No fue la fe. No fue el rugby. No fue la amistad. No fue un milagro. No fue una tragedia. No fue nada de eso y, a la vez, fue un poco de todo. Quizás esa sea una de las razones por las que la historia de aquel inclasificable puñado de jóvenes uruguayos abandonados a su suerte en la cordillera de Los Andes nos cautivó a principios de los ‘70 y sigue cautivándonos hoy que la más reciente, más noble y más acabada producción cinematográfica sobre el tema parece ir camino al Óscar y llena salas hasta en lugares en los que ni los huevos son ovalados.
Yo soy uno de esos cautivados. Y como llevo más de 50 años en tal estado me animo, una vez más, a la autoreferencialidad. Transgrediendo muchas de las lecciones aprendidas durante una década de cronista gráfico trabajando en un medio en el que solo se firmaba si eras enviado especial –tanto trataban los maestros de enseñarte a domar el ego-, volveré a caer en la primera persona. Al fin y al cabo, no se trata de otra cosa que de contar un cuento respecto de otro cuento. De personalizar algo que se me pegó de chico. Y como bien sabemos, la memoria de un chico es imperfecta, arbitraria e indiscutible.
Tan imperfecta y arbitraria que siempre me quedó la sensación de que había leído Viven, el libro de Piers Paul Read en el verano del ‘73. Ni un poco. Siendo que la fecha de publicación fue abril del ‘74, en el mejor de los casos pudo haber llegado a mis manos durante las vacaciones de invierno del ‘74. Seguramente más adelante, en uno de tantos eneros pasados en La Solana, mi lugar del corazón a poquitos kilómetros de Cavanagh, el pueblo cordobés cuya escuela recuerda a mi bisabuela Eli Poleman de Regensburger, su fundadora. Habrá sido ya no a mis 10 años. Quizás a los 11 o recién cumplidos los 12. ¿Qué más da? Antes o después, era imposible no devorarme aquella historia que, ante todo, ponía en boca de un montón de gente a un puñado de muchachos que jugaban al deporte que, por esos días, intentaba jugar junto con mi primo Fernando en el Belgrano Athletic. Intento frustrado quizás más por mi poco apego al entrenamiento que por una inevitable impericia.
Por esos días, no soñaba con conocer en persona a estos muchachos que, pese a no tener mucho más que veintipocos años siempre me parecieron gigantes veteranos capaces de todo.
Primero fue Roberto Canessa, quien después de haber sido uno de los que encontró al famoso arriero y antes de convertirse en un prestigioso cardiólogo fue, sin dudas, el que más lejos llegó en su carrera de rugbier. Tanto que, en 1977 –ahí lo vi por primera vez- participó del equipo invitado que enfrentó al CASI en el partido con el que el club de San Isidro festejó sus 75 años. Habia cracks de Los Pumas, había algún neozelandes y Timothy N’Konki, el primer rugbier negro sudafricano del que tenga recuerdo. Tan buena fue la carrera de Roberto que lo invitaron a formar parte de Sudamerica XV, combinado integrado por todos argentinos más un uruguayo, un chileno, un paraguayo y un brasileño, recurso usado en la primera mitad de los ‘80 para ir de gira por Sudáfrica y disimular de alguna manera que se estaba rompiendo con la sanción antiapartheid que afectó, sobre todo, a los Springboks.
Mucho más tarde fueron Fernando Parrado y Gustavo Zerbino. De Nando tenía referencias frescas desde mucho tiempo antes del encuentro personal que ya contaré: primero, porque integró una delegación de corredores de auto y motos rioplatenses que viajó a Europa a competir en clases de turismo. Luego, porque es primo de Roberto, un entrañable amigo de mi secundaria en el Centro Cultural Italiano.
A Zerbino lo conocí en persona al mismo tiempo que a Parrado. =Fue poco antes del mediodía de un día lluvioso en el quincho de su querido Old Christian, tan cerca del Aeropuerto de Carrasco que, en bicicleta, no se tardaría más de 20 minutos.
Ni siquiera la indisimulable cordialidad de los anfitriones, ni mis ya más de diez años de carrera profesional, ni siquiera el hecho de que llegaba en nombre de mi programa de domingo en Telefe ayudó a que me relajara. Iba a entrevistar a mis ídolos de niño. Desde el instinto profesional, no podía dejar pasar la ocasión. Desde lo personal, ¿Cuánto derecho tenía y hasta donde debía meterme en las tripas de una historia tan humana e inspiradora como íntima para cada uno de ellos?
Gustavo y Nando, que para 1993 no habían trascendido universalmente como ahora pero ya estaban duchos en estos asuntos de dar entrevistas a curiosos incómodos, se encargaron solos de la entrevista. Adiós a los tabúes y al morbo y bienvenido a una charla inolvidable de la que jamás olvidaré el cuadro apoyado sobre la chimenea del club house con la foto del primer reencuentro de los sobrevivientes, sus familiares y familiares de los amigos fallecidos esquiando al lado de los restos del fuselaje. “Fue un momento único. El de celebrar que gracias a esos amigos nuestros podíamos estar todos ahí, homenajeandolos.”, selló Zerbino, quizás el más locuaz, pintoresco y profundo honrador de aquella historia fascinante.
La última vez que los vi en persona fue en 2015, en la previa del Mundial de Rugby jugado en Gran Bretaña.
A Zerbino, en la cancha de un club de las afueras de Londres donde la Fundación Rugby Sin Fronteras, de la cual es cofundador, organizó un partido entre ex combatientes de Malvinas argentinos e ingleses. El tipo jamás dio puntada sin hilo. Siempre sobresaliendo y haciendo cosas tan maravillosas como juntar a través de su deporte a dos pilotos que combatieron entre sí y ahora se abrazaban formando una segunda línea.
A Parrado en el Barbican, un centro cultural en el que la hoy llamada World Rugby, organizaba un encuentro de charlas vinculadas al juego; obviamente con Agustin Pichot como organizador.
Antes de su inolvidable disertación, Nando me regaló unos minutos al aire para el canal. “Quería felicitarte por el trabajo que hacen por el deporte en cada juego olímpico”, me tiró el tipo a cámara. “Vos, uno de esos héroes incomprensibles de la vida felicitándome a mí?” Difícilmente algo o alguien consigan superar semejante piropo.
La última vez fue hace pocos días. Con Zerbino y en TyCSports a través de un zoom, esa herramienta de trabajo a distancia que la pandemia también convirtió en herramienta televisiva. Al final de la charla pusimos al aire imágenes nunca vistas en la Argentina de la televisión chilena. Un rato antes, Gustavo contó la anécdota de su viaje en helicóptero desde la montaña hasta Curicó, en la que, por cuestiones de espacio, querían impedir que viajara con el bolso en el que guardaba recuerdos de sus amigos fallecidos que, obviamente, logró entregar a sus familiares. Esas imágenes los mostraban cayendo al suelo formando un enorme y defectuoso scrum entre Parrado, Canessa y que habían quedado a la espera.
Gustavo ya estaba fuera del aire, pero se quedó mirando aquellas imágenes. Desde el control y por línea de órdenes se disculparon por no haber vuelto a poner al aire a Zerbino, que rompió en llanto recordando aquel momento incalificable.
Finalmente, ni él ni nosotros nos animamos a romper otro inesperado momento de intimidad entre él y sus amigos.
Mis héroes.