Héctor Bracamonte tuvo una infancia de película. Antes de descubrir su Sueño del Pibe, el cordobés ya estaba emigrando hacia Buenos Aires para sumarse a Boca, la potencia continental que estaba plagada de figuras. Atrás dejaba sus picados en Coronel Baigorria, el pueblo que lo albergó hasta los 12 años, donde sólo jugaba al fútbol en el patio de la casa con su hermano, en el campo con sus amigos o en los recreos junto a sus compañeros de la escuela.
Durante su adolescencia, cuando se mudó junto a su familia a Río Cuarto, no sabía qué responder cuando le preguntaban a qué club pertenecía, porque ni siquiera estaba al tanto que para desarrollar la actividad que amaba debía estar federado. “Para mí el fútbol era Estudiantes de Río Cuarto (por el estadio enorme que veía a diario), Boca, River y la Selección. No mucho más”, confesó en diálogo con Infobae. Y desde que se sumó al Celeste protagonizó una carrera meteórica hasta llegar al Dream Team que conducía el Bambino Veira en el Xeneize.
Sus goles en las divisiones juveniles lo llevaron a debutar en el Argentino A. “Y de un día para el otro me llamaron desde la directiva para decirme que me había comprado Boca. Fue todo muy vertiginoso desde los 12 hasta los 18 años”, recordó el ex delantero. En 1997 arribó a Casa Amarilla y las luces de las estrellas lo encandilaron. “No podía creer que estaba entrenando en el mismo lugar en el que estaban Maradona y Caniggia. Fue un flash. No terminaba de asimilar un shock, que aparecía una experiencia nueva que superaba a la anterior. En ese contexto, tuve mi primera pretemporada, el debut en Primera y todo el periplo del fútbol profesional durante 17 años magníficos hasta que me lesioné en Rosario Central”.
Braca se puso la azul y oro a la edad de Cuarta División y su capacidad goleadora lo impulsó hacia la Reserva. Sus producciones en las juveniles catapultaron una carrera que comenzó oficialmente en la pretemporada que compartió junto leyendas de la talla del Pibe de Oro, el Cani, Latorre, Palermo o los Mellizos Barros Schelotto.”Eran cosas muy fuertes que me pasaban a cada semestre. No las terminaba de entender. No tenía un momento de pausa para festejar que había terminado como goleador de un torneo. Eso también es el Mundo Boca, porque si te dormís un poquito te pasa otro por arriba. Fue todo muy intenso. Ese plantel del Bambino era una locura: tenía dos equipos y medio de profesionales consagrados y nosotros íbamos de sparring. Fue un sueño compartir la cancha con jugadores que hasta el año anterior los veía en la televisión”, confesó.
Como los resultados no acompañaron al proceso de Motivación que quería imponer el ex estratega de San Lorenzo, Carlos María García Cambón asumió de manera transitoria el cargo de entrenador hasta el comienzo de la Era Dorada de Carlos Bianchi. Y bajo el interinato del ex delantero, Héctor Bracamonte tuvo su presentación oficial en un duelo ante Racing por la fecha 17 del Clausura ‘98. “Yo quería jugar un partido y por suerte estuve en varios con el número 35. Debuté en el Cilindro y hoy me encuentro dirigiendo al equipo femenino de ese club. De alguna manera, se terminan cerrando los círculos”, analizó sobre los juegos del destino que atravesó en el emblemático estadio de Avellaneda.
La Tota Fabbri, de cabeza, y el Pájaro Caniggia, con una emboquillada perfecta por encima de Cubito Cáceres, sellaron el 2 a 0 a favor del Xeneize. Pero lo más llamativo sucedió cuando el cordobés ingresó en lugar de Guillermo Barros Schelotto. “Entré por el Mellizo y salió enojado. Tenía razón”, recordó entre risas. “¿Cómo me van a sacar por ésto?”, fue lo que pensó el ídolo de Gimnasia, mientras se iba pateando botellas de agua hasta sentarse en el banco de suplentes. “Y para mí fue un momento inolvidable de mi carrera”, cerró Bracamonte.
—¿Cómo fue sumarte con 18 años a ese vestuario lleno de figuras?
—Me cagaban a pedos cuando hacía algún que otro pique de más en los entrenamientos, pero no tuve ningún problema. Fue una etapa de cambios en el fútbol. Conozco casos en que algunos personajes han seguido con los vicios malos del deporte viejo, pero en Boca me trataron mejor que a los pibes que están ahora. Todavía hay planteles en los que pelan a los juveniles a modo de bautismos, pero a mí eso mucho no me simpatiza. Por suerte no sufrí ese tipo de cosas. No sé a quién se le habrá ocurrido imponer esa tendencia como graciosa, porque me parece ridícula. Creo que habría que salir de ese lugar, porque son cosas que habría que erradicar para siempre.
—¿En aquel tiempo ya se percibían las diferencias entre Riquelme y Palermo?
—No, para nada. Cuando estuve en ese plantel no había ningún problema entre ellos. Al contrario, estaban unidos en un mismo grupo. No sé por qué habrán tenido diferencias después. Ni ellos sacaron a la luz los motivos. No me parece adecuado hablar de eso.
—Una escala en Los Andes y de pronto firmaste en Badajoz, ¿cómo fue tu primera experiencia en Europa?
—En Lomas tuve un año muy lindo, donde hice muchos amigos que aún conservo. Se formó una banda increíble que por desgracia no logramos los resultados que esperábamos. Y llegué a España de casualidad, porque habían viajado directivos para ver a un jugador de Quilmes y me engancharon a mí de rebote. En ese momento, el club era propiedad de Marcelo Tinelli y fueron dos años hermosos. Cuando llegué, era el segundo año de su gestión y viajamos varios jugadores de Boca, pero después se lo vendió a Javier Tebas, que actualmente es el presidente de La Liga de España, y cuando me fui el club terminó en manos de un portugués.
—Con la experiencia de haber jugado en un club gerenciado y en otros que estaban en manos de los socios, ¿qué pensás de la medida que impulsó Javier Milei, que permite el arribo de las Sociedades Anónimas al fútbol argentino?
—Es una cuestión rara. En Badajoz sigue siendo motivo de discusión, pero de lo que estoy convencido es de que el sentimiento no se vende. En Argentina nos movemos de esa manera. Es un tema complicado. No tengo un conocimiento profundo sobre cómo actúan las Sociedades Anónimas en el fútbol argentino, pero no estoy de acuerdo con esa postura. No sólo por clubes como Boca, River, Racing o Independiente, que son instituciones grandes que se puedan bancar con su masa social; sino por los verdaderos clubes que tienen como finalidad sacar a los pibes de la calle. En Río Cuarto hay un montón de esas entidades que sufrirían el poder de las Sociedades Anónimas. Las SAD impondrían una desigualdad aún mayor a la que se vive hoy en día, porque romperían las reglas de juego al destruir a los clubes que nutren de jugadores a los equipos grandes. Aquellas instituciones que rescatan a los chicos y le dan el sándwich para que puedan comer algo, podrían desaparecer y esos pibes podrían terminar en otro lado.
—Hay un rol que va más allá de los resultados...
—Es que, después de la escuela, el deporte es lo más social que tenemos. Es lo que nos enseña y nos mejora como personas. Dentro de un club se aprende a empatizar y a compartir, más allá de lo deportivo. Las Sociedades Anónimas podrían hacer un gran daño. Y no sólo desde el aspecto profesional, donde se instala el negocio del mercado, sino en la parte social.
—¿Cómo fue vivir una década en Rusia? ¿No era un problema el clima?
—Fueron 10 años geniales. Tuve miles de problemas, pero también tuve muchos problemas en España, México y Argentina. Y voy a seguir teniendo problemas, pero lo importante es enfrentarlos y superarlos. Hacía frío, ¿y cómo se combate al frío? ¡Abrigándose! ¡Me abrigaba, y a la mierda! Es un tema filosófico sobre cómo encarar los problemas. Rusia no es un país hostil como parece, y menos para un jugador de fútbol. Tuve la suerte de estar en un buen equipo y jugar en una liga competitiva. Gané dinero y nunca la pasé mal. Aprendí un montón de cosas gracias al fútbol. Y durante esa década, no sólo que aprendí a hablar en ruso, sino que mejoré mi inglés, hablé portugués hasta por los codos, conocí otras culturas y conocí a Europa entera. Durante los días que no tenía entrenamientos o partidos, me iba con mi señora a lugares que no conocía. Y durante las pretemporadas, me ha tocado ir a lugares insólitos del continente, de Asia (como los Emiratos Árabes Unidos) o Sudáfrica. Fue un aprendizaje constante.
—¿Cuántos idiomas hablás?
-A los 12 años empecé a estudiar italiano porque mi idea era ir a jugar a la Serie A. Estuve 5 años con los libros y me los tuve que meter en el culo, porque fui dos veces a Italia y se me complicó para pedir un cappuccino y un sorbete. Hablo mejor los otros cuatro idiomas que aprendí jugando en Rusia. Igualmente, no me animaría a buscar un laburo de traductor (risas).
—Pero te sirvió para comunicarte en esos planteles multiculturales con compañeros de diversas nacionalidades...
—Sí, y siempre había un brasileño que solamente hablaba portugués. Entonces, tenía que traducirle todo lo que se decía, porque me las rebuscaba bien con el ruso. En Moscú era traductor del brasileño, del sudafricano y de los argentinos. Ganábamos de milagro, porque no nos podíamos comunicar en la cancha. El entrenador me daba indicaciones en ruso y yo se las tenía que decir en portugués al brasileño, en castellano a los argentos o en inglés al resto de los compañeros. Era un milagro.
—Y afuera de la cancha, ¿se reunían para armar la “Embajada Argentina” improvisada?
—Sí. Estábamos con Maxi López, Maxi Moralez, el Pitu Barrientos, el Chavo Pinto y antes de irme se sumó Oscar Ahumada. También nos juntábamos con Clemente Rodríguez, que estaba en el Spartak. Teníamos una linda banda. En Moscú y en Chechenia, donde tenía una casa con parque, era el encargado de organizar los asados, pero la verdad es que yo no los hacía (risas). Cuando tenía algún día libre, llamaba a todos los argentinos que andaban por ahí (incluso de otras actividades como ingenieros, embajadores y gente que no estaba ligada al deporte) y nos íbamos al lugar donde concentrábamos. Todos iban con sus familias, porque había canchas de fútbol, de básquet y parrillas. Nos daban el restaurante y usábamos la vajilla de ahí. Pasábamos muy lindas jornadas en las bases del FC Moscú. En otra época, también nos juntábamos con los jugadores de polo, donde nos animábamos a afrontar alguna que otra taqueada, comíamos asados y tocábamos la guitarra. Esos encuentros los hicimos con Guille Pereyra, Fer Cavenaghi, Clemente Rodríguez, Coti Fernández y los polistas que andaban por ahí.
—¿Cuál fue el lugar que más te llamó la atención de todos los que recorriste?
—Durante una pretemporada nos tocó ir al Tiraspol, que es un lugar que queda en un país que no existe y nadie hace nada. Es una locura. Está dentro de Moldavia y cuando uno llega, se da cuenta de que está parado en el tiempo. Tiene un club con un centro de entrenamientos que es increíble. Ahí está el Sheriff, que se dedica al scouting por todo el mundo, incorpora a promesas de todo el planeta y después los vende a todos lados. Es de no creer, porque se trata de una institución que pertenece a un territorio que no es de ningún Estado independiente. Ni Moldavia, Rumania y Rusia hacen nada. Es una franja suelta en el mundo que se requiere hacer migraciones para poder acceder.
—¿Siempre con la guitarra como compañera fiel de todas esas aventuras?
—Sin dudas. El día que me fui a Rusia, el presidente del club me vino a buscar y cuando arreglamos me preguntó cuándo podía viajar. Como le dije que al otro día ya me podía ir, me subió a su avión privado y me llevó. Pero cuando me vio llegar al aeropuerto, con una gorra y una guitarra colgada al hombro, se llenó de dudas. “¿Qué compré?”, me dijo que pensó por dentro cuando entramos en confianza. No tenía ni un bolso. Era un flaco alto de gorra con una viola que tenía pinta de todo, menos de futbolista (risas).
—¿Cómo fue combinar el rock y el fútbol?
—Nunca pude separar al arte de mi vida. Y la música es parte de mi vida, al igual que el fútbol. Es innegociable. En mi habitación hay una biblioteca, dos guitarras, las camisetas de fútbol y dos computadoras para trabajar. Creo que se puede hacer todo. Y me parece que es fundamental tener un lugar donde uno puede respirar para recuperar energías. Nunca tuve una banda estable, pero tuve 10.000 bandas. Donde voy, siempre armé algún dúo, un grupo o toqué como solista, pero siempre estuvo presente la música.
—¿Cuánto te lamentaste la lesión en aquel Rosario Central que terminó ascendiendo?
—Fue una lástima. Se me empezó a deshilachar el tendón de Aquiles y me terminé rompiendo. Tengo dos operaciones que no me dejaron volver a jugar al fútbol. Mis últimos minutos oficiales fueron en ese equipo de Miguel Russo que logró el Ascenso. No está nada mal, aunque no hice una mierda. Me retiré con ese título. Si bien deportivamente no me fue como quería, me encontré con gente que me quedó para toda la vida. Rosario es una ciudad fantástica y tiene un club como Central que es ejemplar.
—Rechazaste otras ofertas de la Primera Nacional y la Reserva de un equipo de Primera antes afrontar el desafío en el equipo femenino de Racing, ¿qué fue lo que te motivó para dirigir a las chicas de la Academia?
—Cada equipo tiene su particularidad, ya sea por género o edades. Ahora estamos en un momento en el que hay que estar atento a las necesidades del fútbol femenino. El profesionalismo lleva un crecimiento que va acompañado por el proceso de las propias jugadoras. Hay que seguir aprendiendo, porque la masa de futbolistas que hay en el país va a permitir un cambio que permitirá ver en 10 años al fútbol femenino de la misma manera que al masculino.
—¿Imaginás que se pueda reducir esa diferencia que está establecida en la masa salarial o el nivel de convocatoria que se da actualmente entre el fútbol masculino y el femenino?
—No sé si pasará con los salarios o la convocatoria del público, pero es un deporte que está creciendo gracias al apoyo de las autoridades de los clubes. Lamentablemente no sucede en todas las instituciones. Son pocos los clubes que están fomentando este cambio y Racing es uno. Todo va a decantar por una cuestión lógica: cuanto más jugadoras haya, mejores partidos se observarán ¿Por qué es importante que haya escuelitas de fútbol? Porque desde chicos ya están practicando el deporte. Argentina es potencia en el hockey femenino, porque todas las chicas vienen jugando desde etapas formativas con el sueño de algún día ser como Lucha Aymar. Y con el fútbol va a pasar lo mismo. Hace muy poco estábamos festejando la clasificación a una Copa del Mundo y ya se han jugado tres mundiales consecutivos. Por suerte, cada vez aparecen más jóvenes con mayor técnica. La cantidad hará crecer el deporte, por eso es clave que los clubes tengan equipos femeninos desde temprana edad.
—En el pasado torneo, el equipo logró clasificar a los cuartos de final, donde cayó con Belgrano por penales, ¿qué expectativas tenés para el 2024?
—Estoy muy ilusionado. Con mucha esperanza. Con ganas de empezar una nueva aventura. En la Primera División del fútbol femenino hay competición. Se juega para ganar. Tenemos que buscar las herramientas para ganar todos los partidos. Y si se logran los objetivos, el campeonato va a llegar solo. Hay que ir partido a partido o como dijo alguien que acá le fue muy bien, vamos a ir Paso a Paso. Cuando lleguemos a diciembre y miremos el recorrido que habremos hecho, veremos si sirvieron los pasos que dimos.