Si Guillermo Vilas puede ser considerado el San Martín del tenis argentino, Australia, por lejos que quede y extraño que parezca, es una especie de kilómetro cero de ese mismo recorrido. No hace falta hacer demasiado hincapié en que el tenis nació en nuestro país mucho antes que Guillermo lo sublimara y que apellidos como Robson, Russell, Morea, Terán de Weiss y un montón más ya se habían convertido en noticia destacada rompiendo de a poco el cascarón de una disciplina de las consideradas elitistas. Es, más que menos, historia conocida. Pero fue tan fuerte lo que provocaron las primeras grandes victorias de Guillermo que su desembarco tuvo mucho de fundacional.
A partir de mediados de los ‘70 comenzó el desarrollo de algo así como la industria del tenis. Desde la aparición de las canchas de alquiler hasta la fabricación y venta de pelotas, raquetas, zapatillas, remeras, shorts y, obviamente, muñequeras y vinchas, todo remitía al zurdo radicado en Mar del Plata. No fue menor el desafío para todos aquellos periodistas que no formábamos parte del reducido núcleo de especialistas. De pronto, nació un nuevo vocabulario en los medios: set, gane, drive, top spin, slice, grand slam, ace, foot-fault, tie-break. Muchos de estos términos ni siquiera hoy encontraron su debida castellanización.
Quizás lo más notable del asunto es que todo esto pasó sin siquiera el apoyo de la televisión como agente multiplicador del fenómeno.
Hay un episodio puntual que lo grafica todo. En septiembre de 1977, Vilas le ganó a Jimmy Connors la final del US Open. Los argentinos comenzamos a ver en vivo el partido por Canal 9, con relatos de Guillermo Salatino. (Salata querido, nunca dejaré de agradecerte que me hayas enseñado a mirar tenis y a disfrutar de los mejores fuesen argentinos o no).
El partido duró más tiempo del que se había imaginado al momento de reservar el satélite. Camino al quinto set -terminó a su favor por 6 a 0- desaparecieron de la pantalla las imágenes que llegaban desde Forest Hills y los dos espacios de satélite destinados para la región pasaron a estar ocupados por un programa llamado 300 Millones producidos por la tele española para Hispanoamérica (Canal 11) y la vuelta de la final de la Libertadores entre Boca y Cruzeiro, en Belo Horizonte (Canal 13). Insólitamente para la lógica de estos tiempos, recién cerca de la medianoche y en diferido pudimos ver la consagración del Número 1 del mundo que solo la computadora de la ATP no reconoció.
Nada distinto sucedió con el primer gran título de Guillermo, el del Torneo de Maestros jugando en diciembre de 1974, en Melbourne, Australia. El match decisivo ante el rumano Ilie Nastase se vio varios días más tarde y reducido a un compacto de menos de una hora, para fastidio de mi viejo, encargado de explicar lo inexplicable en la emisión especial que el Canal 7 hizo de semejante logro.
Aquí es donde Australia, la tierra en la que acaba de comenzar el primer Grand Slam de 2024, se mete de manera indeleble en la línea de tiempo del deporte argentino. Casualidad o no, la misma tierra que vio parir a Las Leonas, otro caso de fenómeno bisagra.
Tierra de tenis por excelencia, ese país atestiguó otros dos grandes títulos de Vilas, los Abiertos australianos de 1978 y 1979. Esos dos al igual que el Masters, jugados sobre césped en el Kooyong, histórico club que cedió la sede al National Tennis Centre de Flinders Park, en 1988, cuando no solo se cambió la sede sino también la superficie, por el entonces novedoso Rebound Ace.
Hasta ese entonces, el australiano era, por lejos, el menos relevante de los cuatro grandes. Por la distancia. Por la superficie. Y por la fecha que obligaba a los jugadores extranjeros a pasar Navidad y Año Nuevo lejos de casa y, de tener la suerte de avanzar en el cuadro, jugando oficialmente mientras gran parte del planeta anda de copas y pan dulce. Conscientes de las limitaciones y del daño que le hacía al torneo la ausencia de muchas de las grandes estrellas, los australianos convirtieron a su torneo emblema en el, por mucho, más amigable de los Grand Slams.
Cambiaron la fecha (última quincena de enero), impusieron una superficie adaptable a todo estilo de juego, construyeron el primer estadio central con techo rebatible y hasta aseguraron a los jugadores canchas de entrenamiento cubiertas y hasta hotelería a tiro de corta caminata.
El último gran impacto lo dieron en plena pandemia cuando se aseguraron un cambio de fecha temporal (avanzaron sobre febrero para llegar a tiempo con algunas cuestiones de protocolo sanitario) y garantizaron premios tan generosos que, solo por perder en la primera rueda, se cobran casi 100.000 dólares, lo que para los más modestos del ranking puede ser garantizarse el financiamiento de toda una temporada aún si perdieran todos los partidos del año.
Es un torneo fascinante por donde se lo mire y puedo dar fe de que el nivel de hospitalidad y buena onda también salpica a espectadores y periodistas acreditados.
Lo mejor del tenis desembarca una vez más en Australia, ese país con unos cuantos parecidos al nuestro. País que, no solo en el deporte, ha sabido cómo ser parte del Primer Mundo estando geográficamente aún más alejado que nosotros. País que, también en varios aspectos, representa la paradoja de lo que podríamos llegar a ser.