos gritos tenían el inequívoco sonido del amor. Y aunque en realidad nunca se reconciliaron del todo, aquel cumpleaños final de los 60, Diego buscó en la multitud anónima que le celebraba caras y manos amigas. No estaban ni Doña Tota, ni Don Diego; no estaban ni sus mujeres, ni sus hijos ni su nieto…Tampoco estaba Guillermo…